Me ha parecido muy bueno, la verdad es que como dice patapalo digno de una buena reflexión.
Quizás el final, podría haber sido un poco más metafórico que no tan real-fantástico. No sé, en todo caso. Muy bueno.
Un abrazo.
El señor Pérez pasa las horas del día mirando por la ventana. Sentado en un vetusto sillón orejero, ajeno a cuanto transcurre a su alrededor, observa el jardín de la Residencia, y, más allá, el parque que se abre al otro lado de la calle.
Sus ojos cansados y vidriosos recorren los setos, los arbustos, los viejos árboles, los bancos desportillados y llenos de inscripciones, los matojos de flores. Y la gente. Peatones que cruzan raudos las aceras, yendo y viniendo de sus ocupaciones cotidianas. Jóvenes que pasean cogidos de la mano por el césped. Niños que juegan bajo la mirada atenta de su madre. Ancianos que dormitan en sombríos rincones. Les observa, pero nadie podría decir si realmente los ve o no. En su rostro curtido y lleno de arrugas nunca se mueve un solo músculo. Es como si su cara fuera de piedra. O estuviese muerto por dentro y todavía no lo supiera.
Pablo acude todas las tardes entre semana al banco que hay en la entrada del parque que está enfrente de la residencia. Siempre a la misma hora, cuando acaban las clases, y se sienta en él, aguardando. Su madre sale más tarde de trabajar, y él debe esperarla en ese lugar hasta que pase a recogerle con el coche. Normalmente se suele demorar apenas una hora, aunque a veces se retrasa dos y hasta tres horas. Depende del ajetreo que haya en la cafetería, y del humor que ese día tenga su jefe. Su marido, el padre de Pablo, los abandonó hace tiempo, y ahora ella tiene que trabajar duro para salir adelante. No es muy lista ni muy guapa, así que tiene que luchar por conservar lo que tiene, sin siquiera atreverse a pensar en una vida distinta o mejor. Únicamente aspira a poder llegar a fin de mes sin problemas y que su hijo tenga unos buenos estudios. Ya no sale tampoco a fumarse un pitillo de vez en cuando al callejón de las basuras. Sólo trabaja. Mientras espera, Pablo lee tebeos y cómics de superhéroes, sus favoritos. Adora esos cómics. Su madre, que lo sabe, antes de llegar, siempre que puede, le compra uno en un quiosco cercano. Dejó de fumar para poder permitírselo.
El señor Pérez lleva veinte años en aquel asilo para enfermos mentales. Veinte años en los que su rutina diaria es siempre la misma. Lo levantan, lo lavan y visten, y luego lo llevan a aquel sillón frente al mirador principal, donde pasa todo el día con la vista fija en el exterior. De vez en cuando alguna auxiliar lo mueve ligeramente, para evitarle úlceras, le da de comer o le suministra la medicación, pero poco más. A última hora de la tarde le obligan a dar un paseo sujetándole entre dos celadores, y un fisioterapeuta le hace un masaje para evitar que se le anquilosen los músculos. Luego de nuevo a la cama, y así, día tras día, como un rito inacabable. Una vez por semana el médico le hace una breve exploración, para constatar que sigue físicamente saludable. No hace mención alguna a su evidente estado catatónico, ni parece preocuparle que permanezca completamente aislado de todos y de todo. Demencia senil, alzheimer... Qué más da. Nadie pregunta. A quién importa. Es uno más. Los más antiguos murmuran morbosos que hace muchos años sufrió una sobredosis por consumo de drogas estimulantes, y que desde entonces permanece así. El caso es que no parece reaccionar ante nada. Sólo mira el jardín, la calle y, más allá, el parque. Desde hace veinte años.
Pablo lee los cómics y sonríe. Le gustan las historias que cuentan en ellos, donde abnegados y coloridos superhombres con maravillosos poderes se enfrentan con pérfidos villanos con no menos sorprendentes habilidades. Disfruta con sus trazos sencillos, sus ilustraciones llenas de interjecciones, donde entre conversaciones interminables se suceden valerosas acciones. En ellos el mundo es sencillo y correcto. Los buenos son buenos, y los malos, malísimos. Las chicas son guapísimas, y los chicos, musculosos y audaces. La gente aplaude y quiere a los superhéroes. Les admira con sus trajes de colores y su eterna juventud. Nunca pasa nada malo en esos cuentos. Y eso le gusta. Huye de relatos sangrientos o macabros, con argumentos enrevesados donde nada es lo que parece. Ya tiene demasiadas preocupaciones y derrotas en su mundo cotidiano, y no quiere verlas reproducidas en sus fantasías. No, quiere que en sus tebeos todo sea perfecto y luminoso. Que todos vuelen. Rápido, muy rápido. Alto, más alto que las nubes. Arriba el cielo siempre es azul.
