LOS PECADOS DEL PADRE
Jaime evocó de las imágenes de aquel maldito sueño una vez más, mientras notaba en la boca un sabor a tierra mojada, tan desagradable como familiar.
“En mi sueño chapoteo en un agua fangosa. Noto como el barro se adhiere a mi piel, como nubla mi vista, se cuela por mi garganta hasta llegar a mis pulmones. Me agito frenéticamente e intento llegar a la superficie. Abro con desesperación mis ojos y veo figuras vagamente humanas emerger del barro para volverse a hundir en él. Quiero gritar pero solo un gorgoteo sale de mi boca. Entonces despierto.”
La doctora tomo un par de notas y guardo silencio, aguardando la reacción de su paciente. No tuvo que esperar mucho.
— ¿Por qué tengo que contarle mi sueño una y otra vez?
—Porque se niega a hablar de la verdadera raíz del asunto.
— ¿Mi padre?
—Su padre adoptivo —corrigió la psicóloga.
—Ya he hablado largo y tendido de mi padre, de mi adopción, de mi infancia… ustedes los loqueros todo lo atribuyen a un padre brutal o a una madre castradora. Pero mi padre fue un hombre bueno, alguien que me sacó del orfanato y me dio una oportunidad en la vida. Si he desaprovechado esa oportunidad es cosa mía, no de papá.
Jaime Barroso sacó un cheque del bolsillo de su chaqueta, lo dejó en la mesa con un bufido y se acercó a la puerta.
— ¿Volverá, señor Barroso?
—No lo sé—gruñó él al salir. Reprimió el portazo.
Un anciano vestido de negro saludó con la mano al verlo. Jaime, pese a su enfado, se detuvo y respondió con un leve gesto de la barbilla. El viejo sonrió dejando a la vista su dentadura de imitación. Sus ojos quedaban ocultos tras unos lentes ahumados y redondos que se apoyaban en una nariz afilada.
— ¿Acaso le han tratado mal? —dijo aquel hombre con un leve acento extranjero.
—No, pero si quiere tirar su dinero hay sitios mejores para hacerlo.
El tipo de negro rió lentamente, y su risa pareció congelar el aire. La doctora asomó y aquel hombre se despidió con un “hasta la vista” y entró renqueando en el despacho. Jaime, por su parte, decidió caminar hasta el gimnasio que regentaba y que era base de operaciones de los varios negocios que dirigía: representación de boxeadores, agencia de guardaespaldas y cobradores de deudas. Todos ellos podían calificarse de turbios y ninguno hubiera recibido la bendición de Elías Berkowitz, su padre, pero él no poseía ni la inteligencia ni la astucia de su progenitor. Lo suplía con una descomunal fuerza y una disposición innata a utilizarla, y eso, en su sector, era muy útil.
Tras una caminata entró en su gimnasio donde el Negro Páez cruzaba los puños con un sparring. El joven aspiraba al campeonato del peso wélter de Uruguay y luego, con un poco de suerte, alcanzar el circuito estadounidense, donde estaba la plata y la fama. El mismo camino que emprendió él mismo hacía ya cerca de una década. Pero aquella ruta está llena de trampas y sinsabores, como bien sabía. Una falsa acusación de tráfico de drogas arruinó sus sueños. Dos años en la canasta y todas sus ilusiones puestas en fuga. Y allí, en lo más profundo del pozo se enteró de la muerte de su padre.
Libre y de vuelta en Uruguay, Barroso trató de averiguar el modo en que falleció su padre, más no logró nada en claro. Como el resto de su vida, la muerte de Elías Berkowitz oscilaba entre el misterio y la tragedia. Judío letón, había salvado su vida en Auschwitz de puro milagro, aunque milagro era un término equívoco pues implicaba una intervención divina y, en su caso, más bien se debía a la mano del diablo. Elías debía su vida a un pacto con un jerarca nazi, aunque Jaime no sabía ni quien ni qué era lo que obtuvo a cambio pero debió ser lo bastante importante como para salvar el pellejo del judío, por lo demás un ingeniero químico excepcional y un docto estudioso de los libros sagrados. Pero, al fin, el diablo quiso cobrar la deuda. Murió solo, de un disparo por la espalda, en su hacienda del departamento de Soriano. La policía archivó el caso de asalto y robo, con tres vidas cobradas: su padre, la cocinera y Simón, el criado mudo de Elías. Qué no hubieran forzado la caja y hubieran despreciado dos lingotes de oro no pareció levantar sospecha alguna.
