En el exterior, la luna llena exhibe un brillo rabioso. En la habitación, sábanas empapadas de sangre, gritos y una vida en juego. Una figura de gran tamaño se cierne sobre la mujer que yace en la cama, inmóvil, llorosa y suplicante. Un solitario candelabro ilumina la escena con una tríada de pequeñas lenguas flamígeras.
–¡Basta, por Dios! ¡Basta! –grita la mujer entre temblores.
Encadena su súplica con un alarido estremecedor. La figura corpulenta no parece escuchar sus palabras, agarra sus rodillas y le separa las piernas con sorprendente fuerza.
–¡Ahora, Sonsoles! ¡Empuja con todas tus ganas! ¡AHORA!
Sacando fuerzas que creía que ya no tenía, Sonsoles aprieta las mandíbulas, empuja hasta que cree que se va a partir en dos y lanza otro potente alarido. Un sonido acuoso y un repentino y vigoroso llanto anuncian la buena nueva. El bebé ha nacido.
Sonsoles se derrumba sobre la cama y llora con una mezcla de alivio y de alegría, pero también con una enorme sensación de triunfo. Araceli, la comadrona, sostiene al recién nacido entre sus enormes brazos con infinita ternura mientras le limpia la suciedad de la piel y le susurra palabras cariñosas para aplacar su llanto. Parece mentira que una mujer de esas dimensiones sea capaz de mostrar tanta delicadeza. Con más de ciento noventa centímetros de altura y casi ciento veinte kilos de peso, se puede decir que Araceli es una gran comadrona, en todos los sentidos. Para muchos es la mejor de toda la provincia de Lugo. A sus sesenta y ocho años de edad, lleva más de cincuenta dedicándose a traer niños a este mundo miserable. Dicen de ella que es capaz de predecir con un margen de dos días, arriba o abajo, cuando una criatura abandonará el vientre de su madre. A Sonsoles le predijo hace unas pocas semanas que su niño se adelantaría un mes. Y así ha sido. Araceli le ha explicado que la luna llena suele provocar que se adelanten los partos, aunque desconoce la razón. Para ella son misterios de la Madre Naturaleza; ella es sólo un instrumento, dice.
La comadrona entrega el bebé a su madre, que lo acoge con una sonrisa entre feliz y exhausta. En ese momento se escucha un trasiego rápido de pies y un hombre vestido con humildes ropas de campesino entra apresurado en la estancia. Se trata de Augusto, el marido de Sonsoles.
–¿Ya? –pregunta nervioso y con gesto serio mientras retuerce entre sus manos el ajado sombrero que hace unos segundos descansaba sobre su cabeza.
--Adelante, Augusto. Ahí tienes a tu hijo... y a tu mujer. Los dos en muy buen estado –contesta Araceli con los brazos cruzados sobre el generoso pecho y una sonrisa satisfecha.
El marido se acerca a la cama y contempla a su mujer con cariño y luego a aquella pequeña criatura que acaba de venir al mundo. Cruza una mirada con Sonsoles y le coge la mano libre –la otra sujeta al niño contra su pecho– entre las suyas. En los ojos de Augusto no hay alegría, sino una dolorosa mezcla de resignación y tristeza.
Cierta noche –ocho meses atrás– en la cual la luna llena ocupaba como hoy su lugar en el firmamento y mostraba un desconcertante halo rojizo, un desconocido atacó por la espalda a Sonsoles cuando caminaba de regreso a su casa a través de los campos. La derribó y ella quedó sin sentido en el suelo. No pudo ver a su atacante en ningún momento. Sólo pudo escuchar, antes de perder el conocimiento, el sonido exagerado de una respiración ronca que hedía de manera espantosa. El desconocido la violó y a consecuencia de ello Sonsoles quedó embarazada. Augusto y ella llevaban más de una década casados, ansiando tener unos hijos que no llegaban, pues Dios parecía tener otros planes para ellos, o ellos así lo pensaban. Al enterarse de la noticia quedaron muy afectados. Ambos eran fervientes cristianos y no se les pasó por la cabeza en ningún momento intentar deshacerse del fruto de aquella violación. Si lo hubieran deseado, no habrían tenido más que visitar a Engracia, la curandera del pueblo, y ella les habría suministrado algún bebedizo con el que interrumpir el embarazo. Esa mujer conocía todas y cada una de las plantas del bosque; y también todos sus secretos. Así pues, Sonsoles continuó portando en su interior la semilla de su misterioso agresor.
Esos ocho meses han bastado para que ella se encariñara poco a poco de ese pequeño que ahora acaba de alumbrar. Para ella es una criatura de Dios. Es cierto que ha llegado hasta ella por caminos equivocados, pero ya se sabe que los caminos del Señor son inescrutables y si esa ha sido Su voluntad, ella no piensa llevarle la contraria.
