La batalla me la esperaba, pero la tormenta me pilló desprevenido. Desde el instante en que esos tipos me atraparon pude intuir que querrían utilizarme: al principio pensé que solo iban a mostrarme como un trofeo de guerra, pero luego comencé a escuchar sus conversaciones. Por sus agresivas palabras creo que nunca llegaron a entender lo que me ocurría. Trataban mi maldición como un Don. Querían atacar a un grupo de hombres refugiados en un fortín de la costa. Querían utilizarme a modo de ejército.
Mi maldición llegó una noche, no recuerdo qué sucedió pero desperté encima de un árbol, desnudo. Tenía barro entre mis uñas y sangre fresca en mis dientes. Miré hacia abajo y vi un cervatillo destripado. Ahí empezó la primera fase: la negación. No quería admitir lo que mis pensamientos me incitaban a creer, y bajé para buscar pruebas de que no había sido yo. Cuando comprendí que, quizá, podía haber sido yo durante un momento de enajenación mental en el que no controlaba mis actos, comenzó la fase dos: la ira. Me enfadé con el mundo y arreé un golpe con mi antebrazo al tronco del árbol del que bajé. Aún recuerdo lo que me dolió. Ese dolor hizo que me saltase la tristeza, que era la fase tres, y pasara directamente a la fase cuatro: la asimilación. Volví a casa a limpiarme y, un mes después, en la siguiente luna llena, volví a despertar desnudo cerca de aquel árbol. El dolor de cabeza se sentía idéntico, pero la culpabilidad era superior. Ya no había cervatillos destripados, en esta ocasión era la hija de los Rumfor quien estaba muerta. Después de eso, no podía quedarme en el pueblo. Metí ropa en un petate, me vestí rápido y caminé hasta la ciudad más cercana. Logre que me encerraran en prisión robando gallinas. Y casi rompí los barrotes cuando me transformé. En ese momento, ni yo sabía que era un licántropo. Los guardias vieron con horror cómo, en la primera noche de luna llena, mi cuerpo se retorció. Mis músculos se duplicaron, mi pelo se extendió por todo el cuerpo, mi cara adquirió rasgos lupinos, las manos y pies dejaron paso a unas garras enormes y… y así, hasta que me convertí en unos de esos hombres-lobo de las leyendas de los Cárpatos. O eso hablaban los guardias sobre mí. Al día siguiente, me insultaron; al segundo día, se acercaron con miedo; al tercer día, me quisieron preguntar; al cuarto día, me hablaban con una mezcla de terror y respeto. Supongo que no querrían que les hiciera nada cuando me transformase de nuevo en esa bestia. Conforme pasaban los meses, iba siendo más consciente de mi extraña condición. Al quinto mes, controlaba todo lo que sucedía durante mi conversión. Y, en ese estado, decidí escapar. ¿En qué momento pensé que era lo mejor para mí? Me persiguieron mis carceleros, por darme a la fuga. Me persiguieron mis antiguos vecinos, por asesinar a la niña de los Rumfor. Me persiguieron campesinos y me persiguió el rey, por miedo a que destruyese sus cosechas. Y al final, me atraparon esos bandidos.
- Oye, lobo, queremos que nos ayudes.
Tras catorce días, se decidieron a hablar conmigo.
- ¿Para qué? Solo soy un hombre con la maldición del lobo.
- En la costa, tras unas altas paredes, se esconden hombres que no entienden la palabra compasión. Atacan y queman todo lo que se pone delante de ellos. Hombres sin alma.
- Como yo. – interrumpí.
- No, no como tú. Tú tienes un alma, maldita, pero un alma. Ellos la han perdido. Pactaron con alguien, un demonio seguramente, y vendieron su alma a cambio de impunidad. Les hostigamos durante días pero, una vez se refugiaron en aquel fuerte, no pudimos entrar. Una magia terrible cubre ese lugar, donde los que tengan un alma humana no puedan entrar.
- Y necesitan que alguien como yo les ayude pero, ¿por qué debería? Soy un ser maldito, Dios no me va a perdonar aunque me enfrente a esos seres.
- Pero te va a mirar con otros ojos. Entre un hombre sin alma y un hombre con alma animal, Dios siempre ayudará al que más ayude a exterminar el mal del mundo.
