Ambición
Tomó conciencia de lo que estaba haciendo. Empujaba el coche. Era fácil. Al momento, se precipitaba y desaparecía. Dos o tres latidos después entre su respiración agitada, podía oírlo, atenuado, lejano, el impacto contra el agua. Avanzaba entonces hasta el borde, libre de todo pensamiento, ni positivo ni negativo, y llegaba a tiempo de ver el color blanco del techo desdibujándose a medida que se hundía en la profundidad oceánica. Sintiendo su cuerpo atiborrado con una extraña levedad pesada, notaba la cuesta del terreno bajo los pies, y así descendiendo del mirador natural de los farallones, despertó, otra vez. Se quedó inmóvil unos minutos. Aquella visión empezaba a convertirse en rutina.
Fumiko aun dormía. Se levantó con cuidado de no despertarla. Entró al baño, esperando que el contacto con el agua le despejara. En el reflejo del espejo parecía adormilado. Giró el mando del grifo y al momento de volver a mirarse, retrocedió dando un alarido, al tiempo que un incontrolable movimiento lateral de la diestra arrojaba la jabonera por los aires.
Con la espalda contra el marco de la puerta abierta, oyó detrás la voz de su mujer:
—Hiroshi ¿Qué sucede?
—Nada, nada, vuelve a dormir, todavía es temprano.
—Prefiero ir a desayunar.
—Está bien.
Mientras contestaba, muy poco a poco, fue levantando los párpados fruncidos sobre los ojos, para mirar de nuevo al espejo que tenía delante.
Era él otra vez, con los ojos hinchados, ya no somnolientos, sino expresando miedo confuso; la anterior figura de Junko observándole, mojada y muy seria, ya no estaba.
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Hiroshi tenía un plan de vida. Un objetivo. Inesperadamente, Junko ya no encajaba en él. Hasta aquel momento, ni se había planteado la posibilidad del fracaso. Habría sido como una incómoda ruedecilla aflojada en el perfecto mecanismo de su ascenso social. Pero ya que el desajuste era imposible de ignorar, había que apretar esa pieza y que todo volviera al cauce predeterminado. No tenía miramientos, aprovechaba toda oportunidad que se le presentara de medrar. Fumiko sí era perfecta ahora.
Se sabía ya por encima de todos los abusones que se habían burlado de él en la escuela y el instituto por ser pobre y no tener padre. Esos recuerdos siempre le enojaban. La humilde viuda había trabajado muy duro en la lonja para sacar a su vástago adelante. El orgullo de su madre era la mejor recompensa a sus esfuerzos, así que siempre se cuidó de destacar y permanecer entre los primeros. A Junko la necesitaba como la novia ideal. Guapa, atenta, enamorada. Todo iba como la seda. Su ahínco en la empresa obtuvo compensación, siendo ascendido y trasladado a un nuevo distrito. Junko se consideraba ya su prometida, pero ella también estaba cómoda en su trabajo y pospuso el viaje. Le dijo que necesitaba reflexionar.
Él, sin embargo, no tuvo la menor duda cuando en una reunión formal conoció al presidente de la corporación, el señor Nobunaga, y a su hija Fumiko. Desplegó todas sus habilidades para con ellos. Ahora Junko sobraba en la ecuación.
Mientras regresaba de sus pensamientos, los aleros de un templo asomaban entre la frondosa vegetación, en lo alto de la colina que la carretera bordeaba.
—Es un templo muy antiguo— le explicó su esposa— famoso por guardar las reliquias de una piadosa princesa que lo dedicó a los espíritus de los antepasados. Durante el Festival O-Bo siempre se reúne mucha gente, deberíamos visitarlo este año… solo faltan dos semanas...
Hiroshi no contestó. La mención a los espíritus de los muertos, le trajo a la mente el angustioso incidente matinal. Junko había estado allí, por un segundo, empapada, chorreando agua, con la camisa mojada adherida al torso y los brazos, el pelo negro pegado, goteando sobre los hombros, la piel húmeda, cerosa, y una mirada dura llena de reproche.
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Amaneció sin haber sido asaltado por el sueño recurrente, pero, en lugar de apaciguarle, aquel hecho aumentó su intranquilidad. En el baño, evitó mirar hacia el espejo. Comenzaba a percibir el agua en cantidad como un elemento amenazante. Pero no podía negarse a tomar las aguas, el principal motivo de su viaje de boda. Fumiko quería mostrarle los mayores atractivos de la región. El onsen y también el templo. No fue capaz de inventar ninguna excusa razonable para evitarlo.
