El barrio Josefov de Praga es un lugar en el que todavía hoy se perciben los efluvios del misticismo que albergaron un día sus retorcidas callejas. Es inevitable toparse en el sinuoso paseo con edificios contrahechos, jambas y dinteles de madera carcomida y un sinfín de relieves abocados al olvido. En el tramo final de una de esos vetustos callejones que van a morir a ninguna parte se encuentra la puerta de un hogar recóndito castigado por el implacable paso del tiempo; en el interior, la tenue luz de las velas iluminada la estancia penumbrosa.
Un grupo de muchachas se sitúa en círculo a los pies de una anciana que con la pausa necesaria abraza a todas y cada una de ellas con la mirada. La más joven tira de la falda de la vieja con insistencia como quien sacude un manzano albergando la esperanza de recoger un fruto maduro.
—Está bien, está bien… —claudica con tono melifluo.
»Habréis oído una y mil veces la historias del Maharal de Praga y el Gólem. No, no os voy a contar por enésima vez el antiguo mito adulterado a conveniencia… ¿Qué hay de cierto en el eco de una historia tamizada por el tiempo y los intereses de aquellos que la cuentan? No, mis niñas; pocos oídos han recogido hasta ahora las certeras palabras que me dispongo a relataros; y pocos más lo harán. Ocurrió en la época del rabino Judah Loew…
»No tendría sentido detenerse en algunos detalles, pues se hallan perdidos para siempre en las cicatrices de esta historia; únicamente os diré que el secreto mejor guardado de toda Praga terminó por caprichos del destino en manos de tres hombres: un anciano viudo, un rico mercader y un artista converso afincado recientemente en Praga. Tampoco tendré en consideración el nombre de estos, pues ¿acaso no son todos el mismo? Lo que sí os diré, mis niñas, es que cada uno de ellos necesitaba de los otros dos para consumar el poder divino que una vez estuvo reservado al Creador.
»Se reunieron al caer la tarde para discutir el mejor uso que podían dar a la figura de barro a la que insuflarían vida. Acordaron que poseería una forma femenina, pues era algo que respondía a los propios intereses de cada uno de ellos: el anciano añoraba una hija que lo acompañase en el tramo final de su enferma vida; el hombre rico pretendía obtener una bella esposa que no socavase su fortuna; y el joven artista soñaba con una madre que legitimase su reciente conversión. Todavía hubieron de alcanzar un acuerdo sobre quién la poseería en primer lugar, aunque no tardaron en lograrlo, pues la salud del anciano permitiría el pronto traspaso de la propiedad, y unas pocas alhajas fueron suficientes para que el más joven cediera su turno al mercader.
»Aquella misma noche dispusieron la inerte figura de arcilla primordial que el artista había moldeado con sus manos y, como en el propio génesis, lograron insuflarle la chispa divina. Entonces se maravillaron y le dieron a la hermosa criatura el nombre de Elisa. Y así fue concebida con el único fin de satisfacer las necesidades de aquellos tres hombres.
»El anciano mostró un júbilo incomparable durante aquellos primeros días. Fue para él como si su difunta esposa, la que nunca pudiera darle hijos, hubiese resucitado. La creación obedecía solícita las peticiones pues en el momento de llevarla a su hogar el viejo había introducido en el interior de ella una sola indicación: «Sé una hija servicial». La Gólem cumplió con su cometido en todo momento y así, entre otros, encendía las velas el Sabbat para él. Un día, henchido de felicidad, el anciano expresó un deseo en voz alta: que fuese el bello rostro de Elisa lo último que contemplase antes de morir. Ella accedió a sus deseos entonces y con diligencia clavó los firmes pulgares en los ojos del viejo convirtiendo ambos orbes en una pulpa sanguinolenta. Lo cuidó con devoción hasta que murió a causa de las heridas.
»En el instante que el fallecimiento del anciano llegó a oídos del avaro mercader, este pasó a reclamar la propiedad de la Gólem. La orden que introdujo en ella en esta ocasión fue: «Sé una esposa obediente». Los trabajos en el hogar de su nuevo propietario no difirieron de los que había llevado a cabo en casa del anciano. Aprendió de su nuevo amo que los hombres avaros viven aprisionados por la sombra del miedo que proyecta su propia fortuna. Una noche que las calles de Josefov se encontraban agitadas como las aguas de un río Moldova cuando baja crecido, el mercader la llevó a custodiar las puertas de la cámara donde afianzaba los caudales y alhajas de mayor valor. Le ordenó que acabase con la vida de cualquiera que osase cruzar el umbral. La literalidad de la orden provocó que, a la mañana siguiente, cuando cruzó la estancia para comprobar que todos sus tesoros se hallaban a buen recaudo, la Gólem lo estrangulase con la descomunal fuerza de sus delicadas manos. El anuncio de la muerte del rico mercader recorrió Praga como el trueno sigue al rayo y todas las propiedades fueron desvalijadas por completo en los días siguientes; sin embargo, para entonces Elisa ya se hallaba con su nuevo amo.
»A pesar del tiempo que llevaba viviendo en Josefov como converso, el artista percibía en él mismo una mácula de impureza en ojos de sus semejantes; o al menos así lo creía. Como es bien conocido, todo hijo nacido de una madre judía es considerado judío, así que se limitó a introducir en ella una única indicación: «Sé una madre encubridora». Y así fue como Elisa pasó a ser la amorosa madre reencontrada por su hijo años después de que un grupo de malvados cristianos los separase como hiciera Moisés con las aguas del Mar Rojo. Ella siguió cumpliendo con las tareas que él solicitaba, tampoco en esto cambió su realidad. Sucedió entonces que un día la verdadera madre se presentó en el humilde hogar al final de una maltrecha callejuela del barrio de Josefov. Nada más descubrirla, Elisa cumplió con el cometido que le había sido asignado y la devoró sin dejar rastro alguno. El artista, incapaz de soportar la atrocidad que había cometido su propia creación, decidió poner fin a su vida arrojándose desde lo alto de la sinagoga…
—¿Qué fue de la Gólem tras la muerte del artista? —pregunta una de las jóvenes sentada a los pies de la anciana.
—Quién sabe… No todas las historias tienen un final conocido.
Las protestas son generalizadas entre el vivaz cardumen que acude cada semana a oír las historias de la vieja. Las muchachas se despiden al ver que se hace tarde y abandonan el hogar, pero no sin que antes la más joven que ha quedado rezagada dé media vuelta y se acerque a la anciana una última vez.
—¿De verdad no sabes qué le ocurrió a Elisa?
El rostro de la anciana revela una sonrisa provocada por el interés suscitado.
—Nunca más volvió a ser una hija servicial, una esposa obediente o una madre encubridora. El artista, arrepentido por el curso de los acontecimientos, introdujo en ella una última indicación: «Sé mujer». A partir de entonces, pudo decidir por ella misma y logró llevar una vida plena y feliz, sin imposiciones. Créeme si te digo que aún hoy sonríe viendo jugar a las niñas mientras sus envejecidos huesos de arcilla recorren las calles de Josefov.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.