Rubén y su madre. Su madre y Rubén. Él tiene ocho años; ella, Sonia, bastantes más. Los dos se encuentran ahora mismo en la cocina. Cada uno a lo suyo. Ella fríe unas patatas para la comida en una sartén grande que pide a gritos ser arrojada a un vertedero, o mejor, a un ecoparque. Él juega, sentado a la mesa, con un enorme pegote de plastilina policromado que ha conseguido al juntar varios bloques de diferentes colores. Le encanta crear figuras, sobre todo, animales y personajes de cómic. Tiene un don, una gracia innata para dotarlos de gran realismo.
El niño está enfrascado en sus juegos —ahora mismo moldea con sus manos un colorido Increíble Hulk—, pero levanta alerta la cabeza al percibir un leve tintineo metálico. Su madre lo imita. Ambos parecen cervatillos asustados por la presencia de un predador.
Ruido titubeante de llaves en la puerta de la entrada, que se abre tras un leve forcejeo en la cerradura. Rubén se pone en pie como un resorte. Es Augusto, su padre, que vuelve de la calle, acompañado con toda seguridad de su inseparable amigo: el señor Alcohol, de apellidos Sin Medida.
—Ya estoy en casa —anuncia. Las palabras, arrastradas, confirman su estado de embriaguez. Sus andares erráticos lo certifican como la firma de un notario que da fe.
El hombre se asoma a la cocina, se queda allí plantado en la puerta y les lanza una mirada turbia y desdeñosa. El niño se esconde detrás de Sonia. Sabe que cuando su padre llega de esa manera a casa lleva un demonio dentro de su cabeza. Y él le tiene un miedo atroz a ese demonio. Rubén se abraza con fuerza a su madre, tensa como si estuviera intentando desactivar un explosivo cuyo temporizador lleva una cuenta atrás vertiginosa, y ambos contemplan entre expectantes y temerosos al marido/padre.
—¿Qué pasa? ¿Por qué me miráis así? —pregunta. Y en esa pregunta de aparente inocencia ya asoma velada la habitual amenaza, esa burbuja de cólera subyacente que crecerá y se agrandará hasta dar forma a una inmensa esfera destructiva.
Ninguno de ellos contesta. No pueden. Sus lenguas están resecas, tan pegadas a sus paladares como lo están esos imanes que decoran la puerta de la nevera. Su única respuesta es a nivel corporal: el abrazo entre ellos se intensifica y aparecen los temblores. Las lágrimas aguardan a ser derramadas. Están listas para hacerlo en cualquier momento.
—Pregunto que a qué vienen esas miradas —. El tono ha variado; es más severo. Más amenazador. Más como siempre.
Su madre balbucea una respuesta rápida a media voz mientras se toca el ojo derecho de manera inconsciente con una mano temblorosa. Lleva todavía en el rostro el maquillaje que le aplicaron los nudillos de su marido a principios de semana. Negro sobre morado. Los colores del dolor.
Él la quiere mucho —claro que sí, guapi—, lo que ocurre es que su forma de demostrarle su amor es bastante curiosa. En lugar de ramos de flores hay ráfagas de insultos; en lugar de llevarla a una cena romántica en un buen restaurante, la invita a una sesión de golpes a puño desnudo; en lugar de besarla con ternura, abraza su cuello con ambas manos hasta que ella casi no puede respirar. Sí, todo son delicadezas hacia ella. Eso es amor y lo demás son tonterías.
La respuesta de Sonia no resulta ser del agrado de Augusto. Como si alguien hubiera pulsado un interruptor oculto en algún rincón de su cabeza, cambia de un estado de aparente tranquilidad a transformarse en segundos en un ente colérico que brama con la potencia de un millón de voces.
—¡¡¡He preguntado que por qué cojones me miráis así!!!
Ese bramido, que llena toda la casa y se expande hacia el exterior, abre las compuertas de los ojos tanto de la madre como del hijo. Las lágrimas fluyen generosas. Las alimenta el miedo. Qué gran combustible.
Llanto en silencio. Tensión que flota en el aire, densa como el humo de la leña húmeda. Miradas materno-filiales que destilan un terror que se superpone al brillo de las lágrimas. El marido y progenitor los contempla con los puños apretados y ojos en los que, si uno se atreve a asomarse, se puede ver el abismo negro de la brutalidad y la violencia a duras penas contenida.