Una vez en el establecimiento, se metió en el ofuro solo para demostrarse que podía enfrentar al miedo. En el borde del estanque circular, sumergido hasta el pecho, el agua caliente le transmitió una placentera relajación. Casi se sintió ridículo por haber permitido que extraños temores se adueñaran de su pensamiento.
A través del vaho, apreció del otro lado, en el suelo, una superficie espejada. Era un charco. Se fijó mejor. Mostraba una extraña cualidad. Estaba moviéndose. Sin duda, acababa de efectuar un rápido balanceo a derecha e izquierda. Hiroshi apreció su propio cuerpo tensándose al advertir como aquella masa acuosa se estaba deslizando hacia el ofuro.
Al momento de precipitarse dentro vio en esa especie de ameba transparente una imagen borrosa y deformada, al modificarse con cada leve movimiento de la masa que la contenía, expandiéndose o contrayéndose hacia un lado u otro. Era Junko. Pelo y pantalón negros, camisa y piel blancas entremezclándose en el interior de la gran gota móvil.
Aquello tenía peso y corporeidad, porque contra su torso chocó el tren de ondas que formó en la epidermis del agua común su inmersión en ella. Horrorizado, Hiroshi huyó, con la toalla resbalando hasta su cara, haciéndole tropezar y salir a cuatro patas. En aquel momento, estaba solo en la sala de baño, pero su agitación atrajo a empleados y clientes.
No quería enfrentarse ni al monstruo ni a ellos, encogido sobre sí mismo en el suelo, desnudo, hasta que alguien le entregó una yukata. A su alrededor, las getas tabaleaban abajo y los murmullos bisbiseaban arriba. Empezó a salir del estupor al reconocer la voz de Fumiko.
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Oía el rumor de la lluvia en el exterior, incluso el goteo de los macizos de bambú cercanos al porche trasero. La cama era alta, pues el hotel era uno amueblado al estilo occidental. Fumiko regresaría en cualquier momento del vestíbulo.
Estaba efectuando una llamada a casa. Iban a adelantar su regreso, aunque se perdieran los dos días que faltaban para terminar su viaje de ocio. Hiroshi se giró, cansado de mirar al techo. Sabía que trasladarse no importaba lo más mínimo. La distancia y el tiempo no cuentan para los espíritus. Junko le seguiría allá dónde fuera. Solo con su influencia y consigo mismo, en la penumbra de la encapotada tarde de verano, se resignó a que su mente regresara a otra no tan lejana como pudiera parecer.
Había decidido servirse de sus propias pastillas para dormir, las cuales tomaba para combatir su insomnio irredento. La dificultad para conciliar el sueño que arrastraba desde sus tiempos de instituto, era un detalle íntimo que solo él conocía. Lo cual entonces le pareció beneficioso pues eran horas que aprovechaba para hincar los codos sin piedad, resuelto como estaba a superar en todo a sus compañeros enemigos. Contó las píldoras a través del cristal color ámbar oscuro del botecito. Desconocía cual podría ser la dosis letal. Diluyó cinco o seis. Pensó en probarlo para comprobar el sabor, solo meter un dedo rápido y chupar, pero prefirió no arriesgarse y confiar en la suerte de que el sabor no fuera sospechoso. Por si acaso, echó un poco más de zumo en el vaso.
La chica tenía la costumbre de tomar un zumo siempre al volver del trabajo. Como él llegaba del suyo minutos antes, preparaba para los dos con la fruta que estuviera más a mano en la cocina. Ella había elegido y decorado la casa con esmero en los últimos meses y él pasaba la tarde y muchas noches allí. Ignoraba que su plan acababa de fallar. Junko se equivocaba al creer que iba a convertirse en breve en su hogar común. No habría ceremonia nupcial entre ambos.
Los diez minutos siguientes se le antojaron infinitos. ¿Cuánto tardaba en hacer efecto? Al menos, él había esperado algo bastante inmediato. Por fin, ella empezó a parpadear y cabecear. Él le comentó, mirando hacia el dormitorio, que si estaba cansada, podía echarse un rato. Junko intentó levantarse y decir algo pero no fue capaz, cayó de lado desgarbadamente. Hiroshi se acercó, parecía inconsciente, pues aun respiraba.
Salió al garaje a sacar el coche. Cuando regresó, se percató que la chica había vomitado un poco del zumo. Le limpió los labios, el mentón y el cachete antes de cogerla en brazos y depositarla en el asiento del copiloto.
Cuando alcanzó la costa rocosa, salió para intercambiar los puestos. Cuando la volvió a coger en brazos y le vio mejor la cara, observó su horrible palidez y notó su frialdad corporal. La dejó al volante y cerró el vehículo por fuera. Suponía que ya estaba muerta por la sobredosis de pastillas, pero tampoco podría asegurarlo por completo.
