La vela de Jack Calavera

Un microrrelato de suspense de la mano de Patapalo

El centro comercial había quedado en penumbra a las doce en punto. Medianoche. No podía ser de otra manera.

Ismael salió de su escondite tras el menú de la cafetería y se acercó sigilosamente a los multicines. Frente a ellos, hierática, la estatua de Jack Calavera, el saco de huesos más temerario del salvaje oeste, anunciaba su nueva película: La pista del alemán perdido. En su mano izquierda sostenía en alto el trofeo estipulado: un farol de cartón piedra con un remedo de vela fantasmagórica en su interior. La apuesta parecía todavía más estúpida en ese momento, pero ya no podía echarse atrás.

Sin esfuerzo, desgajó la vela y la escondió dentro de la sudadera. Después, evitando la mirada acusadora y vacía de su héroe preferido, se fue corriendo hacia la caseta del guardia, en la planta menos uno. El viejo barrigón le creería de inmediato cuando le dijera que se había quedado dormido: bastaba con ver su expresión de lerdo para entender que sería pan comido contarle una de indios y que se la tragara. Le echaría del centro comercial y habría ganado la apuesta. No podía esperar a ver las caras de sus amigos.

Sin embargo, al asomarse a la sala de vigilancia no vio al viejo guardia de seguridad. Alguien, mucho más delgado, ocupaba su silla. De espaldas a la puerta iba contando unos extraños billetes cuyas siluetas se desdibujaban en un humo verdoso. Entonces, su rostro se reflejó en la pantalla del ordenador. No puede ser, pensó el chiquillo.

Pero así es, replicó Jack sonriendo, como si hubiera escuchado a la perfección sus pensamientos. Uno para las cocinas, añadió entonces al guarda que acababa de aparecer por su espalda. Y asegúrate de recuperar mi vela.

Ismael entendió entonces que la mirada vacua del guardia no era la de un viejo estúpido, sino el reflejo de algo mucho peor. Algo de lo que no tardaría en formar parte.