Tan quietos, tan callados, tan molestos
Mientras me quede voz
hablaré de los muertos
tan quietos, tan callados,
tan molestos.
Mientras me quede voz
hablaré de sus sueños,
de todas las traiciones,
de todos los silencios,
de los huesos sin nombre
esperando el regreso,
de su entrega absoluta
de su dolor de invierno.
Mientras me quede voz
no han de callar mis muertos.
(Marisa Peña)
—Después de sortear innumerables obstáculos, empieza el final de una de las etapas más negras de Nerva.
La voz del alcalde pareció retumbar entre los muros del cementerio para dejarse acallar por los flashes de los periodistas y el rasgado seco de las palas hundiéndose en la tierra. La exhumación de una de las fosas comunes más grande de Andalucía había comenzado.
Elodia no salió del coche hasta que la política y la prensa se alejaron del acontecimiento. A ella no le interesaban ni las medallas ni los titulares. Lo único importante en aquel drama de tierras removidas eran los huesos.
El arqueólogo levantó la vista del suelo y sonrió con ternura al verla llegar. Un alma encorvada bajo ropas negras que avanzaba entre los nichos, con unos pasos arrastrados que parecían pedir silencio... o respeto ante el dolor.
Él ya había oído hablar de ella. Por eso removió un poco de tierra y puso un par de paladas a los pies de la anciana.
Toda una ofrenda.
Elodia le sostuvo la mirada y cerró los ojos en señal de agradecimiento. Sacó del bolsillo una talega y se agachó como quien busca sus raíces. Los dedos, resecos de años, hacían presa en el tierno montón para guardar los puñados de tierra en el saco. Apenas un par de kilos que ella sostenía con esfuerzo de regreso al coche.
Y de vuelta a lo aislado de su casa.
Elodia ya solo salía para sus visitas a los cementerios, para devolver la dignidad a los muertos, a los suyos y a los ajenos, a los enterrados y, sobre todo, a los perdidos. Para ellos habían sido siempre sus plegarias. Pero los rezos llevaban años estampándose contra un muro sordo e indiferente y ella sabía que la vida se le estaba acabando. Su tiempo no sería suficiente para ver cumplidas las promesas que le hacían Dios o los hombres. La justicia de los humanos y la justicia divina habían sido dos decepciones incapaces de ofrecer consuelo al dolor de su búsqueda. Y el día en que a Elodia se le acabaron las lágrimas le pidió ayuda a Levi y resultó que fue el único ser capaz de devolverle la esperanza.
Cuando le conoció no sabía de sus orígenes. En el pueblo todos le llamaban el Judío y Elodia siempre pensó que era un mote heredado, como su causa: la forma aguileña de su nariz. Ella se había fijado en aquel joven por una historia que contaba a quien quisiera escucharle. La leyenda de un monstruo que nació para defender a los suyos. La anciana le invitó a su casa y allí seguía cinco años después. Desmenuzando las palabras de aquella historia noche tras noche, creando un vínculo entre ellos que nadie más entendía. Porque sí, las malas lenguas murmuraban cuando cerraban la puerta y los dedos acusadores señalaban cuando la abrían.
Pero a Elodia no le importaba, el hombre de nombre extraño y la leyenda que contaba eran lo que llevaba años esperando. Un rayo de esperanza capaz de partir en dos la oscuridad del olvido.
Porque las autoridades se limitaban a prometer, pero a ella se le acababa la vida y necesitaba un cuándo concreto.
—El gólem tiene que estar hecho con materia inorgánica y el rabino usó la tierra de la orilla del río —rezaba la leyenda. Y la mente de Elodia pensaba en la tierra oscura y compacta de las fosas comunes—. Empapadas con las aguas del Moldava. —Y la mujer pensaba en el simbolismo de las lágrimas que llevaban años derramándose por aquella tierra sin la oportunidad de humedecerla siquiera.
Cada noche, la magia de la leyenda tomaba forma de palabras y Elodia se quedaba dormida sintiendo en su pecho la paz de un último rayo de esperanza. No le quedaba nada que perder. Y Levi, cada noche, desenvolvía el pequeño libro con respeto sacralizado. Estudiaba aquellos símbolos tan extraños para la anciana y le sonreía como si viera una comunión perfecta.
El gólem. El monstruo justiciero que entraba en sus oídos cuando escuchaba la leyenda, le anidaba detrás de los párpados y se colaba en el cerebro para ser recreado en sus sueños.
