Así circulaban las noticias en la mina, como regueros de pólvora trazados en el suelo: rápidas, imparables, sinuosas. Cualquier mínima chispa podía encender la mecha y generar inmediata combustión. Algo tan pequeño como una conversación sorprendida entre dos guardias por un inesperado testigo.
Ivanka se encontraba lavando el mineral cuando el vigilante de esa sección, un individuo malencarado al que apodaban Blini, «gachas», por el color grisáceo de su piel, fue sorprendido por un compañero, que se acercó a él con pasos rápidos y expresión consternada.
—Otro más —jadeó, tan solo, el recién llegado, seguro de que Blini entendería.
Desde luego, lo hizo: dio un respingo tan brusco que hizo tintinear las cadenas que llevaba colgando del cinturón para mantener a raya a los presos.
—¿Igual que…? —preguntó con voz estrangulada.
—Lo mismo.
Ivanka no gozaba de muy buena vista pero su oído, en cambio, era realmente extraordinario. Así que, cuando Sven se acercó aún más a Blini, para susurrarle al oído, ella pudo seguir la conversación sin esfuerzo, mientras realizaba sus tareas y fingía no enterarse de nada.
—Aplastado —bisbiseó Sven—. Brazos y piernas arrancados de cuajo, como si fuera un muñeco. Sangre por todas partes. Todo igual.
—¿Y qué vamos a hacer? ¿Cómo han podido estos animales…? —miró alrededor y su frase se cortó de cuajo en el instante en que su mirada se paró en Ivanka—. Eh, tú —gruñó—, largo de aquí. Ya terminarás luego.
Ivanka recogió los bártulos y se escabulló deprisa, con la vista baja, sin emitir un sonido. No importaba, sabía que esas pocas migajas de información recogidas eran suficientes. Tenía toda la jornada para darles vueltas y encontrarles significado.
Otro más… Iguales… Sangre… Miembros…
Pocas palabras, pero significativas. Uno, sabía que los guardias solo se preocuparían así por uno de los suyos. Ninguna muerte de los de ella resultaba noticia. Así que había que suponer que algún guardia —en realidad dos. O al menos dos, se corrigió— había perdido la vida. Tampoco debía de tratarse de un accidente normal: habrían sobrado la intriga y los detalles. Y también el secreto. No, lo que había oído Ivanka era otra cosa. Era toda una noticia. Una de la que alegrarse.
Pasó las siguientes horas fantaseando sobre distintos guardias aplastados, desangrados y hechos trizas. Sonriendo en la oscuridad de la galería que le tocaba picar. Y cuando, al final del turno interminable, los devolvieron a la aldea, tenía su historia completa y lista para comunicar a los demás. Ya solo tuvo que dormirse y soñar con ello, y su gente supo lo mismo que sabía ella.
***
La abuela Petra, la persona más vieja de Drna, aseguraba que la vida no siempre había sido de esta forma. Juraba que su abuela de sangre se lo había contado una y mil veces; que cuando era niña la mina no existía. Que la abrieron luego. Que vinieron unos hombres del oeste y pusieron marcas en el suelo, dentro del bosque. Y luego trajeron más hombres de fuera y les dieron uniformes grises y gorros de piel para convertirlos en guardias. Y después reclutaron a todos los suyos, les obligaron a vestir trajes de rayas y a llevar gorras en la cabeza, y así los hicieron mineros. Entonces tuvieron que talar los árboles y empezaron a cavar la mina, y esta fue creciendo bajo la tierra y transformando los alrededores. Convirtieron los antiguos campos de cultivo en escombreras y depósitos de mineral. Arrasaron el pueblo y levantaron cuatro barracones: uno para las viejas que no podían trabajar la mina, para que se ocuparan de la comida y la ropa de todos; otro para las mujeres y las niñas; uno más para los hombres; y, el último, el más grande y abrigado, para los guardias. Con sus propias provisiones y su propio «personal de servicio», reclutado a dedo entre los esclavos.
Tras eso, no hubo ya escapatoria. Quienes no eran guardias, eran presos. Esclavos encadenados a la rueda desde el día mismo en que nacían. Trabajo, trabajo y trabajo; un rancho escaso a mitad de jornada y otra exigua ración al final de la misma. Nada de medicinas ni descanso, solo las escasas seis horas de la noche, amontonados en los barracones de sueño. Una semana de apareamiento forzoso al año, no para su placer sino para dar esclavos a la mina. Interminables días, todos iguales, hasta que enfermaban y morían.
