Remedios, la loca del pueblo, está a punto de parir en esa destartalada construcción situada en las afueras a la que ella llama hogar. Junto a ella se encuentra Purificación, la comadrona, atareada en la faena de ayudar a la parturienta a dar a luz.
Todos sus vecinos han creído desde siempre que Remedios estaba loca, y motivos no les han faltado. Sus rarezas y excentricidades la han acompañado toda su vida. Desde que era una niña pequeña ya dio muestras de su desequilibrio. Comía insectos vivos, se arrancaba el pelo a estirones o atravesaba los trigales gritando a pleno pulmón mientras reía de manera incontrolable, con una risa nada natural, que causaba desasosiego entre los que la escuchaban. Ya de adolescente, se arrojaba al río de manera temeraria, sin que al parecer le importase el hecho de no saber nadar, y siempre tenía que ser rescatada por alguien piadoso. Ese alguien descubría, de manera invariable tras cada rescate, que esa muchacha empapada y medio ahogada que escupía agua entre incontenibles toses no parecía estar asustada en absoluto, pues una sonrisa demente adornaba su semblante. Nada ha cambiado en cuanto a ese aspecto en su vida adulta y ahora, casi en la treintena, su comportamiento sigue siendo anormal, excéntrico e impredecible. Sigue siendo la loca del pueblo.
A finales del verano pasado Remedios fue hallada inconsciente en el bosque por un grupo de hombres del pueblo que habían acudido allí a recoger leña para sus hogares, como tantas otras veces. Había sido agredida de forma salvaje. Heridas en cabeza y rostro y sus andrajosas ropas desgarradas, con una enorme mancha de sangre en la zona de la entrepierna. Así fue como la encontraron. Nadie sabía cuántas horas podía llevar allí tirada, pero era obvio que si no la asistían con urgencia era muy probable que muriera.
La desdichada mujer fue llevada al pueblo a toda prisa, y allí fue atendida por Purificación, la comadrona, la sanadora, la anciana sabia, la que se encargaba de velar por la salud de cualquier vecino y vecina del lugar. Por sus experimentadas manos habían pasado toda clase de personas; ancianos, adultos, niños —también animales—, aquejados de todo tipo de males y nunca había fracasado a la hora de administrarles su sabiduría.
Cuando depositaron a la loca sobre el camastro donde la atendió se hizo un hueco entre sus destrozados andrajos que le permitió a Purificación asistir horrorizada a la visión de su sexo, ultrajado de manera brutal. La sanadora hizo lo que pudo para salvar su vida. Las heridas de la cabeza no resultaron complicadas de tratar, sin embargo, el estado catastrófico en que se hallaba su aparato reproductor no tenía solución. No quería ni imaginar el dolor que tenía que haber sufrido aquella pobre infeliz y tenía muy claro que Remedios quedaría estéril de por vida. Mas aunque fuera fértil, con toda probabilidad no tendría descendencia, en su opinión, pues había que estar muy desesperado para plantearse siquiera el hecho de arrimarse a ella con la intención de mantener relaciones sexuales. Su insano estado mental la había llevado a abandonarse por completo en cuanto a su higiene corporal se refería, de manera que acercarse a ella resultaba un suplicio debido a la permanente miasma que la rodeaba y la acompañaba dondequiera que fuese como un pestilente halo. Algunos de los hombres que la habían transportado hasta el pueblo no habían podido evitar vomitar en el trayecto y ella misma tuvo que contener las arcadas en varias ocasiones mientras la atendía. Tras la cura de urgencia aseó a la joven malherida lo mejor que pudo, con agua que calentó en un caldero al fuego y a la que añadió jabón y algunas hierbas aromáticas que trajo desde su casa, sabedora de que las necesitaría. La maraña pringosa y maloliente del pelo fue lo que más trabajo le costó. Mientras aseaba aquel cuerpo maltrecho tuvo que hacer de nuevo grandes esfuerzos para no vomitar. Jamás hubiera imaginado que nadie vivo pudiera emitir semejante pestilencia.
La loca despertó de su inconsciencia una semana más tarde, tras superar una devastadora fiebre que a punto estuvo de acabar con ella y que la hacía retorcerse en la cama y delirar palabras inconexas que la sanadora era incapaz de descifrar, pero que por algún motivo le provocaban escalofríos. La joven parecía revivir durante esos delirios el ataque sufrido y lo único que se entendía con claridad de todo lo que murmuraba era ese desgarrador «¡No!» que emitía en forma de prolongado alarido justo antes de quedar en calma.