En el siglo XVI, en la ciudad de Praga, los judíos fueron acusados de la desaparición de un niño cristiano para utilizar su sangre en los sacrificios de Pascua. Rabbí Judah Loew construyó un gólem con ayuda de otros dos rabinos. Trazaron en la orilla del río la silueta de un hombre tumbado y sosteniendo la Torá lo rodearon siete veces mientras recitaban encantamientos. Al entonar al unísono cierto versículo del Génesis, el hombre de fango cobró vida. Rabbí ordenó al gólem la búsqueda del niño desaparecido y lo encontró, escondido por su padre, en el sótano de su propia casa para provocar la destrucción de la comunidad judía de Praga.
Elodia sabía que la historia continuaba, pero era la parte de la creación la que hacía repetir al joven una y otra vez. La materia inerte, la mentira y la necesidad de justicia. Tenía todo lo necesario. La materia inerte. La mentira. La necesidad de justicia.
Elodia depositó el saco junto a los otros. Tres años atesorando puñados de tierra de las fosas comunes que por fin se destapaban por toda la provincia.
Su materia prima.
Sacó agua del pozo y fue llenando cubos. Su rostro se reflejaba en cada superficie, como si el agua atrapara el alma de la anciana para usarla en el ritual.
Pero a ella el alma se le había ido en recordar a las amigas, primas y vecinas que desaparecieron para no volver. Nunca las había podido llorar frente a una lápida con sus nombres. Nunca podría. Las rosas de Guzmán. Ellas no estaban en las listas de los enterrados en las fosas comunes, ni sepultaron sus cuerpos al abrigo del muro de ningún cementerio. Los huesos de aquellas nueve mujeres jamás serían rescatados porque sus asesinos no señalaron el lugar del entierro. En medio de cualquier bosque. Junto a cualquier carretera. Hay cientos de fosas que jamás se abrirán porque se desconoce el lugar en el que se encuentran. Así de simple. Cientos de asesinados que nunca descansarán con dignidad. Así de terrible.
Su necesidad de justicia.
Levi, con la Torá en sus manos comenzó a caminar alrededor de los sacos reunidos en el centro del patio. Luego amasarían con el agua para conseguir el barro de la creación. Pero antes, la mentira tenía que hacer presencia en el ritual para que el encantamiento alcanzase su objetivo.
Elodia entró en la casa y volvió a aparecer con una caja de madera en brazos. La abrió y los recortes de periódico se quejaron entre sus dedos.
“Tenemos que recuperar un espíritu de concordia y unidad y eso no se hace removiendo tumbas ni removiendo huesos (Jose María Aznar)”.
Plegó con cuidado el papel y lo metió en uno de los sacos.
“¿Memoria histórica? Meterse ahí es remover la mierda (Mayte Olalla)”.
Repitió la operación con cada recorte.
“La ley de memoria nace desde el odio, el rencor y el resentimiento y busca abrir heridas del pasado (Sebastián Pérez)”.
Con cada saco de tierra.
“No puede estar de moda ser de izquierda, son unos carcas que están todo el día con la guerra del abuelo y en las fosas de nosequién (Pablo Casado)”.
Su mentira.
“Algunos se han acordado de su padre, parece ser, cuando había subvenciones para encontrarle (Rafael Hernando)”.
Mentiras que otorgarían la vida a aquel hombre de fango para buscar justicia.
El murmullo de Levi mientras amasaba sonaba a canción restauradora.
“No hay fosas por descubrir, salvo que se empeñen en buscar a Federico García Lorca en los cuatro puntos cardinales de España (Jose Joaquín Peñarrubia)”.
Mentiras que otorgarían dignidad al ser silenciadas.
La forma fue cogiendo consistencia y Elodia se prohibió llorar. Ya había derramado suficientes lágrimas en su vida.
El gólem, de la estatura de una persona, se irguió en mitad del patio. Levi hizo un gesto con la cabeza y la anciana metió en la boca del monstruo la última mentira, la que activaría la búsqueda de todas esas tumbas desconocidas.
“Quienes fueron condenados a muerte durante el franquismo será porque se lo merecían (Manuel González Capón)”.
Elodia vio a su monstruo alejarse con Levi a su lado y sonrió por primera vez en mucho tiempo.
Entró en la casa, se sentó frente a las pocas fotografías que guardaba de su juventud y se dejó adormecer por aquel pinchazo en el corazón que le hizo cerrar los ojos.
Luego todo fue paz.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.