La vieja Petra había compartido esos sueños con ellos muchas veces, pero Ivanka no sabía si creerla: a la abuela se le empezaba a volar la cabeza, todos lo sabían. A menudo se quedaba ensimismada sobre las gachas de avena, sin dejar de dar vueltas con el cucharón de madera, con la mirada perdida en un punto inalcanzable, lejos y muy adentro.
Tal vez no fuera más que el delirio de una vieja loca que idealizaba el pasado para escapar del presente. Razones, desde luego, no le habrían faltado.
***
Ivar había tenido el mismo sueño tres noches seguidas. Y tenía la sensación de que los demás hombres dormidos a su lado habían transitado la misma senda. La gente —la gente de Drna, claro, los guardias no entraban en esa categoría— soñaba siempre sueños conjuntos. En la vigilia poco podían hablar entre ellos, en cambio, cuando dormían, se comunicaban de algún modo. No sabía si había sido así siempre o era cosa de las actuales generaciones, el caso es que se trataba de una habilidad que tenían todos instaurada. Era como si hubiera un pensamiento colectivo, un lenguaje mudo que les perteneciera únicamente a ellos. Solo que no podían invocarlo a voluntad. Se manifestaba solo con la inconsciencia.
Ivanka había logrado comunicarles en sueños lo que había descubierto. E Ivar, y suponía que el resto, había sentido la misma rabia de la chica, su mismo odio supurante y, a la vez, el mismo regocijo ante la destrucción brutal del enemigo.
Había habido otros sueños parecidos, tiempo atrás; todos lo sabían. Sueños de rebeldía en los que se conjuraron para enfrentarse a los guardias y poner fin a su sufrimiento. Sueños que llevaron a la acción pero terminaron aplastados, con los rebeldes muertos, quemados, destruidos hasta su esencia. Arrancada de cuajo la mala hierba, como habían dicho los guardias.
Las viejas decían que volvería a pasar, tarde o temprano, pero Ivar no lo creía. Estaban demasiado debilitados y faltos de esperanza. Demasiado resignados a su suerte.
Por eso el miedo y la asfixia poblaban sus sueños desde hacía varias extracciones de mineral, y en sus mentes ya solo cabían la oscuridad y el furor.
***
Mirko bajó ese día a la mina dándole vueltas a lo soñado, conjeturando sobre la identidad de las víctimas y deseando con ardor que uno de los muertos fuera Gunther, el guardia que le dedicaba sus atenciones desde que Mirko había alcanzado la pubertad. Primero tratando de ganárselo con raciones extra de comida, descanso, o cualquier otra cosa que un esclavo como él pudiera encontrar irresistible. Y después, en vista de su continuo rechazo, amenazando con descuartizarlo y arrojar sus restos a la enorme caldera de la mina. Bien, hacía varias jornadas que Gunther no venía a buscarlo, cosa extraña, y Mirko esperaba con todo su corazón que fuera porque yacía, aplastado y desmembrado, en alguno de los almacenes.
Llegó hasta su puesto de trabajo, en la galería 7, una de las más estrechas y agobiantes de todo la mina y allí, para su consternación, vio que lo esperaba el sucio Blini.
—Chico —dijo este, la voz teñida por una extraña excitación—, Gunther ya no va a volver. Ahora eres mío, así que andando —señaló con la cabeza la zona de calderas.
Mirko pensó durante un milisegundo en resistirse, salir corriendo y volver por donde había venido, pero Blini llevaba las cadenas en la mano y comprendió que no había escapatoria. Obedientemente, emprendió la marcha hacia las calderas, con el guardia pisándole los talones. Oía su respiración afanosa, sus pasos pesados… Y la náusea habitual se apoderó de él, esa flema negra que le ponía el estómago del revés y que había venido a sustituir al miedo, el dolor y la ira de las primeras veces. El asco era tan fuerte que le pareció que inundaba todo su ser, que le subía a la cabeza y llenaba sus ojos, su nariz, su boca…
Lo primero que notó fue una opresión en el aire. Una vibración que salía de las paredes y llenaba el corredor. Luego, el grito estrangulado de Blini y la humedad en su espalda. Se dio la vuelta. Muy despacio. Algo, Mirko nunca supo describirlo después, algo denso y negro, como su flema negra, había cobrado la forma de un hombre. O, mejor, de una especie de hombre de barro. Gigantesco. Y ese algo le estaba haciendo a su enemigo todo lo que Mirko habría querido ser capaz de hacer. Todo lo que siempre había soñado hacerle a Gunther. La sangre del guardia había salpicado las paredes y al propio Mirko, y formaba ahora un charco en el suelo en torno a la pulpa y los huesos astillados en que había quedado convertido el hombre. El Ser se detuvo un solo instante para mirar al muchacho. Mirko habría jurado que sonreía. Su boca sin dientes y sin lengua se curvó un momento, para cerrarse después alrededor del cráneo del cadáver. Mirko no necesitó más. Echó a correr hacia el final del corredor y se perdió en lo más hondo de la mina.