Jaime si indagó, aquí y allá. La plata del viejo le permitió abrir el gimnasio y montar la agencia de guardaespaldas aunque muchos decían, tal vez no sin razón, que de matones y pistoleros hubiera sido una descripción más exacta. Por más que rebuscó en lo peor del lumpen oriental, no halló rastro alguno de los criminales. Entonces empezaron los sueños recurrentes que le habían llevado a la consulta de la doctora Ramírez.
“Boliche”, uno de sus empleados, le sacó de sus pensamientos.
—Patrón, tiene visita.
— ¿Quién?
—Un viejo vestido de negro. Por el acento es gringo o boche. Viene escoltado por dos gorilas.
—Que pase al despacho, él solo. Si los escoltas se ponen tontos llamáis a la agencia y que vengan Souza y Ricci.
Jaime Barroso se sentó tras su escritorio, comprobó que su beretta estaba cargada, quitó el seguro y la dejo en el cajón medio abierto. No se sorprendió al ver entrar al viejo de la consulta, con su piel del rostro tan atezada y pegada al hueso que parecía un cadáver vuelto a la vida. Un sombrero evitaba que la calva completase esa impresión.
— ¿Puedo pasar?— preguntó.
— Ya está usted dentro — respondió Jaime, con un mal disimulado fastidio. — Siéntese, por favor.
— Es un placer conocerle. He seguido su carrera en el boxeo, usted era de los buenos. Lástima de charranada que le jugó su representante. ¿Fueron tres años?
— Dos. Parece que lo sabe todo de mí. Y yo no conozco nada de vos. Eso no me gusta.
El viejo soltó una carcajada.
— ¡Directo y sin ambages! Es usted como tu padre.
— ¿Conoció a mi padre? —inquirió Jaime.
— ¡Claro! Éramos amigos desde que nos alojamos juntos en el mismo “hotel” — fijo remangándose la camisa y mostró un viejo tatuaje—. Así nos marcaban en Auschwitz, como si fuéramos reses.
Barroso recordó a su padre y aquellas noches de alcohol y lágrimas en las que hablaba en yiddish con sus fantasmas.
— Sabrá entonces que mi padre murió. Fue asesinado por desconocidos.
— ¿Y si no fuesen desconocidos? Supóngamos que alguien le diese los nombres de esos criminales, ¿qué le parece? Apuesto a que algo haría al respecto —dijo el hombre de negro con una risita.
— Sí que haría algo. Empezaría por preguntarle al tipo que me ofrece la información, ¿quién diablos sos? Si crees que puedes venir a mi gimnasio, decirme que eras amigo de mi viejo y que me vas a dar los nombres de las personas que más deseo saber, o me tomas por un gil o vos sos el atorrante más grande de la República Oriental del Uruguay.
El anciano sonrió y alargó la mano.
—Soy Aarón Goldstein. Trabajé con su padre en Auschwitz, entregando a los nazis uno de los secretos de nuestra raza y gracias a ello salvamos el cuello.
— ¿Qué secreto?
—Gólems —respondió Goldstein —. Sí, no me mire de ese modo. Sabe de lo que hablo. Creamos varias compañías de gólems, soldados imparables, que no sentían dolor ni remordimientos y permitieron resistir al Tercer Reich un año. No se pudieron fabricar en masa, por suerte.
Jaime carraspeó, impaciente.
— Eso paso hace mucho tiempo, ¿por qué le costó la vida a mi padre?
— Estoy al servicio del estado de Israel. Y pedí a su padre que fabricase de nuevo gólems. Hace dos años, en solo seis días, pusimos a los árabes en su sitio, pero esto no durará eternamente. Los gólems serían un arma definitiva para asegurar el futuro de pueblo judío.
— Me importa un carajo el futuro de Israel. Quiero los nombres de los asesinos. Supongo que me los dará de buena gana, honrando la amistad entre vos y mi padre.
— Por supuesto. Y supongo que usted, de buena gana también, me entregará los papeles robados a su padre.
Jaime soltó una carcajada amarga.
— ¿Quiénes son?
— ¿Eso quiere decir que hay trato?
— No le voy a dar la macana a mi viejito de que sus papeles anden en manos de su asesino.
— Bien, aquí tienes —dijo Goldstein alargando un sobre abultado, de color marrón—. Dentro encontrarás un dossier con los nombres de esa gente: dos palestinos y dos rojos uruguayos, cercanos a los tupamaros, que colaboran con el FPLP.
— Trato hecho, pero como me salga trucho y esto sea una chicana, se va a encontrar un agujerito en la cabeza —amenazó Barroso.
— Cumpla el trato—dijo secamente el viejo, mientras se levantaba.
—Un momento, capo. Dígame, ¿qué hacías vos en la consulta de una psicóloga?
Su interlocutor sonrió una vez más.
—Lo sabrás en su momento.
