El chico estaba sentado en una silla desvencijada que crujía de manera lamentable cada vez que su torso oscilaba en un torpe intento por no volverse a caer. No pasaba demasiado tiempo cuando, apenas sí había recuperado algo de estabilidad, ya estaba recibiendo un nuevo golpe que amenazaba con derribarlo de nuevo.
Mareado, alzó la cabeza como pudo, sintiéndola tan pesada como si fuera de plomo. Tenía un ojo inflamado de tal manera que parecía más una grotesca mandarina que un órgano. Las narices parecían unas horrendas berenjenas sanguinolentas por las que no cesaban de manar fluidos.
El hombre lo miró, sintiéndose poderoso desde su atalaya de invencibilidad. Ya no era él quien sufría el miedo de los demás, quien tenía miedo incluso de respirar; de hecho, ahora se sentía como un monstruo, un verdadero amo del universo al que todos debieran temer y reverenciar.
Le agarró por un mechón del cabello, jalando hasta que levantó la cabeza. El ojo que aún tenía operativo estaba blanco, vacío de mirada alguna, como si estuviera ausente de todo aquello; la mandíbula se le había descolgado, dejando caer una baba sanguinolenta al suelo, a sus pies, que poco a poco fue emitiendo un monocorde sonido de gote que inundó el aire de la estancia.
–No tienes derecho a vivir –le dijo su captor, remarcando un profundo desprecio en cada palabra. El muchacho esputó una flema sanguinolenta al suelo–. ¡Oh! Con que esas tenemos, ¿eh?
Le propinó varios puñetazos sobre el rostro, haciendo que su cara girase con una gran violencia de un lado a otro, salpicándolo todo de gotitas de sangre. Cuando se sintió cansado, dejó de atizarle. La cabeza colgó lánguida del cuello, como si fuera un peso muerto, en tanto el hilo de baba escarlata continuaba cayendo lentamente de su rostro.
–Elige: cuchillo, tijeras, electricidad, o tenazas. Yo no me decido –rió.
El chico miró con detenimiento la bandeja que tenía ante sí, observando el brillo de las hojas en contraste al aspecto deslucido u oxidado de las herramientas. El asesino se quedó mirándole unos instantes, a ver qué decisión tomaba.
Pero no hizo nada. No dijo nada. Se dedicó a mirar unas veces al material dispuesto sobre la superficie, otras le miraba a él con los ojos muy fijos.
Se impacientó.
–A la mierda –dijo el torturador, extendiendo un brazo hacia la mesita.
Cogió el cuchillo y le dio un rápido golpe sobre uno de los carrillos, dejándole de recuerdo un profundo corte por el que comenzó a manar abundante sangre. Una vez más, en vez de los gritos de terror y las lágrimas a los que estaba acostumbrado, se encontró con un muro de silencio por parte de su víctima.
–No te doy miedo, ¿verdad? –balbució, por fin, el joven.
–Cierto.
–Bueno, supongo que será porque sonrío muy poco.
–Supongo que será eso –dijo el asesino dando un paso al frente y dibujándole otra media sonrisa en el otro moflete–. Ahora. Sí, ahora sí. Estás monísimo –reconoció.
La sangre goteaba poco a poco por el borde del mentón, dibujando un extraño rostro bajo la lánguida luz del techo.
–Me está quedando una sonrisa muy chula –reía el otro.
El chico lo miró inexpresivo.
–¿Hacemos una cosa? Suéltame, déjame una hoja, y déjame mostrarte lo que es causar dolor de verdad –propuso.
–Claro, y que me metas dos mojás entre las costillas para dejarme más seco que la mojama –Chascó la lengua mientras negaba con la cabeza–. Aquí el único que da las órdenes soy yo.
–¿Qué más te da? –replicó el otro–. Tienes un verdadero arsenal aquí abajo, y me has quitado tanta sangre que estoy a punto de perder el conocimiento…
–Lo sé –reconoció el torturador, relamiéndose de placer–. De hecho, estoy que me muero porque llegue ese momento. ¿Sabes por qué? Para usar la electricidad y darte unas pocas descargas. Me tiraré toda la puta tarde haciéndote reanimación a chispazos, colega.
El muchacho sonrió. Los labios de sus heridas se separaron de manera macabra, dejando ver sus dientes manchados de sangre a través de los cortes.