***
Reva estaba a punto de desmayarse del miedo. Un grupo de guardias los habían acorralado, a ella y a su grupo, contra los vagones de acarreo, impidiendo cualquier intento de huida. Estaban fuera de sí: la furia combinaba mal con el terror y los guardias llevaban varios días sometidos a tal cóctel.
—¡Contestad, hijos de puta! —gritó por segunda vez Rudolf—. ¿Quién de vosotros está tan loco como para matarnos?
Nadie contestó, permanecían inmóviles y aterrados como ratas cegadas por la luz.
—Os vamos a freír a todos —amenazó su compañero, Benno—. Solo se va a salvar el que confiese.
Reva no osaba ni respirar, segura de que el gesto más nimio podía desatar el infierno. Sus ojos permanecían fijos en el lanzallamas que sostenía en una mano Hans Rompe-hombres. Los guardias no tenían freno a la hora de usar el fuego contra ellos: eran fácilmente reemplazables y lo sabían. La manguera estaba activa y a un solo click de soltar su mortal contenido. Un solo rociado y…
Por eso tardó unos segundos en procesar lo que empezaba a distinguirse en la boca de la galería de enfrente, iluminada por las sempiternas luces de emergencia. Allí, sutilmente al principio y luego nítido, empezó a moverse un trozo de oscuridad, una mole negra y sólida que avanzaba hacia los guardias como si el mismo corazón de la mina lo hubiera parido para acabar con los intrusos que tenía dentro.
No tuvieron ninguna oportunidad: de la oscuridad que los rodeaba surgió una figura con manos de piedra que aplastó el cráneo de Hans en un solo gesto, haciendo que los ojos se le salieran de las órbitas y sus huesos quedaran prensados. Su cuerpo quedó suelto como un pelele y cayó al suelo, liberando la manguera aún inactiva. Fue todo tan rápido y brutal que nadie pudo reaccionar. Ni siquiera los guardias. La mole de negrura los agarró a continuación, chocándolos entre sí con fuerza sobrehumana, dos cascarones astillados hasta los huesos que arrojó al suelo y empezó a pisar.
Reva reaccionó al fin. Lanzó un grito tan largo y agudo que consiguió despertar al resto. Los condujo a la salida, en la galería sur, casi a la espalda de la criatura. Esta les dirigió apenas una mirada cuando bordearon la caverna, demasiado ocupada en reducir a sus víctimas a la nada absoluta.
Corrieron más que nunca en su vida. Sus gritos llegaron antes que ellos a la caverna central.
—¡Muertos! —gritó Reva—. Los… guardias… —sus palabras entrecortadas resultaban casi ininteligibles—. Los ha matado la Tierra.
***
El capitán Müller organizó a sus hombres en pocos minutos. Se internaron en la mina, en dirección a la zona de acarreo. Iban armados hasta los dientes, decididos a acabar de una vez con los asesinos que estaban diezmando sus filas. La sarta de tonterías que había dicho la esclava tenía que ser algún ardid, aunque Müller no imaginaba de qué clase.
Dos guardias pertrechados con lanzallamas quedaron a cargo de los esclavos. Los subieron a la aldea y los amontonaron en el barracón de las viejas, dispuestos a esperar allí nuevas instrucciones.
***
La abuela Petra removía las gachas sin parecer reparar en lo que estaba haciendo. Tenía esa mirada perdida que se le había hecho costumbre en los últimos tiempos. Y algo más… Ivanka se le acercó despacio, como temiendo perturbarla, y estudió sus ojos largo rato. Sí, estaba segura, los ojos de la vieja estaban enfocados, solo que vueltos hacia algún lugar que nadie más veía. Cogió su mano libre y, antes de darse cuenta, se encontró sumida en su mismo ensueño, como si una cuerda invisible hubiera ligado sus mentes en la oscuridad del delirio.
