EL DUELO
Me despierto, de madrugada, hace frío y siento humedad en la espalda. Miro a mi alrededor para ubicarme. Estoy en la colina, con la ropa hecha jirones y empapada en sangre. Me palpo la tripa y los muslos para confirmar si es, o no, mía. No siento dolor, quizá un poco de frío. Siempre me ocurre cuando estoy haciendo la digestión. Me incorporo. Menudo desastre. Improvisaré una bolsa atando las mangas entre sí con lo que queda de mi camisa. Recojo todos los huesos que veo desperdigados y los guardo dentro. Busco la cabeza. Olfateo el aire, me agacho y huelo el suelo. No la encuentro. Estoy empezando a ponerme nerviosa. Respiro hondo. -Recuerda lo que hiciste –me digo a mí misma. Imposible. ¿Qué me diría mamá en esta situación? Mamá nunca me ha visto así, aunque seguro que lo imaginó muchas veces. Tropiezo con algo que casi me hace caer. Parezco un perro persiguiendo su propia cola. El sol empieza a salir, debo darme prisa, los cazadores no tardarán. Siempre llegan al alba, con las primeras luces. ¡Maldición! ¿Dónde está esa cabeza? Rebuscó entre los matorrales cercanos, nada, ningún rastro. Oigo un gruñido. Me giro inmediatamente. Es el perro de los vecinos a unos metros de distancia. Me está mirando. Me hace una señal con la cola, quiere que le siga. Obedezco, se me da bien. ¿Qué quieres, amigo? El perro baja la colina y en un llano empieza a escarbar como si le fuera la vida en ello, no anda desencaminado.
-¿Qué es eso? Pero ¿qué demonios?... Una oreja… pegada al resto de la cabeza...y es la que busco! ¡Buen chico, la escondiste por mí! –hago unos cálculos sencillos comparando el tamaño de la testa y el hueco libre en mi faltriquera. El resultado es negativo- ¿Dónde voy a guardar esto?
Oigo ladridos. Son los perros de los cazadores. Agarro la cabeza por los pelos y me voy a casa, deprisa, a paso rápido, seguida por el chucho que mantiene a raya a la jauría comunicándose con los perros a través sus ladridos. A saber lo que estarán diciendo. En unos metros estaré a salvo. Corro, sudo, me falta el aliento. No es aconsejable hacer ejercicio después de comer.
Llego a mi casa sin cruzarme con nadie por el camino. Mejor, hubiera sido difícil justificar mi situación: corriendo, con un perro que no es mío y una cabeza en la mano, que tampoco es mía. Cierro la puerta a mis espaldas y me apoyo en ella, deslizando mi coxis hasta el suelo. Ha ido justo. El perro de los vecinos también ha entrado en mi casa. Sus dueños no se han despertado aún. Le gusta estar conmigo. Se tumba largo a mi lado y clava su mirada bobalicona en mí. Su lengua entra y sale automáticamente al ritmo de su pesada respiración. ¿Qué pasará por su mente? ¿Pensará eso mismo de mí? Mi mente va de un lado a otro. Retazos de momentos que se quedan grabados y que afloran sin llamarlos, porque así es la naturaleza humana: débil.
"Con la perspectiva que me proporciona el tiempo que ha pasado, recuerdo mi infancia como una época difícil, llena de cambios y de miedos. Dicen que es duro ser padres, también es muy complicado ser hijos.
-¿Mamá puedo jugar con el perro de los vecinos?
-Claro, hija, pero ten cuidado con él.
Tuve mucho cuidado con el perro de los vecinos. Siempre obedecía a mamá.
Los vecinos se mudaron y vino una pareja de ancianos que traían un perrito de aguas con ellos.
-Mamá ¿puedo jugar con el perrito de los nuevos vecinos?
-Claro, hija, pero ten cuidado con el perrito.
Tuve mucho cuidado con el perrito de los nuevos vecinos.
-¡Mamá, está nevando!
En mis diez años de vida nunca había visto nevar. Conocía la nieve por las fotografías del tío Pablo, hermano de mi madre.
-Hija, hoy no salgas de casa, podría ser muy peligroso.
No salí. Mamá sabía bien cómo protegerme.
-Mamá, tú me quieres, ¿verdad?
-Claro, hija, te quiero más de lo que debiera.
-¿Me dejarás jugar en la hierba cuando venga la primavera? Me gustaría mucho rodar entre las flores.
-Ya veremos, hija, hay que tener cuidado con la gente. Sólo cuando no haya nadie.
Mamá no tenía un olfato tan bueno como el mío y yo le tenía que advertir de la presencia de alguien porque ella no lo olía ni a diez metros de distancia.
-Hija, cuando sientas que alguien se acerca, escóndete en casa. Evita el peligro.
El mundo, según mamá, estaba lleno de maldad y depredadores. A mí no me parecía peligroso en absoluto. Aún así, le hacía caso y obedecía para no preocuparla".