Se apartó del acantilado, caminó unos pasos y lanzó también las llaves al mar, antes de bajar con premura hasta la carretera por cuya cuneta regresaría andando, aunque a medio camino le recogió un campesino en su camioneta cargada de frutas que llevaba al mercado. La fragancia de las cajas de melones se mezcló en su mente con la salitrez del mar y el graznido de un cormorán solitario, como acompañantes casuales de aquella pasada de página.
Para sus adentros, de la misma manera que a su madre el no haber buscado un nuevo marido, le reprochaba a Junko su conformismo y falta de ambición. La semana final disimuló. Se había mostrado frío con la excusa de la mudanza. Hasta él mismo se sorprendió con su capacidad de fingimiento.
Explicó al exterior con plena convicción que su relación estaba al borde de la ruptura y que el traslado la estaba precipitando, al punto que el jefe, padres y hermanos de la chica, incapaces de entender su repentina desaparición, llegaron a preguntarse cómo no habían llegado a detectar que había algún problema. Logró que se desvaneciera cubierta por la sospecha de un suicidio. Y una vez en la prefectura vecina, él continuó su estudiada farsa, para convencer al señor Nobunaga de que sería el yerno y heredero perfecto y a Fumiko, un buen esposo.
La joven entró en la habitación. Hiroshi ya no oía la lluvia, debía haber cesado o disminuido su fuerza. Fumiko le preguntaba por fiebre, malestar, revoloteando a su alrededor. Su figura esbelta se movía de la luz a la sombra, de la sombra a la luz. Se parecía a Junko, acababa de reparar en ello. Una Junko más perfecta, ideal para sus propósitos y camino vital. La cogió de la muñeca y la empujó a su lado sobre la cama. Ella sonrió y él le devolvió el gesto. Si el espíritu estaba ahora enganchado en la lámpara del techo, o escondido en las tazas de sake vacías, no le importaba. Podía mirarlo todo.
*****
El vértigo dentro de la inconsciencia empezaba a espabilarle. Trataba de resistir. No quería abrir los ojos. Sabía que ella estaba allí, sin tener que verla. La furia que irradiaba alcanzaba su ser como los rayos de un sol abrasador. Pero tenía que demostrarle que no le amedrentaba. Tan pronto cambió de idea abrió los ojos a la oscuridad nocturna.
La intrusa se encontraba de pie en el rincón, encajonada en la esquina. Estaba empapada y, como si fuera una esponja embebida a la que se aprieta, exudaba agua por todos los poros de su piel, como un grotesco manantial, el líquido caía a chorro de las puntas de los cabellos y de cada dedo, de los ojos y de la comisura de los labios. Un charco a su alrededor crecía imparable. Su cuello se hinchó y convulsionó con un sonido nauseoso. La mandíbula se distendió y de la boca abierta brotó una cascada ininterrumpida que contribuyó a aumentar la velocidad con que se estaba inundando el suelo de la habitación, por culpa de aquella fuente sobrenatural surgida de la nada. Olía a mar. El vómito de agua salada saliendo a toda presión permitía que la estancia se fuera llenando con rapidez. Le pareció que la cama empezaba a elevarse flotando.
Tenía que detenerla. Se lanzó hacia ella y al rodearla con los brazos sintió su blandura repugnante. Como si se desmoronara a su contacto. Los dos caían. Hiroshi percibía como si él también estuviera perdiendo fisicidad y se deshiciera, fundiéndose en un todo amorfo y acuoso. Empezó a notar hilillos tibios resbalando por donde debería estar su cara.
Su vista borrosa volvió a enfocarse y comprendió que yacía en el suelo. Junto a él Fumiko, de rodillas, le sujetaba la cabeza por la nuca. Hiroshi se llevó una mano a la sien y vio que en las yemas quedaba sangre pegada.
—Te has levantado como sonámbulo y has corrido a estamparte contra la pared.
*****
Un tal doctor Hayashi que también se encontraba como huésped en el local, le atendió. El médico les aseguró que no había fractura, solo un corte que requirió varios puntos y un vendaje alrededor de la cabeza del que Hiroshi se sentía un tanto avergonzado. Fumiko le sugirió visitar al médico amigo de su familia en cuanto llegasen a la ciudad.
Mientras ella recogía todo en el cuarto, se dedicó a deambular por los pasillos, desterrado de manera voluntaria de los quehaceres de la vida cotidiana. Había sido desgajado de la órbita normal y vagaba como un planetoide perdido, arrancado de su sistema por el choque con otro mucho mayor.