Purificación la interrogó sobre su agresión, aunque Remedios no recordaba casi nada de lo sucedido. Ese día se había esfumado de su memoria, salvo una escena que no aportaba gran cosa para conocer los detalles de lo ocurrido o la identidad de su agresor. Entre susurros, pues apenas tenía fuerzas para hablar, la mujer contó que iba caminando entre los árboles cuando escuchó unas pisadas poderosas a su espalda. Al girarse recibió un fuerte golpe en la cabeza y perdió el sentido. Eso era todo.
Mientras le narraba los hechos, la anciana había pensado que era la primera vez que veía algo de lucidez en los ojos de la joven. Su historia le hizo recordar algo que había visto, o creído ver, hacía muchos años en el bosque y que había relegado al olvido. Recogía algunas plantas medicinales cuando se dio cuenta de que reinaba un silencio absoluto. Intranquila, aunque sin saber bien el motivo, se apresuró a regresar a casa. En un momento dado le pareció vislumbrar por el rabillo del ojo una sombra de gran tamaño que se movía furtiva entre los árboles. Fue algo tan fugaz que no pudo asegurar que no fuera producto de su mente asustada. Al final, y puesto que no volvió a repetirse, terminó por olvidar por completo el suceso.
***
Pero lo que importa hoy es que Remedios —la loca, la ida, la tarada, la perturbada—, se ha puesto de parto, casi un año después. Hasta para eso ha demostrado ser excéntrica, pues parece haberse saltado las leyes de la naturaleza.
A pesar de todo, y tras echar por tierra el veredicto emitido por la anciana comadrona, se había quedado embarazada. Ella lo intuyó cuando comenzaron las primeras náuseas y la ausencia de menstruación, algo que en principio podría achacar a secuelas por el trauma sufrido, pero lo confirmó al poco tiempo cuando a esos síntomas se le añadió el ligero abombamiento de su vientre, que aumentaba con el paso de las semanas.
En un primer instante tuvo el pensamiento de interrumpir el embarazo, pedirle a Purificación algunas hierbas que la ayudaran a librarse de esa vida que crecía en su interior, fruto de la bestialidad. Sin embargo, poco después una idea comenzó a tomar forma en su caótica mente y la llevó a cambiar de parecer. Siempre había estado sola, desde que sus padres murieron calcinados en el incendio de su casa cuando ella tenía apenas siete años, algo que la gente del pueblo nunca descartó que hubiera sido obra suya, y ahora tenía la oportunidad de dejar atrás para siempre esa soledad. Nadie quiso hacerse cargo de ella y de sus ya notables signos de enajenación, y terminó por criarse sola en esa casa abandonada en las afueras del pueblo. Lo único que sus vecinos le procuraron fue algo de alimento, pero ni una pizca de cariño. No se lo merecía, pensaban, convencidos de que ella había matado a sus padres. Por lo tanto, caviló entonces Remedios, si alumbraba un hijo, carne de su carne, podría tener a alguien que la acompañaría toda su vida y velaría por ella.
Estaba decidido, sería madre. La única madre loca del pueblo, pensó, y esa idea la había hecho reír con interminables carcajadas empapadas en demencia.
***
Purificación contempla el rostro desencajado de Remedios, un rostro que troca en segundos de una expresión de felicidad o agradable sorpresa a otra de puro horror o insufrible dolor. Chillidos de pavor que dan lugar a estentóreas carcajadas; risas desquiciadas que conducen a episodios lacrimosos. Un continuo alternar entre estados emocionales que consiguen ponerle la piel de gallina a pesar de su amplia experiencia como sanadora durante la cual ha sido testigo de algunos comportamientos muy inquietantes y perturbadores. Su extraño y prolongado embarazo no ha contribuido a frenar las demostraciones de locura de la joven, al contrario, la loca parece cada vez más perturbada y la comadrona se pregunta qué futuro le espera a un niño con una madre como esa.
Mas Purificación no está allí para juzgar la salud mental de la parturienta, sino para ayudarla a dar a luz a su bebé, algo que ha venido haciendo durante décadas con todas las mujeres del pueblo que se han puesto en sus manos, ayudando a nacer a gran parte de sus convecinos. Por lo tanto, concentra toda su atención en la joven.