*****
Jaime Barroso esperaba en la consulta de la psicóloga como quien espera su turno en el confesionario. Al fin y al cabo había matado a tres personas en menos de un mes.
Al primero, un joven de rasgos semíticos, lo mató de dos certeros navajazos, tan rápidos y eficaces que cuando el muchacho cayó al suelo todos creyeron que le había dado un síncope. Para cuando la verdad manó a borbotones, él se hallaba lejos.
Al segundo lo ejecutó a distancia, de un disparo con su rifle dotado de mira telescópica. La bala hizo un pequeño orificio al entrar en el cráneo, provocando una erupción de sangre y masa encefálica en el extremo opuesto.
Los dos que quedaban eran los que podían tener los papeles de su padre. Empezó por Emilio Zárraga, encargado de negocios en la embajada de Panamá. Vivía solo en un chalecito solitario en la carretera de Montevideo a Punta del Este. Se coló en la casa y, aprovechando la ausencia del dueño, buscó los documentos de su padre con la minuciosidad de un sabueso, pero solo halló dinero y fotos con contenido homosexual.
Jaime esperó la llegada de Zárraga, que llegó pasada la medianoche. El hombre no pudo reaccionar, cada golpe era una tortura. Pidió clemencia y solo recibió una petición: los papeles de Elías Berkowitz. El panameño negó su posesión, abrió su caja de caudales y ofreció todo su contenido a Barroso. Pero no estaban los que deseaba. Sucedió entonces algo inesperado. Emilio Zárraga tocó la frente de su asaltante y comenzó una letanía en un idioma extraño. No la terminó. Dos balas en el pecho fueron la respuesta de Jaime.
Quedaba un nombre. El último. Seguramente la policía y, sobre todo, los terroristas, estarían atando cabos. Tenía que dar carpetazo al asunto y pronto.
Por eso había solicitado una última consulta. Tal vez en ella la doctora le diese la clave de ese maldito sueño. Y, de paso, los papeles que necesitaba. Porque el último nombre era Rebeca Ramírez.
Ya en el despacho, la doctora dijo:
— Hoy hablaremos de su padre.
—Doctora, ya le dije que… —pero ella le mandó callar con el dedo.
—Su padre, Elías Berkowitz, era un genio. Logró lo que nadie había conseguido antes: gólems autónomos e indistinguibles de un humano. Su vida fue un incesante huir: emigró de Riga a Praga huyendo de los soviéticos, tras la anexión de Bohemia, dio el salto a Varsovia donde los generales polacos, pomposos y cargados de prejuicios, despreciaron su ofrecimiento. Después, el gueto, la pérdida de su mujer, el, la deportación a Auschwitz y al fin el Sonderkommando 470.
Barroso trató de disimular su sorpresa. Estaba bien informada, pero todos eran datos relativamente accesibles. Decidió esperar y ver a donde quería llegar esa mujer.
—En Auschwitz conoció al Sturmbannführer Gunther Weber. Un psicópata de la peor calaña, a quien ofreció el secreto a cambio de la vida y la de su hija Hanna.
—Eso fue hace mucho tiempo.
—Hablemos entonces de algo más reciente. Hablemos de ti, de cuando eras niño. Cuéntame.
—Crecí en un orfanato de Montevideo hasta que con doce años me adoptó Elías.
—Eso ya me lo has contado mil veces. Dame detalles, dime quién era tu mejor amigo, cómo era el hábito de las monjas, cuándo te peleaste por primera vez. ¿Cuál es tu primer recuerdo, Jaime?
Él no respondió. Rebeca continuó.
—No tienes recuerdos. Nunca has tenido un amor, mujer u hombre, solo fidelidad a tu padre. O mejor dicho, a tu creador. Porque tú, Jaime Barroso, eres un gólem.
Aquello fue demasiado para Jaime, que se alzó del diván con intención de sacar su arma y acabar con aquella mujer. Pero cuando se giró hacia ella, esta le apuntaba con un revólver de grandes dimensiones.
—Tire el arma —ordenó la doctora. Él obedeció—. Soy Rebeca Klein, del Mosad.
Barroso levantó las manos mientras buscaba una salida.
—No te esfuerces, no tienes escapatoria. Dos compañeros míos están esperando fuera. Deberían ser cuatro, pero mataste a dos. Y al pobre Zárraga, que colaboraba con nosotros. Todo por vengar la memoria de tu padre. Obediencia ciega.
Jaime tragó saliva, en espera de nuevas revelaciones.