Nadie sabe quién paga las facturas del señor Pérez, porque en realidad tampoco nadie sabe quién es. Nadie viene nunca a visitarle. Nadie llama por teléfono preguntando por él. Sus hábitos nunca ha cambiado desde que está allí. Su ficha es escueta como una tarjeta de visita. Sin embargo, los cheques llegan puntualmente, y las instrucciones que en su día se recibieron se siguen cumpliendo a rajatabla. Mientras fluya el dinero, estará atendido. Se ha convertido en un objeto más de aquel enorme edificio, y ya nadie tiene curiosidad por averiguar cuál es su identidad o qué hace allí. Los otros residentes le ignoran, como ignoran un cuadro o una zapatilla tirada en el suelo. Ellos van y vienen. Escapan durante la fría noche, o fallecen lánguidos en cálidas mañanas de domingo. Algunos, los menos, son recogidos por sus familias tras experimentar alguna leve mejoría. Pero el señor Pérez siempre está ahí. Mirando por la ventana. Quieto. Impasible. Inalterable. Ni siquiera por la noche su estado sufre la más leve alteración. El señor Pérez parece no dormir nunca.
Pablo no sabe quién es su padre, y tampoco le interesa demasiado saberlo. Su madre nunca le ha hablado de él, ni para bien ni para mal, y él ha respetado su decisión. Sus motivos tendrá, y ya la vida le da bastantes quebraderos de cabeza. Pablo sabe que su madre nació sin suerte, y que es carne de cañón para que cualquier desalmado abuse de ella. Por eso, a su manera, trata de protegerla. Que sienta que su pequeña familia funciona, que lo está haciendo bien. Que son felices con lo poco que tienen. Piensa que cuando sea mayor estudiará mucho, aprenderá un buen oficio y ganará suficiente dinero para que su madre no tenga que volver al tugurio donde trabaja, ni a aguantar gritos ni insultos de desaprensivos. La rescatará como si fuera una esas damiselas en apuros de sus tebeos, y se la llevará en brazos surcando el cielo.
Los pacientes se arremolinan curiosos alrededor del receptor. Hay una persecución policial en la televisión, de esas con muchos coches, sirenas y hasta helicópteros. Aunque obviamente nadie lo puede saber, el señor Pérez odia las persecuciones. Pero permanece inmutable en su sitio, apático, sin quejarse ni manifestar su disgusto, como siempre. En la pantalla los vehículos, a toda velocidad, están a punto de atropellar a una mujer, que en el último instante consigue esquivarlos. Hay disparos y balas en todas direcciones, que milagrosamente no alcanzan a nadie. Al fin, el fugitivo pierde el control y da varias vueltas de campana. Los policías rodean el automóvil casi reducido a chatarra, con las armas apuntando, inseguros. Pero al cabo de unos segundos el delincuente sale aturdido y tambaleante por la ventanilla de atrás, con apenas algunas magulladuras. El público silba de incredulidad (“Si no pasan más cosas...”) mientras una montaña de agentes se precipita sobre él, inmovilizándole y poniéndole las esposas. En breve, anuncia una locutora, emitirán un resumen del incidente y conexión con una compañera que está siguiendo el atraco frustrado a un local de comida rápida de los barrios bajos de la ciudad, que se ha saldado con una víctima mortal.
En el papel satinado una explosión acaba de destruir la nave del malvado Doctor Siniestro, y la chica abraza al fornido guerrero que la ha salvado de un destino peor que la muerte. Pero el valiente paladín, a pesar de su florido ropaje, ha sido alcanzado por los maléficos rayos ‘Z’ del villano, y está a punto de desmayarse por las heridas infringidas. Pablo devora los dibujos y sospecha que las cosas no están tan claras como pueden parecer en un principio. Ha sido demasiado fácil librarse de un megamalhechor tan astuto como el Doctor Siniestro. Por otro lado, las historietas no suelen acabar con el protagonista malherido, y, por si fuera poco, aún quedan muchas páginas por leer. Casi teme pasar la hoja, pero sabe que tiene que hacerlo. No puede quedarse con la intriga. La vida siempre continúa, no podemos pararla cuando se nos antoja. Y cuando por fin sus ojos acceden a la nuevas viñetas, contempla con espanto que sus temores era fundados. El malvado Doctor, más terrorífico y perverso que nunca, ha sobrevivido al estallido de su transporte estelar y amenaza de nuevo a la infeliz pareja. Entre aventuras e intrigas la tarde pasa rápido para Pablo, que no se da cuenta que ya hace varias horas que su madre debería haber pasado a buscarle. Demasiadas.