–Además, tienes una pistola oculta en tus pantalones, por la parte de la espalda. No podría tomar la iniciativa ni aunque quisiera. Podría decir que estoy… muerto.
Su captor se quedó paralizado. ¿Cómo demonios sabía lo del arma? No se la había mostrado en ningún momento, y la llevaba oculta bajo la ropa, con discreción, sin que se pudiera notar ni el bulto siquiera.
¿Cómo coño…?
Se dirigió hacia la mesa y cogió las tijeras, haciéndolas chascar en el aire.
–Bueno, a ver qué eres capaz de hacer, chico malo –masculló el hombre, muy intrigado ante la propuesta de su víctima.
Le cortó las ligaduras de las muñecas con rapidez; luego, una vez hubo liberado a su presa, le tiró las tijeras a los pies. El metal resonó contra el suelo de cemento con un tañido seco.
Se frotó las muñecas para que volviera a pasar la sangre. Tosió entre espasmos, y una espuma sanguinolenta afloró de los orificios de su boca. Pero sus ojos brillaban de manera diabólica, cargados de furia mientras se inclinaba hacia el suelo en busca de la herramienta
–Espera, te voy a mostrar mi sonrisa de verdad –tosió el chico, mientras tomaba las tijeras y se las metía en la boca.
Comenzó a cortar el tejido a toda velocidad, sin expresar el más mínimo atisbo de dolor en su rostro, sin que un quejido escapara de su garganta. La sangre salpicaba por el suelo, sobre sus hombros, empapando su pecho, pero mantuvo los ojos fijos en su captor en todo momento.
No apartó la mirada de su captor ni un solo instante.
El otro, por su parte, tenía la mirada desencajada, horrorizado y asombrado a partes iguales. Normalmente, ninguna de sus víctimas se resistía, siempre elegían el método más rápido e indoloro, o comenzaban a suplicarle la muerte enseguida. Pero él no.
Ni una palabra.
Ni una queja.
Sólo el sonido de la sangre goteando en el suelo, a sus pies, el chapoteo de los trozos de carne al caer, y aquella mirada...
¡Oh, aquella mirada...!
–Bueno, creo que ahora sí estoy mejor –dijo el joven en un tono muy aliviado, incorporándose de la silla sin mostrar el menor atisbo de agotamiento tras los días de torturas a las que había sido sometido.
Curiosamente, su físico, antes con apariencia de desnutrición, ahora mostraba un cierto grado de musculación, con venas palpitantes bajo la piel.
–Espero que te guste mi sonrisa. Es la que pongo cuando tengo hambre –afirmó mientras mostraba sus dientes empapados en sangre. Una lengua inmensa salió desde las profundidades de su boca y los relamió.
De pronto, el asesino se sintió muy pequeño. Un momento, no era eso, no. Ahora el chico medía mucho, mucho más. Casi rozaba el firme del techo, a tres metros y medio del suelo.
–¿Pero qué…? –gimoteó.
La piel comenzó a cubrirse de un denso pelaje, mientras su cuerpo se estremecía como si estuviera siendo sacudido por innumerables descargas eléctricas. De los muñones que cubrían el hueco de las uñas que le había arrancado, partieron unas largas y duras garras negras que le parecieron tan afiladas como el acero.
La nariz comenzó a crecer a la par que los maxilares, no tardando en dibujarse un pronunciado hocico de pelaje enredado y ensuciado por las babas sanguinolentas que se escapaban de entre las quijadas.
Las delgaduchas piernas crujieron como si fueran ramitas secas, se le saltaron las articulaciones de sus alojamientos naturales para crear unas poderosas pezuñas y unos cuartos inferiores más propios de una bestia que de un humano. Dos puntiagudas orejas triangulares nacieron de la parte posterior de la cabeza, y los ojos se convirtieron en dos canicas de un rojo intenso que se sintió atrapado por su mirada.
–Se acabó –señaló la criatura, con una voz profunda y cavernosa que nada tenía que ver con la del muchacho que no cesaba de gimotear, al que golpeó y quemó durante días.
Y, sin decir nada más, mostrando aquella sonrisa sanguinolenta llena de afilados dientes, se abalanzó sobre su torturador, chascando las mandíbulas en busca de un alimento que le saciara.
Javier, no se puede editar el relato una vez colgado en el foro.