Le dije que me lo pensaría. No le importó mucho, la siguiente luna llena era dentro de doce días. Le di vueltas al asunto: no quería luchar en favor de mis carceleros contra un enemigo desconocido, pero tampoco quería quedarme ahí encerrado. Además, me habían prometido la libertad si vencía en la batalla. Se me pasó por la cabeza que esa libertad que me prometían podía ser más la libertad del alma que la de los barrotes, pero confié en el buen hacer humano. Accedí a luchar por ellos la próxima noche de luna llena. Mi maldición en favor de los humanos, raza de la que ni recordaba ser parte. Según me dijeron, íbamos a desembarcar en una bahía cercana, aún de día. Me guiarían hasta un risco desde el que se veía el fuerte y, cuando la noche estuviera cayendo, me liberarían de mis cadenas de plata y saltaría las murallas de ese lugar. Dentro, usando mis garras aceradas, arrancaría las tripas a cada uno de esos sin alma. Supongo que no habría cambiado nada seguir el plan que me dijeron.
Cuando alcancé el muro exterior, y la lluvia se desparramaba con miedo por mi hocico, aullé. Un trueno me acompañó, ahogando con su estruendo mi grito. No escalaría el muro, no. Me sentía todopoderoso. ¿Un licántropo de casi tres metros de altura y brazos tan anchos como los hombros de un joven de quince años contra hombres que han perdido el favor de Dios y cuyas almas les fueron arrebatadas? Sería más fácil que pisar una hormiga. No saltaría el muro, no, yo iba a llamar a la puerta. Me acerqué, dejando marcado el terreno que pisaba con hondas huellas de mis zarpas. Hasta el barro huía de mis pasos. Di un fuerte puñetazo contra la puerta. Una puerta de mi tamaño, enorme, creada para dejar entrar a caballeros montados. Di un segundo puñetazo, la puerta tembló. En el tercer golpe, se resquebrajó. Antes del cuarto golpe, abrieron. Mis colmillos querían sangre, pero se encogieron de vergüenza al entrar. Recordé la respuesta de mi carcelero cuando le pregunté por el enemigo.
- No lo sabemos. Nunca los hemos visto en batalla, solo sus consecuencias.
Con esa frase algo debería haber intuido, pero quería mi libertad.
- Atacan cada mes, parece que planifican sus incursiones durante mucho tiempo y luego no hay quien los pare hasta que cumplen su objetivo.
Si solamente hubiese preguntado qué días del mes atacaban, me habría dado cuenta. Ni siquiera sabían qué aspecto tenían. Se los imaginaban con ojos rojos, largas lenguas de serpiente, cuernos de cabra y cubiertos por la piel de sus víctimas. Cuando abrieron la puerta, me llevé una sorpresa, claro. Al otro lado había diez licántropos de muy distintos pelajes. Por eso se ocultaban allí dentro, porque eran vulnerables hasta que la luna llena se alzaba imponente en el cielo. No fue hasta que uno de ellos me pudo mirar por encima del hombro que yo me asusté. Era la primera vez que mi peluda cabeza quedaba por debajo de otra. Mi mitad de alma lupina me decía “síguele, él es más fuerte que tú, él será tu líder hasta que alguien lo derroque” y mi alma humana decía “enfréntate a él, házte con el poder” y, entonces, emití un gruñido. Los ojos de aquel licántropo de piel anaranjada que me superaba en tamaño se giraron hacia mí, desafiantes. Él gruñó también. Los demás entendieron el mensaje. Ahí mismo, bajo la luz de los relámpagos y el sonido de la lluvia, dos bestias nos enfrentaríamos. La manada estaba en juego.
La batalla fue dura, nunca me había enfrentado a alguien de mis dimensiones. Comenzó con un golpe suyo frontal, con los brazos extendidos. Lo esquivé con una finta hacia su izquierda y le solté un cabezazo en el costado. Tensó la pierna y me propinó un rodillazo. Caí al suelo. Agité la cabeza y le clavé mi zarpa izquierda en su cuello. Me gustaría deciros que ese fue su final, que fue así cómo conseguí hacerme con el control de la manada y salvar mi alma, pero no fue así. Su respuesta a mi ataque fue gritar, le había dolido. Entró en estado de frenesí y, tras desencajar mis afiladas uñas de su garganta, saltó sobre mí. Me derribó. Mi pecho era duro como la piedra pero sus garras, en un ataque continuo y rápido, consiguieron atravesarme. Un minuto después se podía ver el suelo a través de mi busto. Y os aseguro que es mentira eso de la regeneración de los licántropos. Aun moribundo pude ver cómo aquellos primos lejanos de mi especie se acercaban corriendo hasta los humanos que me habían llevado hasta allí. Vi cómo, sin compasión alguna, les arrancaban las cabezas como si deshojaran margaritas. Y ahí, entre moribundos sollozos, se acabó la noche y el lobo. Y yo me moría, desnudo y humanizado, triste por el fin que llega a todos los animales. Pero un último haz de luz iluminó mis ojos durante el último suspiro de mis cansados parpados: la esencia de la bestia murió antes que mi alma humana…
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.