Augusto no comparte esa ilusión de su mujer. Como hombre de profundas convicciones religiosas y temeroso de Dios sabe que debería aceptar resignado todo lo ocurrido, pero él no ha conseguido hacerlo. Cree con absoluta firmeza que jamás podrá sentir cariño alguno por un niño que no lleva su sangre y por eso, aunque Sonsoles lo ignora, ha rezado con fervor durante noches enteras para que algo pusiera fin a ese embarazo no deseado. Pero con creciente angustia ha tenido que comprobar cómo sus rezos eran ignorados.
***
Pasan los días. El bebé crece al mismo ritmo que la sensación de Augusto de que algo no marcha bien. Intuye un peligro inminente y desconocido. Una rara quemazón interior parece advertirle de que las cosas se van a torcer muy pronto. En ocasiones, mientras trabaja en los campos, se detiene, alza la cabeza inquieto y eleva la mirada al cielo, como si hubiera escuchado algo, tal vez un sonido animal; quizás un aullido. Los montes están cerca y los lobos son los dueños absolutos de aquellos bosques. Augusto no teme a los lobos; los aborrece con todas sus fuerzas. Los considera hijos del diablo. Bestias sanguinarias que merecen morir sin compasión. Se halla intranquilo y alterado por todo ese asunto, pero no comenta nada con su mujer, que apenas tiene ojos ahora para otra cosa que no sea su bebé. El campesino siente la zozobra en su alma y reza cada noche. Le pide al Todopoderoso que le ilumine y le dé fuerzas para los días difíciles que tienen que venir.
***
Hace ya casi un mes que nació el niño. Tras una dura jornada de trabajo, Augusto regresa a casa a pie, como tantas veces. Ya ha oscurecido hace rato y el sol no es más que un recuerdo. En su lugar, la luna ha subido al trono. Y reina majestuosa, plena, vibrante, con un brillo poderoso que hace retroceder las tinieblas, aunque ellas siguen ahí, a la espera de que llegue su momento. El monótono cricrí de los grillos se escucha por doquier en esa tórrida noche de verano. El calor abrasador del día no se ha disipado del todo y Augusto se siente incómodo, aunque no es sólo a causa del calor. Las malas sensaciones que ha venido sintiendo durante ese último mes parecen dispararse esa noche. De manera inconsciente comienza a caminar más deprisa. Algo le urge y no sabe qué es, pero ese algo le asusta. A lo lejos, un agudo aullido rasga la quietud de la noche y el campesino se persigna casi en un acto reflejo.
Se aproxima ya a su casa, que permanece a oscuras, como un borrón negruzco en esa noche de argentífero brillo. ¿Ha temblado la luna? Eso ha creído ver Augusto, que de pronto siente una angustia opresiva e inexplicable.
Llega hasta la puerta de su casa y se queda allí plantado. Tiembla de pies a cabeza. Las malas vibraciones se intensifican y le producen una gran desazón. Algo va mal; muy mal. Los grillos enmudecen de golpe. El aire se aquieta. Los árboles parecen encogerse. Las tinieblas se agitan como si quisieran quitarse de encima el luminoso brillo de la luna. Augusto siente un repentino ramalazo de miedo y todo el vello de su cuerpo se eriza. Musita una plegaria con voz trémula, luego abre la puerta y entra en casa. El corazón le galopa en el pecho mientras un presagio negro como el ala de un cuervo se aposenta en su mente. No se escucha sonido alguno. Parece que no haya nadie. Y ese silencio, ese silencio...
Siente las piernas de plomo y caminar le supone un esfuerzo titánico. Suda a mares, aunque su cuerpo es sacudido por temblores provocados por el miedo. Su respiración se vuelve trabajosa y se da cuenta de que ha empezado a llorar. Se dirige hacia el dormitorio y con una mano temblorosa empuja la puerta entornada. El leve chirrido que emite al abrirse resuena en sus oídos como el grito lejano de alguna bestia. Augusto entra por fin.
El candelabro aparece volcado sobre el aparador y su luz muerta, pero a través de la ventana la luna introduce sus tentáculos luminosos para alumbrar una escena que Augusto contempla con horror y que hace tambalearse su cordura. La mecedora donde Sonsoles se sienta por las noches para amamantar al pequeño está volcada en el suelo. Ella yace a un metro de distancia, boca arriba, inerte. Sus ojos están abiertos de par en par y presentan un brillo que Augusto conoce muy bien; es el que muestran los ojos de las reses cuando son sacrificadas: el brillo apagado de la muerte. De su boca entreabierta surgen regueros gruesos y oscuros que se descuelgan por sus comisuras. El pecho de Sonsoles es una cueva rojiza, un agujero de bordes irregulares y sangrantes. Augusto puede ver el color escarlata con claridad sobrenatural. Un sollozo escapa de su garganta y se siente al borde del desmayo, pero logra permanecer en pie, clavado en su sitio, roto por dentro. Contempla el cadáver de su mujer en silencio mientras derrama lágrimas ardientes.
Entonces se fija en el pequeño bulto que hay tirado en el suelo, justo al otro lado de la cama. Se trata del bebé. Augusto rompe su inmovilidad, agarra el candelabro y prende las velas, que iluminan la escena con una cualidad onírica. Se acerca despacio y contempla al pequeño. Duerme, como sólo pueden dormir los inocentes. Pero Augusto sabe que no es inocente. Lo prueban sus manecitas cubiertas de sangre, al igual que lo prueba el delator cerco rojizo que cubre su boca y su nariz, extendiéndose hasta la barbilla, el cuello y el pecho.