El braco levanta la cabeza, me mira y, sin previo aviso, dispara su lengua hacia mi cara y la embadurna de baba de perro. Es su manera de darme a entender que está orgulloso de mí. Su aliento es un compendio de olores que no me resulta desagradable pero me abruma por su inabarcabilidad. Me mira fijamente, un ladrido emitido en la frecuencia adecuada me anima a seguir mis remembranzas.
"Llegó la primavera, los árboles se llenaron de hojas verdes y salieron las caléndulas, las violetas y un montón de flores más de las que no conocía el nombre pero reconocía por el olor. Con la nueva estación también vino el tío Pablo. Cuando él llegaba mi vida se llenaba de alegría y emoción. Leí una teoría acerca del parecido genético entre tíos y sobrinos. Mi tío Pablo y yo hubiéramos servido de claro ejemplo para demostrar esa hipótesis. Era la única persona a la que me dejaba acercarme mamá.
-Sois iguales. Ojalá tu tío fuera la mitad de listo que tú.
Yo no consideraba que mi tío Pablo fuese tonto, pero mamá tenía su propia concepción del mundo. Me alegré mucho de ver al tío Pablo. Siempre traía noticias del exterior, ese vasto espacio vedado para mí por mi progenitora. A mamá no le gustó esa visita. Yo ya había aprendido a reconocer cuándo mi tío Pablo traía buenas o malas noticias y por la cara que puso mamá supe cómo eran esta vez. El tío Pablo y mamá sentados en el sofá, mirándose de frente y yo, observando desde la puerta. Mamá se puso muy seria, callada, luego se enfadó, gritó algo acerca de la falta de sentido común y acabó echando de casa al tío Pablo. Ni siquiera me miró a la cara cuando se fue. Mamá se acercó a mí y me abrazó. Recuerdo que yo sólo quería escapar de entre sus brazos, quería preguntarle al tío Pablo qué le había dicho, quería saber. No volví a ver fotos, ni postales, ni cartas del tío Pablo nunca más. Mi relación con el mundo se redujo a la mitad.
Mamá no me dejaba ir al colegio, decía que todo lo que necesitaba aprender me lo podía enseñar ella en casa. Tampoco permitía que jugara con otros niños de mi edad porque decía que podía ser peligroso. Su exceso de protección hacia mí sólo conseguía aumentar mi deseo de cruzar las vallas del jardín y salir al exterior lejos de su vigilancia obsesiva. Cuando cumplí la edad de ir al instituto mi madre tuvo una crisis de ansiedad. Siempre he creído que la fingió para retenerme con ella. A pesar de mi aislamiento, la larga sombra de la administración llegaba a todos los rincones. Los servicios sociales se encargaron de rescatarme y de que fuera a clase, y mamá y su Síndrome de Munchausen no consiguieron mantenerme encerrada en casa. Mi primer día de instituto fui a clase llevada de la mano de la trabajadora social, con una mochila prestada en el centro de acogida y unas zapatillas deportivas usadas, que la inquilina anterior de la habitación había dejado allí olvidadas. Recuerdo las caras de mis compañeros de clase mirándome, escrutándome, vigilando cada una de mis reacciones; nunca me habían visto, era normal que estuvieran intrigados. Yo también les miraba porque tampoco antes había estado con otros niños y eran todos tan diferentes. Me sentaron en una mesa en la primera fila. Todo era nuevo para mí. Aquella aula era mucho más grande que toda mi casa entera. Nunca había estado en una habitación en la que hubiera más de tres personas y allí estábamos veinte alumnos y la profesora. Podía oír los latidos acelerados del corazón de cada uno de ellos y oler su sangre corriendo velozmente por sus arterias y venas. Y entonces escuché a mi madre gritando en uno de los despachos del piso de arriba, justo encima de mi aula.
- ¡Por favor, no la dejen ahí dentro con todos esos niños, es muy peligroso¡ ¡Yo cuidaré de ella, pero no la dejen allí sola!
La voz de mi madre era el paradigma del miedo. Nunca la había visto tan asustada. ¿Por qué insistía en protegerme? Ya tenía doce años y podía cuidar de mí misma. No me daban miedo esos niños, ni el instituto, ni los cambios.
Al día siguiente de la discusión de mi madre con el director, quizá fruto de los nervios o de la emoción del primer día de clase, me llegó la menstruación por primera vez. Amanecí en la cama del centro de acogida envuelta en sangre y, a pesar de mi corta edad y de mi escasa socialización, entendí lo que había ocurrido. Mi instinto me decía que la naturaleza se abría paso en mí. Me lavé, me limpié y acudí al Instituto nuevamente de la mano de la trabajadora social. Sentí los ojos de mis compañeros clavados en mi nuca. ¿Tanto se me notaba? ¿Se habrían dado cuenta ellos? La trabajadora social me llevó hasta el baño. Una de las limpiadoras del centro de acogida había visto las sábanas ensangrentadas y se lo había comentado. Me dio una pequeña charla explicándome lo que tenía que hacer y me hizo una pequeña exhibición de compresas y tampones que me harían esos días más fáciles. Yo no entendía por qué había que ocultar la sangre si era algo tan natural. Se puso en contacto con mi madre para explicarle lo sucedido y para saber si alguna vez ella me había asesorado al respecto. Por supuesto que lo había hecho. Me había dicho que durante esos días no me acercara a nadie. ¡Si eso era lo que siempre hacía! A mitad de mañana volví a escuchar la voz aguda de mi madre gritándole al director. Esta vez sólo la oí a ella. Por el tono deduje que le estaba amenazando con alguna desgracia de las que siempre tenía en mente. El director sólo emitió un grito pidiendo auxilio como respuesta. De hecho, no volvimos a verle más".