Poco a poco, fue sacudiéndose ese sentimiento de encima. No podía dejarse vencer, aunque de manera inevitable ahora miraba con temor las esquinas ensombrecidas. No se encontró con nadie, considerando probable que los otros hospedados le evitaran. Se paró. ¿Y sí volvía a llover? La lluvia era agua cayendo en gotas. ¿Qué pasaría si se pusiera debajo? Pugnó por controlar el pánico que volvía a desperezarse dentro de él.
El espíritu podía apoderarse del líquido elemento. Ya lo había comprobado. Así se aseguraba un amplio radio de acción para atormentarle. Le pertenecía todavía y, tal que una miserable mosca atrapada en su red, esta araña fantasmal parecía dispuesta a absorber todos sus jugos y luego arrojar lejos la carcasa vacía. Hiroshi odiaba que pudiera salirse con la suya. No podía permitirlo.
La diminuta esfera trasparente chocó con su coronilla y se dispersó gélida, resbalando hacia la oreja. Reprimió un grito al tiempo que miraba hacia arriba y se encontraba con la gotera derramando desde lo alto, en la viga centenaria. Se frotó la cabeza asqueado al tiempo que se apartaba con una zancada. Vio caer otra hasta el suelo. Pero en lugar de quedarse allí, tembló e inicio el camino hacia él, dejando un hilo de humedad tras de sí. Recta y sin titubeos. Hiroshi retrocedió sin darle la espalda. Tan asustado como abochornado, consciente de lo ridículo de su proceder, acabó dando la vuelta en franca huida de la gota viviente que le perseguía. Cerca de la puerta se imaginó a Fumiko y, con los dientes apretados, sudando, decidió atreverse. El elemento discordante ya llegaba. La encaró y le dio un pisotón. Recibió la misma impresión que haber aplastado una babosa. Estaba descalzo y se limpió el pie contra el suelo con furia. Dentro, su mujer había oído ruido y le llamaba.
***
La mañana se mostraba grisácea debido al cielo nuboso. La joven esposa, preocupada en definitiva por su conducta anormal, insistió en conducir ella. Al final de la calle donde se ubicaba el hotel, haciendo esquina en un cruce, había un cine. Se fijó al pasar. Anunciaba un estreno, “Jigoku” de Nobuo Nakagawa. Vio desfilar ante sí los coloridos carteles. El rojo intenso de las llamas, los cuerpos desnudos de los condenados martirizados por los colmilludos demonios… los bulbosos ojos fijos del rey Emma, señor de los infiernos. Fumiko giró hacia el lado contrario del esperado, comentando que por el camino de la costa llegarían antes. Todo parecía confabularse para que Hiroshi no dejara de pensar en la infamia cometida.
Más adelante, justo tras dejar atrás el pueblo, pasaron de nuevo ante la colina del templo. Hiroshi empezó a sentir una vibración en los tímpanos. Se definía, adquiría ritmo. Golpes graves. Eran taiko. No se atrevió a preguntar a la conductora. Sabía que, aunque fuera amortiguado, estaba demasiado lejos para poder apreciarse un tono tan claro. No estaban tocando tambores allá arriba. Ese sonido resonaba nada más que en su cabeza.
La carretera serpenteaba por el abrupto terreno bajo el bosque. El señor Nobunaga era un hombre tradicional. Fumiko vestía un kimono de verano, fresco y ligero. El recuerdo indeseado se presentó otra vez. Junko prefería la moda occidental. Los grandes tambores en su cabeza aumentaron el tono de la percusión. Hiroshi sentía que el golpeteo de su corazón había armonizado con ellos. Los demonios de los carteles se movían superponiéndose a lo que veía, empuñando lanzas y garrotes, gesticulando de manera demencial, las llamas se retorcían como los cuerpos humanos abrasados, empalados, cocidos, despellejados por aquellas bestias bípedas encargadas de hacerles purgar por sus pecados terrenales.
El mar se extendía ya junto a ellos. No era un cobarde. No lo era. No iba a rehuir el encuentro con ella. Al contrario. Bien. Allá iba. Hiroshi se abalanzó sobre el volante, captando el gesto de sorpresa y pánico de Fumiko al tiempo que el coche se salía de la vía y continuaba descendiendo dando tumbos por la pendiente irregular.
Y llegó la caída al vacío, la agudeza del grito de su esposa atenuado por los taikos delirantes. La gran masa azul se acercaba con celeridad y bajo el oleaje él podía ver a la Junko fantasmal sonriendo entre retazos de espuma menos blanca que su cara malévola, aguardando con esqueléticos brazos abiertos al aterrorizado Hiroshi, su amante traidor.
Arrgghh no sabía cuántos "odiadores" puede haber de los pies de página, y he estado literalmente varios días dudando si dejarlos o quitarlos XD... al final los he dejado, a quien no le molen, pues, no sé, que pase de ellos, se los salte y haga como que no están