—Eres un gólem, por eso no tienes recuerdos más allá de los cuatro o cinco que te inculcó Elías. Tu sueño es el recuerdo de tu nacimiento. El proceso de creación de un gólem incluye el uso de un esqueleto de un muerto reciente, aun con el cerebro en buen estado. Lo llevan al pozo de barro y lo sumergen una y otra vez hasta que la arcilla sustituye al músculo. El resto del proceso no lo conozco, pero el resultado final es indistinguible de un humano en apariencia, pero en realidad es un esclavo sin más deseo que obedecer.
“Elías fabricó muchos en Auschwitz Birkenau. Material tenía de sobra. Una compañía permitió resistir a los alemanes de Curlandia hasta el final de la guerra, otra combatió en Berlín para dar tiempo a los jerarcas nazis a huir. Los rusos usaban fusiles antitanque para matarlos. Por suerte, el proceso de producción era lento. Cuando Auschwitz fue liberado, Elías intentó olvidar su pasado. Había perdido a su mujer, su hija Hanna había sido trasladada a Theresienstandt y no la pudo localizar. El peso de la culpa por haber colaborado con los verdugos le atenazaba. Migró a Sudamérica e hizo fortuna como ingeniero químico. Solo volvió a crear un gólem, que sepamos. Tú.”
“Su amo, Weber, también huyó. Se tatuó un número como si fuera un prisionero y su físico demacrado hizo el resto. Adoptó un nombre judío…”
—Goldstein.
—Vas atando cabos. Weber localizó a tu padre y le presionó para entregar sus secretos. Como se negó, lo asesinó. Pero el secreto se perdió. Weber creía que lo tenía escondido o lo había entregado al Mosad. Y te está usando para intentar conseguirlo.
Jaime apretó los puños.
—Vamos a por él.
Rebeca tocó un timbre y dos hombres, armados con uzis, entraron.
—De acuerdo pero antes, dame dos puñetazos.
*****
— ¿Por qué has traído a esta furcia?
El anciano, a quién el incómodo viaje hasta la hacienda de Berkowitz había puesto de mal humor.
— Ella sabe dónde se esconde el secreto que queremos encontrar.
— Veo que sabes cómo tratar a las de su calaña —dijo Weber al observar dos hematomas en el rostro de la mujer.
— Es cuestión de hacer las preguntas clave aplicando la fuerza necesaria.
—Vamos, que nos guíe hasta los papeles.
— Calma, capo, calma. Antes, tengo una de esas preguntas clave. Para ti.
Weber se sorprendió y sus hombres sacaron unas pistolas de su chaqueta. Jaime no se inmutó.
—Dime Aarón Goldstein, ¿cuál es el número tatuado en tu brazo?
El viejo puso cara de no comprender.
— Mi viejo, y cualquier prisionero de Auschwitz, podía decirlo al instante, porque si no… ¡bang! —dijo Barroso llevándose dos dedos a la cabeza—. Mi viejo era el 202501. ¿Por qué vos no lo sabés? ¿Tal vez porque nunca fuiste prisionero si no verdugo? ¿Tal vez porque más arriba llevás tatuado tu grupo sanguíneo Sturmbannführer Weber?
De inmediato, los dos guardaespaldas abrieron fuego. Barroso se lanzó en pos del nazi mientras sentía como las balas penetraban en su corpachón sin que apenas sintiera dolor. Oyó a su espalda como ladraban los subfusiles del Mosad, los gritos de dolor de los escoltas al recibir los disparos y las súplicas de Weber antes del crujir de su cráneo ante el impacto de su puño. Golpeó una y otra vez hasta que se hizo el silencio solo roto por el jadeo de su propia respiración.
Cubierto de sangre, sonrió satisfecho. Había vengado a su padre. Se giró. Rebeca estaba allí, con el rostro marcado y un revólver Magnum apuntando directamente a su cabeza. El disparo retumbó en sus oídos antes de destrozar su cerebro. Un último pensamiento le transportó a un pozo de barro en el que se hundió plácidamente.
— ¿Qué has hecho, Rebeca?
—Cumplir órdenes y acabar con los gólems. Enterradlos.
Sus compañeros obedecieron. Ella entró sola en la casa, se dirigió al despacho de Berkowitz. Colgada en un lugar preferente estaba enmarcada una foto de Elías junto a una niña.
—Misión cumplida, Hanna.
EPILOGO
— Papá, ¿puedo acompañarte? Cuando sales, paso mucho miedo.
— Sabes que no puede ser.
—Es por los hombres de barro, ¿verdad? ¿Son malos?
—No Hanna, solo obedecen lo que les manda su amo.
—¿Por qué no me haces uno? Me haría compañía.
Elías reflexionó un momento.
—Está bien.
— ¡Qué sea chica!
— ¡Por supuesto! Y, ¿cómo la llamamos? Los gólem necesitan un nombre para funcionar.
La niña reflexionó un instante.
—Rebeca.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.