El perro se revuelve en su sitio. Ha estado escuchando atentamente, entiende todo lo que le digo. Ya ha descansado y quiere jugar, me mordisquea un dedo con cuidado, sabe que no debe vulnerar los límites que le he impuesto.
-Ahora no, tengo que irme a trabajar, no tengo tiempo. Voy a darme una ducha. Quita de en medio -lo retiro de mi camino empujándole con el pie, con suavidad. Se aparta, lo justo. Me sigue al baño. Se sienta sobre las patas traseras al otro lado de la puerta. Sabe que no puede traspasarla, no se lo permito. Me mira.
-¿Quieres saber cómo sigue la historia? Puedo hablar y ducharme a la vez.
"Terminé mi etapa en el instituto y me gradué en Biogenética con cum laude en una prestigiosa universidad. Siempre he sido una buena estudiante. Soy lo que vulgarmente se dice “una rata de biblioteca”, de laboratorio, apostillaría yo, a tenor del tiempo que he pasado en ellos dada la naturaleza de mis estudios. Apenas me relacioné con nadie y sublimé toda mi energía en estudiar y aprender, eso que había anhelado tanto tiempo. No volver a ver a mamá también ayudó. Me gustaba mucho salir a pasear, sobre todo por las noches. Salía sola. Soy un animal de costumbres. Y además cultivé aficiones en las que no hubiera reparado, debido a la falta de oportunidad para llevarlas a cabo: Aprendí a observar y distinguir las estrellas desde la colina; a diferenciar los sonidos propios de los animales nocturnos que, como yo, disfrutaban del tiempo que hay entre el ocaso y el orto. Encontré una gran liberación en la caza al aire libre; y, una vez que conseguí la licencia de patrón de barco, me compré una pequeña embarcación para surcar los mares y practicar submarinismo. Todas mis nuevas aficiones estaban inversamente relacionadas con la privación de libertad durante mi infancia infligida por mamá".
-Mamá murió hace unos días. Yo no la vi, alguien del centro psiquiátrico llamó para comunicármelo.
El perro levanta la cabeza y me observa. Gime y me lame la mano. Vuelve a clavar su mirada en mis ojos.
-No me mires así, con cara de pena. Estoy bien. Mi psicóloga me ha recomendado que supere las etapas del duelo.
"Primera etapa del duelo: recordar todos los consejos que mamá me daba.
-Ten cuidado con el perro del vecino, es muy pequeño, no le hagas sufrir;
- Ten cuidado con el perrito de los nuevos vecinos, no te acerques demasiado a ellos o se darán cuenta, como los otros;
- Hija mía, un día te convertirás en una mujer y ese día serás más peligrosa que nunca. Prométeme que mientras viva harás caso de todo lo que te digo. No salgas de noche cuando haya luna llena, porque no podrán defenderse de ti; y, sobre todo, si no lo puedes evitar, procura no dejar huesos a la vista. Entiérralos bien, que no se vean los cráneos. Tu tío Pablo sabía bien cómo esconderlos en la nieve. Hasta que llegaba el deshielo y los encontraban".
-Mamá estaría orgullosa de ti, perrito, si alguna vez hubiera sentido orgullo por alguien. Esta mañana te has portado muy bien. Sólo te falta aprender a avisarme con más antelación de la llegada de los cazadores.
"Segunda etapa del duelo: decir adiós.
Anoche aullé dolorosamente a la luna llena desde mi colina, después de su entierro. Mi tío Pablo también me acompañó en la despedida. Aún no sé por qué le sigo llamando tío Pablo. A estas alturas de mi vida, a mis veintiséis años y gracias a una sencilla prueba de adn que realicé en mi laboratorio, he descubierto que en realidad es mi padre y que no era hermano de mi madre. Las cosas pueden parecer muy complicadas y, sin embargo, ser muy sencillas. Mi padre, un licántropo que se enamoró de una humana. Mi madre, una humana que tuvo una hija con un licántropo. Y yo, una niña loba criada en secreto por una mujer que hizo lo que pudo para proteger al mundo de su criatura".
-Tengo que cambiar de gel, y de toallas, y de loción corporal – me fijo en la puerta del baño. El perro ya no está. Ha vuelto a su casa. Los vecinos están a punto de despertarse.
-Tercera etapa del duelo: superar la pérdida y seguir adelante.
Mamá murió, ahora el mundo es mío.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.