El mutismo de ambos y su aspecto desamparado —abrazados, llorosos y trémulos—, se le antoja incomprensible, ilógico, un completo sinsentido. No hay motivo para esa reacción, piensa su alcoholizado cerebro. Y ese breve pensamiento es la chispa que prende la hoguera, la espita que libera de repente el gas atrapado a presión, el pistoletazo de salida que dispara toda la energía malrollista acumulada en su interior. La burbuja de cólera ha crecido y se ha hecho mayor de golpe. Y ahí está el resultado: la esfera destructiva.
Un velo rojizo se interpone entre los ojos del padre de Rubén y la realidad. No hay más ciego que el que no quiere ver, dicen, pero en este caso la ceguera no es algo voluntario, es producto de un acceso de ira primitiva, una oleada de pura rabia animal que lo arrastra como a un pelele, una fuerza instintiva que lo maneja a su antojo e inserta una idea radical en su mente: tengo que hacer daño.
Con dos poderosas zancadas llega hasta la pareja. Arranca al niño de un tirón de los brazos de su madre y lo arroja sin contemplaciones a un rincón. El pequeño queda sumido en el llanto, los ojos cerrados con fuerza y las manos bien prietas contra los oídos, para no ver ni escuchar aquello que no quiere volver a ver ni escuchar.
La mujer, sola, indefensa, desprotegida, recurre al único escudo que se le ocurre, el que siempre esgrime ante él: la súplica. Pero como en las anteriores ocasiones, este recurso se revela inútil. Las manazas de su marido hacen presa en ella. Sonia es alzada unos centímetros en el aire por ese hombre con el que se casó un mal día y que no tiene pinta de ir a detenerse por nada. Aun así, ella gimotea un débil «No, por favor» que los oídos de Augusto ignoran. Sin mediar palabra, la estampa contra la nevera, con la misma facilidad con la que hubiera tirado a una papelera los restos de una manzana que acabara de comerse. El golpe con la espalda, demoledor, le arranca un alarido cuando su columna se quiebra y casi consigue derribar la nevera, que se tambalea durante unos segundos como un boxeador noqueado. Sonia queda inmóvil sobre las baldosas; una alfombra con forma humana. Aunque eso no detiene a su agresor, que desgasta sus zapatos con las patadas que esparce generoso sobre ella, y su lengua con los insultos que le dirige.
Patada. Insulto. Patada. Insulto. Patada. Insulto. Insulto. Patada. Insulto. Patada. Patada. Patada...
La cara de su cónyuge es un amasijo sangriento de carne, sin embargo, eso tampoco lo detiene. Su furia es tanta que no le permite apercibirse de que lo que golpea con saña es, desde hace ya rato, un cadáver.
El hombre se gira sorprendido cuando unos puños diminutos golpean su espalda. Es Rubén, que ha roto su inmovilidad y se ha levantado en un intento tardío y desesperado de defender a su madre de la brutal agresión. Un único pero contundente manotazo en la cara y el enrabietado niño sale disparado hacia atrás como un proyectil humano. Su cabeza golpea contra el canto de la mesa donde jugaba momentos antes y una grieta escarlata florece muy cerca de su oreja izquierda. El suelo lo recibe con los brazos abiertos y lo acuna maternal en su semiinconsciencia.
El velo rojizo desaparece y Augusto parpadea confuso, recién salido del trance al cual lo ha arrastrado el alcohol y que lo ha llevado casi al paroxismo de la violencia. Horrorizado por lo que ve —y por lo que acaba de hacer—, su mirada alterna entre los dos cuerpos abatidos. Rubén, mirada soñolienta, brecha en la cabeza, ligero balbuceo, da la impresión de encontrarse en mejores condiciones que Sonia. Su mujer es la que presenta peor aspecto y por eso se arrodilla raudo ante su cuerpo. La abraza con desesperación al comprobar que no respira y entonces comienza a mecerla, adelante y atrás, adelante y atrás, adelante y atrás. Y aunque su voz rota, desgarrada, diga que no una y otra vez —una única sílaba repetida en un bucle que parece no tener fin—, nada se puede hacer ya. Su mujer, esa misma a la que debería haber amado y protegido, ha muerto a sus manos.