La enajenada mujer aprieta las mandíbulas y exhala con rapidez por la nariz mientras empuja con todas sus fuerzas para intentar sacar al exterior a la criatura que porta en su vientre, abultado de manera extraordinaria como nunca antes ha visto la comadrona. Brillantes chorros de sudor resbalan por su piel y empapan todo su cuerpo.
Haber asistido a decenas de partos le hace distinguir enseguida a Purificación cuándo hay problemas. Y es evidente que algo no va bien. Aunque piensa que es una consecuencia lógica, la culminación de una gestación que se ha prolongado de manera antinatural.
Si pudiera entrar en la mente de Remedios podría percibir el sufrimiento atroz que ella experimenta en sus carnes, sentir su agonía física, ese aparente retorcerse de sus entrañas, como si en vez de un niño tuviera alojada en su vientre una fiera de poderosas garras que se agita con furia en busca de la salida.
De repente, algo oscuro asoma entre sus piernas y la loca expulsa un grito liberador. Sin embargo, pronto se advierte que el pequeño está atascado. Para Purificación es más que evidente lo que ocurre: como se temía, el canal de parto es demasiado estrecho para un niño tan voluminoso. No queda otra opción, debe rajar la barriga de la madre para facilitar la salida al feto. Lo más probable es que ella muera, bien lo sabe, pero si no lo hace es seguro que ninguno de ellos sobrevivirá.
Cuando se dispone a alcanzar el cuchillo que ha traído con ella, y con el que corta siempre ese vínculo físico entre madre e hijo en forma de cordón carnoso, ocurre algo. Un sonido repentino de carne desgarrada la pilla por sorpresa. Lo que ve al volverse le resulta sorprendente y aterrador. A pesar de que Remedios se ha tomado un respiro para reponerse, parece como si el bebé hubiera decidido nacer por su cuenta y atravesar a la fuerza el pequeño hueco que le ofrece su madre para venir al mundo. Un hueco que ahora crece de manera alarmante mientras la sangre comienza a manar de forma copiosa por los grandes desgarros que se producen.
Los gritos de Remedios son estremecedores. El dolor que la atraviesa es inmenso. Espantoso. Demencial.
Sudor, lágrimas, mucosidad y babas se mezclan en su rostro mientras se aferra a la cama con tanta fuerza que sus manos desgarran las mugrientas sábanas e incluso el rudimentario colchón. Es un milagro que no se desmaye.
La anciana comadrona no quiere alargar más el padecimiento de la joven, de manera que sus expertas manos se dirigen al enorme bebé y lo extraen con premura. Cuando lo tiene entre sus brazos, no puede evitar mirarlo perpleja.
—Enséñame a mi hijo —le pide Remedios con un hilo de voz, debilitada por el traumático parto y ajena al parecer al hecho de que se está desangrando.
La anciana mira a los ojos de loca y lo que Remedios capta en su mirada es una mezcla de estupor y profundo temor. En los de ella hay un triple empate entre locura, impaciencia y furiosa determinación.
—¡Que me enseñes a mi hijo! —ordena con más energía.
La comadrona obedece y le muestra temblorosa un niño varón, una criatura de formas angulosas, como perfiladas con un cincel, sin rastro de redondeces y recubierto por algo similar a una capa grumosa de barro húmedo mezclado con líquido amniótico y sangre. Es como tener delante una de las figuras que Ramiro, el alfarero del pueblo, acabase de moldear con sus manos. La única diferencia es que esta figura se mueve sola.
En ese momento el cordón umbilical se desprende solo y se rompe al estrellarse contra el suelo. Purificación contempla los extraños pedazos sin dar crédito a lo que ven sus ojos: son como una mezcla de tripa animal ensangrentada y material terroso.
—¡Dios mío! —musita con un hilo de voz.
El pequeño se echa a llorar de pronto a pleno pulmón con el único rasgo presente en su rostro, una tosca boca sin labios ni movilidad alguna que no es más que una simple oquedad imperfecta. Su llanto, chirriante, semeja el sonido continuo de pasos en la gravilla.
Remedios, la loca, lanza un grito que retumba por toda la casa y sorprende a Purificación por su potencia, pues no comprende cómo ha sacado fuerzas. Pero es que la visión de ese lloroso niño de barro le ha devuelto los recuerdos del día en que fue atacada.