Mirko se sintió atrapado por una corriente que lo llevaba hacia las dos mujeres. Se separó de la fila y se juntó con ellas. Y entonces el río negro de su pena y su repulsión se enhebró al que ellas tejían juntas. Después llegó Ivar, y sumó su propio cable mental al de los otros. Y por último, Reva, que añadió al cordón su propio pánico, revivido hacía pocos minutos.
Los demás mineros sintieron en ese momento la llamada. Se agarraron de las manos y sus ojos se vaciaron de expresión para quedarse fijos en un mismo punto: los dos guardias.
Cuando estos trataron de retomar el control, ya era tarde. Del suelo surgieron dos agujas de roca que los atravesaron de abajo arriba en cuestión de segundos.
La abuela Petra empezó a canturrear, un canto extraño que no conocían pero que sonaba a algo ya oído, tal vez en los viejos sueños que les habían legado los suyos, antes de la mina. Viejos recuerdos ajenos afloraron a su mente. Los paladearon, los abrazaron gustosos y se dejaron alimentar por ellos. Y luego volcaron toda esa energía en la mina.
***
Bajo la tierra, en las entrañas profundas de la mina, un puñado de guardias intentaba enfrentar el horror. Habían registrado sin éxito galerías y almacenes, las calderas, las cavernas de pertrechos, los lavaderos de mineral y las rampas. Llegando cada vez más lejos y más hondo. Allí los había sorprendido la criatura.
En realidad hablar de una criatura era totalmente inexacto. Era la mina misma volviéndose en su contra. Un hombre grotesco y descomunal, de barro y piedra, que surgía de las paredes o volvía a fundirse con ellas, que se movía como una sombra entre las rocas veteadas de zinc, corpóreo o incorpóreo, rugiente como grava triturada o silencioso como polvo desprendido. Que de un zarpazo había partido por la mitad a dos hombres, para caer luego desde la oscuridad, metros arriba, sobre otro, aplastándolo con sus pies deformes.
Corrieron sin saber adónde, con la única certeza de que corrían por su vida. Entraron en una vasta caverna, con el sonido de los pasos del gigante a poca distancia.
—Aquí no hay salida, capitán —gritó, aterrado, uno de los guardias, tras comprobar que la excavación acababa en aquella cueva.
Cegados por el polvo que levantaban sus pasos y ensordecidos por sus gritos de pánico, el capitán y sus hombres eran solo marionetas bajo el arbitrio del monstruo, que ya respiraba pesadamente en el umbral que acababan de atravesar. Se quedaron paralizados por la impotencia. Y entonces, a través de las lágrimas de sus ojos llorosos, pudieron ver que las paredes de la cámara se poblaban de rostros con extraña luz propia. Eran los mineros, todos ellos, jóvenes y viejos, hombres y mujeres; mirándolos como si fueran un solo ser. Y en el centro de todo, ella, la estúpida y vieja bruja que mandaba en el pabellón de la comida, centrada en ellos, enfocando en ellos todo su ser.
El hombre de piedra surgió de la oscuridad, llenando el vano de la cueva. Descargaron sus armas. Sin resultado. Uno o dos hombres se arrojaron contra él en su desesperación. La criatura los apartó de un manotazo que los estrelló contra la pared. El sonido de los huesos al romperse fue lo bastante explícito. Entonces el Ser se colgó de las rocas de la entrada y empezó a zarandearlas y a saltar contra los muros.
El cielo se desplomó sobre sus cabezas.
***
Ivanka, Ivar, Mirko y Reva eran el cordón umbilical que unía a la gente con la abuela Petra. Tanto como sentían al Ser en el interior de la mina, podían darse cuenta del hilo de vida que iba gastándose en la vieja. Quisieron soltarse de ella para no agotarla hasta morir. Pero ella se negó. No habían acabado, les hizo saber. Ella no era importante, el Ser y la mina sí.
Enfocaron la mente grupal de nuevo hacia el Hombre de barro, para conducirlo al almacén de la pólvora. Le hicieron llevar toda la carga junto a la caldera. Y, por último, le ordenaron derribar la vasija para hacer estallar todo.
Su mente quedó cegada por el resplandor de la deflagración, aturdida durante unos minutos por el estruendo y los temblores que siguieron. El suelo se agitó bajo sus pies. La boca de la mina se hundió hacia dentro, sepultándolo todo. El Hombre de barro devolvió su ser a la Tierra. Y la abuela Petra se quedó rígida, aferrada aún a sus manos, sostenida por el peso de todos; muerta igual que la criatura que había ayudado a parir.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.