Rubén se siente extraño. Su mente se puebla de pensamientos disparatados y de ideas incoherentes. Se encuentra en un estado intermedio entre la consciencia y la inconsciencia. Un limbo que no le permite saber a ciencia cierta qué es real y qué es imaginado. Porque debe ser su imaginación la que le hace ver a su madre de pie ante él, sonriente e ilesa, resplandeciente incluso, cuando al mismo tiempo la ve tirada en el suelo, inerte, desfigurada y con el rostro bañado en sangre. El niño parpadea y su madre, la viva, la que le sonríe con ternura, desaparece. Una punzada de dolor que proviene de algún lugar de su cabeza le despeja la mente de inmediato. Por unos instantes, sus ojos se abren por completo y captan la escena con toda su dramática realidad: su madre en el suelo, despatarrada y sangrante, como un animal muerto, como aquel perro que vio un día atropellado en la carretera cuando tenía cinco años y que se quedó grabado para siempre en su inocente mente infantil. A su lado, su padre, recién estrenado como asesino, gimotea mientras la sostiene en brazos y le acaricia la destrozada cabeza, ora con una mano, ora con la otra. Esos mismos brazos y manos que tantas veces han plasmado su huella de crueldad sobre ellos dos.
Rubén se ve superado, avasallado por una incapacidad absoluta para comprender lo que acaba de contemplar; actos inconcebibles para su tierna edad.
El dolor. La pérdida. La tristeza. El miedo. Bullen en su mente como elementos de una pesada amalgama que hunde su corazón en un pozo de pesadumbre infinita.
Y por debajo de todo eso comienza a emerger un sentimiento nuevo y poderoso dirigido a su padre, el culpable de todo. Una oleada de hirviente energía que surge desde lo más profundo de su ser y que pugna por salir al exterior. El niño desconoce lo que siente, pero sabe por instinto que es algo que un crío de su edad no debería sentir. Percibe su naturaleza negativa, una fría negrura que su alma rechaza y le exige liberar.
Un nuevo vistazo a su lloroso padre y al cadáver de su madre provoca en su interior un estallido de esa malsana energía apenas contenida. Necesita librarse de inmediato de ella o de lo contrario, intuye, lo consumirá por dentro.
Esa liberación comienza a presentarse como un molesto y creciente zumbido en sus sienes. No tiene nada que ver con ese agradable cosquilleo que le recorre la nuca cuando a veces se queda mirando cualquier objeto y este se mueve solo; o cuando adivina los pensamientos de la gente; o en esos indescriptibles momentos en los que se ha sentido salir fuera de su cuerpo. Cosas que no le ha contado nunca a nadie, ni siquiera a su madre.
Esto es diferente. Mucho más peligroso. Y destructivo.
Pero el pensamiento se le nubla por momentos y la inconsciencia amenaza con volver a abatirse sobre él. Tiene que actuar. Ya.
Antes de perder el conocimiento por completo, el niño proyecta su mirada, junto a toda esa negrura indeseada de su interior, sobre el Hulk de plastilina que acababa de hacer sobre la mesa. Después, el telón baja, los focos se apagan y él se sume en la oscuridad.
Sobre los fogones, las patatas olvidadas se queman en la sartén. El olor llega hasta un ausente Augusto que, de manera mecánica, se levanta, las aparta del fuego y apaga la llama. Luego vuelve junto a Sonia y prosigue como si nada lo hubiera interrumpido. Así continúa hasta que se duerme. En ningún momento ha pensado en su hijo.
***
Augusto despierta horas más tarde, el cuerpo entumecido, las manos enguantadas con el rojo de la sangre. Tenía la esperanza de que lo ocurrido hubiera sido un mal sueño y que al despertar su mujer seguiría viva y se la encontraría allí de pie, a punto de terminar de hacer la comida. Sin embargo, la realidad es despiadada y le muestra la verdad con crudeza implacable. El uxoricida solloza, blasfema y se maldice. Nada de eso le devuelve la vida a Sonia.
Ya casi ha oscurecido del todo. El silencio se ha adueñado de la casa, que se ha llenado de sombras y también del olor de las patatas requemadas. Rubén es un bulto oscuro al otro extremo de la estancia y Sonia es un cadáver todavía fresco en las manos de su asesino, quien de pronto advierte que una de las sombras, enorme, parece cobrar vida y deslizarse por la cocina en dirección a él. Augusto lo achaca a la conmoción por lo sucedido, que provoca que su mente no perciba las cosas con claridad.