Recuerda el bosque, el sol que brillaba entre las ramas de los árboles, la fragancia de las flores, el relajante silencio… Y de pronto, la sensación de ser observada, que se entrelaza casi de inmediato con el sonido de unos pasos pesados a su espalda. Se gira con rapidez. Una figura se precipita hacia ella. Es irreal, inconcebible, una imposibilidad. Remedios no ha visto nunca nada semejante y, aunque es consciente de que su cabeza no funciona de manera correcta, sabe con certeza que eso no es producto de su mente. Es algo físico: un ser de enorme tamaño que parece hecho de barro reseco y endurecido.
La estatua viviente la golpea con una mano que es una maza. La frente le arde con el impacto y siente enseguida la calidez de la sangre. Luego cae al suelo, medio inconsciente. Su agresor se le echa encima, le levanta la falda y accede a sus partes íntimas. Ella le suplica que no le haga daño, que la deje ir. Sin embargo, pronto comprende que aquello no sirve para nada ante esa mole de rostro plano e inexpresivo, pues es inútil pedirle clemencia a una piedra.
Ella intenta defenderse, pero a duras penas consigue mantener los ojos abiertos. El dolor extremo cuando él arremete con su miembro pétreo y frío termina por sumirla en la inconsciencia.
Purificación siente miedo. No del recién nacido —inofensivo aunque monstruoso—, sino de lo que contempla en los ojos de Remedios y porque tiene la incómoda sensación de que alguien las observa desde que ha llegado a la casa. Sin embargo, en las ocasiones en que se ha girado hacia las ventanas no ha descubierto ningún rostro vigilante.
Nerviosa y ansiosa por irse, entrega al pequeño engendro a su madre casi con violencia y se da la vuelta dispuesta a huir a toda prisa de allí. Pero un golpe atronador que casi arranca de cuajo la puerta de la humilde vivienda la detiene en seco y le hace soltar un chillido histérico. Alguien, tan corpulento y alto que debe agachar la cabeza para no golpearse con el marco, penetra en la casa. La anciana se postra de rodillas ante lo que ve, se santigua y cierra los ojos mientras murmura una plegaria al Todopoderoso.
Remedios no puede apartar la mirada del intruso y el corazón le da un vuelco al reconocerlo: es él, es eso, la cosa que la violó. Ni en sus más alocadas ensoñaciones habría podido su mente imaginar algo tan abominable como lo que tiene delante de ella. El terror pega su lengua al paladar y se ve incapaz de articular palabra.
***
Un grupo de vecinos se ha reunido delante de la iglesia del pueblo, bajo el tórrido sol de agosto. Hace tres días que no saben nada de Purificación y eso es muy extraño. Han mirado en su casa, por si estuviera enferma en cama, pero allí no la encuentran. Lo último que supieron de ella era que se dirigía donde la loca, porque estaba a punto de parir. Por lo tanto, deciden poner rumbo hacia allá.
Cuando se plantan ante la precaria morada comprueban que hay algo irregular. La puerta está reventada, como si la hubieran echado abajo con un ariete. Hay una fetidez en el aire que proviene del interior, algo normal tratándose de Remedios, y el calor ayuda bastante a que se expanda la pestilencia. Por lo tanto, aunque algo extrañados por el lamentable estado de la puerta, pero sin poder descartar que sea fruto de otra de las locura de la mujer, el grupo traspasa el umbral sin tener idea de lo que se van a encontrar.
Lo primero que descubren es el cuerpo inerte de Purificación, rodeado de una nube de moscas que revolotea en la sofocante atmósfera. Su cadáver es un juguete roto y desmadejado, como arrojado contra las rocas desde lo alto de un acantilado. Su rostro aparece desfigurado e irreconocible, aunque su habitual vestimenta negra y su larga melena grisácea, empapada en grumos sangrientos, no dejan duda de que es ella. Remedios yace en la cama, abierta de piernas de manera impúdica. Su vagina es un boquete imposible, una carnosa caverna recubierta de la misma sangre reseca que empapa gran parte de la cama. La acompaña su propia legión de moscas zumbadoras. Su cabeza, reventada contra la almohada, ya no albergará locura alguna nunca jamás.
No hay ni rastro del niño, esa criatura que a partir de ahora paliará la soledad de su padre.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.