El señor Pérez observa a Pablo. Le ve inquieto. Ya se ha acabado la revistilla, y su madre aún no ha aparecido. Lleva mucho tiempo de retraso, más que nunca. No sabe qué hacer. Da vueltas alrededor del banco, y empieza a estar preocupado. Incluso experimenta cierta desazón, casi temor. Más que cuando el Verdugo Letal le robó toda la energía vital a la Chica de Luz y ésta estuvo a punto de apagarse para siempre. Poco a poco se ha ido dando cuenta de la gravedad de su situación, y comprende que debe actuar. No puede quedarse allí para siempre, leyendo tebeos. En el fondo de su mente aparece por vez primera la amarga certeza de que en realidad los superhéroes no existen, que son cuentos para niños, y que él ya no lo es, ni lo puede ser más. Intuye que algo grave ha pasado, y que la vida ya no volverá a ser la misma para él. Abandona la manoseada publicación sobre el asiento de madera, y empieza a caminar lentamente hacia su casa. Espera llegar antes de que anochezca. Un coche policía le alcanza unos metros más adelante. Sus puertas se abren y dos fornidos agentes salen y le preguntan su nombre. Luego hablan unos minutos con él. Están muy serios. Tienen que sostenerle para que no se desmorone. Le introducen en el vehículo y parten. Nunca volverá a ese banco del parque.
Al señor Pérez le hubiera gustado mucho haber ayudado a Pablo. Pero no pudo llegar a tiempo. No puede hacer todo lo que desearía. Ni siquiera puede elegir muchas veces qué hacer.
El señor Pérez no era mayor que Pablo cuando descubrió su inmenso poder. Nunca supo muy bien de dónde provino, ni por qué de entre todos los seres del mundo él fue el elegido. Simplemente un día descubrió que tenía facultades extraordinarias, fuera de lo común. Fuerza, velocidad, una receptividad extraordinaria en sus sentidos. Y esto sólo fue el principio. Poco a poco averiguó que era capaz de volar a la velocidad de la luz, mover objetos con su pensamiento, leer en la mente y en el corazón de los seres humanos. Su potencial parecía no tener fin. A medida que aprendía a controlarlo y se perfeccionaba en su uso, su ánimo se volvía más y más eufórico. Se veía como el protagonista de una película de acción y aventuras, salvando el mundo. El mayor héroe que jamás se conociera. Pero él no era un personaje de ficción. Él era real, muy real.
Poco después empezaron sus primeras actuaciones, rescatando a una niña que cayó en un pozo y a una pareja cuyo coche se había salido de la calzada. Le bastó con ver la noticia en la televisión y escuchar con sus agudísimos oídos las llamadas de socorro para acudir en su auxilio y solventar la situación. Luego intervino para resolver un peligroso caso de secuestro. La sorpresa de los agentes cuando los culpables aparecieron atados frente a una comisaría fue mayúscula. Era tan rápido que ni siquiera los propios afectados se habían percatado de su intervención. Comprendió entonces que dado su enorme superpoder, podía evitar ser visto cuando intervenía. Aunque una parte de él se sintió algo decepcionada por el anonimato al que se veía abocado (ya había hecho incluso una lista para elegir un nombre), recapacitó dándose cuenta de que esa discreción al final le resultaría beneficiosa. No tendría que tener ninguna identidad secreta para proteger a sus seres queridos, ni preocuparse por la repercusión de sus actos. No habría rufianes tendiéndole trampas, ni autoridades paranoicas persiguiéndole. Le bastaría con ser un poco hábil y disimular sus actuaciones para no causar excesivo desconcierto. Superó esa pequeña desilusión, considerando que el ser famoso y reconocido no era más que en el fondo un acto de soberbia impropio de un superhombre como él, y se preparó para actuar en conciencia. Sería el más secreto de los paladines, y, dada su extraordinaria capacidad, también el más benéfico. Una nueva era empezaba para él y para el resto de la humanidad. Su sacrificio no sería recompensado con vanidades humanas. Pero, ¿acaso no es ésa precisamente la esencia de los auténticos héroes?
Luego, llegó el desastre.