La sombra adquiere corporeidad al acercarse despacio hacia él, que por fin comprende que lo que contempla es alguien real. Alarmado, se obliga a levantarse para intentar verlo mejor. Le llaman la atención sus movimientos, que se le antojan algo titubeantes. Augusto apenas percibe otra cosa del intruso que su inmensa y oscura silueta, pero a pesar de la escasa iluminación, se le adivina un cuerpo (¿medio desnudo?) musculado de forma exagerada, con una envergadura fuera de lo normal. El ruido que producen sus pasos al andar suena como si caminara sobre cojines mojados. Augusto percibe que hay algo muy poco natural en el imponente desconocido que tiene delante y comienza a sentir miedo.
—¿Quién eres? ¿Qué quieres? —pregunta tembloroso.
No hay respuesta por parte del otro, que recorta la distancia con su caminar errático, como de alguien que acaba de aprender a andar. Flota en el aire cierto olor, un efluvio químico que desprende el gigante y que posee un matiz muy peculiar que le resulta familiar a Augusto. Aunque intenta recordar qué es, no lo consigue.
La mole silenciosa se planta ante él y apresa su cintura en un abrazo férreo con sus dos manos descomunales. Pero Augusto es un hombre de recursos. Con una mano alcanza el cuchillo que ha usado Sonia para pelar las patatas y lo hunde hasta el mango en el cuello de su rival. La reacción de este es nula, como si no lo hubiera rozado siquiera. El hombre repite la operación varias veces con el mismo resultado. El gigante —o eso que parece un hombre gigantesco— no se inmuta, no se queja ni afloja su presa. El miedo que siente Augusto se ramifica y alcanza hasta la última partícula de su ser. Quiere gritar, pero el aire se niega a salir de su garganta. El cuchillo cae de sus manos y pierde toda esperanza de salvar la vida. El intruso acerca su rostro a escasos centímetros del suyo y el olfato de Augusto se satura con aquel olor conocido que desprende y que resulta esquivo a su memoria.
Gracias a la claridad que penetra por la ventana de la cocina, y que allí disipa parte de la penumbra, Augusto puede por fin contemplar la cara de su atacante. Y entonces advierte cierta familiaridad en sus embrutecidos rasgos. Esa cabeza cuadrada, esa frente plana, esa nariz chata y diminuta... las ha visto antes, aunque no recuerda dónde. Le desconcierta que su piel desnuda parece ser de varios colores y, sobre todo, que sus ojos no se distinguen, como si… «como si no tuviera», dice una voz en su interior, y la imposibilidad de estos hechos le hace plantearse que todo sean imaginaciones producto del miedo incrustado en su cerebro.
Dos cosas simultáneas ocurren en ese momento de confusión:
1. Se produce la conexión entre sus neuronas que le permite recordar e identificar ese peculiar olor olvidado.
2. La voz interior le susurra la identidad de su agresor.
Augusto no da crédito a la revelación; es algo inconcebible. Inimaginable. Una auténtica locura que lo desarma por completo. El horror desboca su corazón. El asesino llora, gime y suplica, igual que lloraron, gimieron y suplicaron tantas veces Sonia y Rubén, pero su verdugo —pues ahora sabe que ese es el papel del coloso— le corresponde con la misma piedad que él les ofreció a ellos.
El gigante abre la boca en un gesto que semeja un bostezo descomunal. Luego alza al aterrado hombre en el aire e introduce su cabeza en ella. La mantiene allí atrapada como un perro con un hueso entre sus fauces. Augusto gruñe y patalea desesperado cuando se ve privado del aire necesario para respirar, pero su captor no afloja la presa. Tras unos instantes de inútil forcejeo contra su formidable rival, su cuerpo queda inerte.
Cuando el hombre exhala su último suspiro, la criatura abre la boca y lo deja caer al suelo. A continuación se queda en completa inmovilidad. La fuerza que le insuflaba vida y lo mantenía en pie se desvanece y el coloso se desmorona como un castillo de arena golpeado por las olas.
Sobre las baldosas de la cocina, junto al cuerpo inerte de Augusto, no queda nada más que una masa multicolor informe de material maleable que empequeñece poco a poco hasta quedar reducida al tamaño y forma de un inocente Increíble Hulk de plastilina moldeado por las manos de un niño.
Al otro extremo de la cocina, un Rubén inconsciente parece sonreír en sueños.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.