Al poco de comenzar, comprendió que no podía ya detenerse. Siempre había algo más que hacer, algún lugar donde acudir, un conflicto en el que debía intervenir. Siempre sucedían más accidentes, más crímenes, más desgracias. Por mucho que se esforzara, sólo podía resolver una situación a la vez, y luego saltar a la siguiente. Pero por cada una que solventaba, surgían cinco más a las que atender. Cada vez que rescataba a alguien, localizaba muchos otros que también precisaban de su ayuda ¿Cómo negarse? Pero, entonces, ¿cómo parar? No podía descansar cuando su auxilio era tan necesario, cuando había tanto en peligro.
En aquel momento descubrió que ni siquiera precisaba mover su cuerpo físico para poder continuar con su inacabable labor. Tal era el poder de su intelecto, que le bastaba con concentrarse para desplazarse a través del espacio y conseguir sus objetivos. Se sentaba en una cómoda butaca, liberaba su espíritu y viajaba donde quiera que su ayuda fuera necesaria.
Más tarde llegaron los remordimientos, la pesadumbre por no poder llegar a tiempo a todo, por verse obligado a escoger, a dejar siempre a alguien en la estacada. El niño a punto de caer por la ventana, o la embarazada que resbala en la escalera. El asesino en serie que acecha a su presa, o la bomba a punto de detonar. El peatón que se distrae al cruzar o el conductor que da una cabezada con su coche lanzado a toda velocidad. El edificio lleno de grietas a punto de derrumbarse, o la peligrosa subida de tensión en la Central. Elegir. Decidir. Optar. Alguien ganaba. Otros perdían. E inevitablemente él se sentía culpable por no haber sido capaz de salvarles, a pesar de todo su poder. ¡El mundo era tan grande, y él no era mas que uno! Estaba solo, solo frente a millones de desgracias y calamidades. Únicamente le quedaba esforzarse aún más. No dormir, no comer, no vivir. Sólo pelear una y otra vez contra la fatalidad, contra la casualidad, contra la maldad. Sujetando el perno suelto de un tren de alta velocidad hasta que llegaba a su destino y era detectado (‘para habernos matado’); empujando levemente a alguien fuera del trayecto de una teja que caía; haciendo cometer errores estúpidos a delincuentes para que fueran atrapados o no pudieran consumar sus tropelías. Cubriendo con la proyección de su propio cuerpo el de otra persona para que pudiera sobrevivir a un choque, a un incendio, a un derrumbe. Susurrando al oído de un dirigente cómo evitar una sangrienta guerra. Jugando con miles de combinaciones precisas para impedir el cataclismo continuo hacia el que sus semejantes parecían haberse lanzado irresponsables.
Decidió que no podía detenerse. Debía continuar luchando. Siempre. Cada segundo de sus días. Cada instante de sus noches. Un parpadeo podía significar la muerte de un inocente. Un descuido, una tragedia insoportable. Quedarse traspuesto, el Apocalipsis. Nada podía interrumpir su labor. En un mundo sin ángeles de la guarda, sin un dios al que pedir milagros, sólo quedaba él.
Aun así le hubiera gustado poder ayuda a Pablo. Pero no pudo llegar. No puede estar en dos sitios a la vez, por muy rápido que se mueva. No puede.
Una lágrima cae solitaria por su cuarteada y marchita mejilla. Sólo una. No se permite llorar. No tiene tiempo.
Recostado en un sillón de aquella olvidada residencia, ignorado por todos, el Señor Pérez pasa las horas mirando por la ventana, y salva el mundo.
Me ha parecido muy bueno, la verdad es que como dice patapalo digno de una buena reflexión.
Quizás el final, podría haber sido un poco más metafórico que no tan real-fantástico. No sé, en todo caso. Muy bueno.
Un abrazo.
...(...) "y porque era el alma mía, alma de las mariposas" R.D.
Muy bonito y muy bien escrito. Me gusta el tema que trata y yo que mismo me he planteado alguna vez, no para escribir un relato, pero si como reflexión personal.
Magnífico trabajo.
PD: Eso sí, los heroes de los comics que lee Pablo deben estar inspirados en superheroes de la DC, porque los de Marvel, con los que me he criado yo, las pasaban muy, muy canutas
Muchas gracias por vuestros comentarios.
Este es un relato un poco antiguo que no ha tenido mucha suerte por certemenes y demás, pero al que tengo especial cariño. Me parece de una tristeza preciosa, aunque tal vez no haya sabido darle el dramatismo y la melancolía suficiente.
Y es que ser un héroe no debe ser fácil...
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Una interesante reflexión sobre el poder y la buena voluntad, y sobre las limitaciones humanas -un tema ya recurrente en tus historias-. Me ha gustado mucho el relato, y creo que fluye bien, pero aun así he tenido la sensación de haberte leído ya algo de este estilo...
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.