Y sobre todo, sabe que no es inocente porque la visión del cuerpecito del niño ha hecho aflorar de golpe a su memoria un recuerdo perdido en el tiempo; algo que se hallaba soterrado en su subconsciente, sepultado bajo capas de espeso miedo. Una burbuja de dolorosa comprensión ha estallado en su mente en ese mismo instante. Ahora entiende la razón de sus lúgubres presentimientos. Ahora conoce la auténtica naturaleza de ese niño, hijo de un extraño y que jamás debió haber visto la luz. En su infancia había sabido por boca de los más viejos del lugar de ciertos relatos sobre niños lobo. Historias ocurridas mucho antes de que ellos nacieran, que escuchaba sobrecogido por el espanto y que llenaban sus noches de angustiosas pesadillas. Casos extraordinarios de mujeres atacadas por lobishomes, con la única intención de violarlas, y que resultaban preñadas con la simiente de la bestia. Estos niños al parecer heredaban la maldición de su progenitor y la padecían tarde o temprano al hacerse mayores, aunque Augusto no recordaba haber escuchado nunca de ninguno de tan corta edad. De todos modos, sabía que no debía dejarse engañar por su tamaño o apariencia, pues según contaban, la transformación podía hacerles duplicar su estatura y dotarles de impresionante fuerza, así como de temibles garras y poderosos colmillos, cualquiera que fuera su edad. Unas garras y unos colmillos con los cuales el bebé había arrancado de cuajo la vida de Sonsoles.
Augusto se fija con más atención en él y observa que su pequeño estómago está hinchado como un diminuto odre de vino. Una delirante escena se dibuja en su imaginación y trata de apartarla, pero no lo consigue. En ella Sonsoles amamanta al bebé tranquilamente sentada en la mecedora cuando de repente éste se transforma en sus brazos en una horrible bestia. La boca de la criatura es un cepo hambriento que se abre paso hasta el corazón de su madre tras devorar su pecho. Sus garras son garfios afilados que se hunden inmisericordes en su blanda carne. Al campesino se le revuelve el estómago al pensar en su mujer allí sola y aterrorizada, a merced de aquel pequeño monstruo mientras es devorada viva. Trata de no imaginar sus gritos, pero aun así los escucha con demencial realismo dentro de su cabeza. Todo su ser se estremece de dolor y un nuevo sollozo cargado de infinito sufrimiento escapa de él. Pero el dolor transmuta de inmediato en una oleada de hirviente rabia que abrasa las entrañas de Augusto y se obliga a respirar hondo. Aprieta furioso los puños y las uñas se le clavan en las palmas de las manos. Cierra los ojos con fuerza. Cuando vuelve a abrirlos ha tomado una decisión.
***
A la plateada luz de la luna llena se recorta la silueta del atormentado Augusto, montado a lomos de su vieja mula. Lleva consigo un pequeño paquete dentro de una de las alforjas. Su destino es el monte, el bosque, hogar de los lobos. Allí se deshará de la carga que lleva.
Tras cabalgar durante un tiempo indefinido sumido en funestos pensamientos, Augusto decide que ya ha llegado lo bastante lejos. Se detiene y descabalga de la mula. El bosque lo acoge con fría indiferencia y él decide acabar cuanto antes. Saca de la alforja sin miramientos al bebé –que sigue dormido a pesar del ajetreo– y lo deposita en el suelo, entre la hojarasca reseca y las raíces nudosas de un grupo de grandes árboles. Extrae de su zurrón un gran cuchillo cuya afilada hoja lanza destellos asesinos al aire y se arrodilla junto al pequeño, con la respiración agitada y el cuerpo tembloroso. Las mandíbulas tensas, apretadas; la mirada febril y desquiciada. Sujeta el mango con ambas manos y eleva el cuchillo por encima de su cabeza. En ese momento el niño despierta y los ojos de ambos quedan emparejados. Augusto baja el arma y emite un gemido apagado. Rompe a llorar y lanza gritos desesperados al indiferente bosque. No puede hacerlo. No puede matar al bebé. Al fin y al cabo, es una criatura de Dios.
Augusto monta en su mula y abandona el lugar a todo galope tras dejar allí al niño. Un escalofrío le recorre el cuerpo como una gélida corriente de aire cuando escucha a sus espaldas el aullido espectral de los lobos.
Otro buen relato Doc, te felicito.
De nuevo lo fías todo al efecto final mientas creas una atmósfera progresivamente opresiva. Aunque esta vez está menos lograda que en Esclavo de la Luna, al menos para mi. Alguna expresión me parece anacronica (este "malas vibraciones") y alguna escena algo mas larga de la cuenta, pero son detalles de poco fuste.
El caso es que me ha llegado menos aunque el final es escalofriante.
!Y, por fin, lobishommes en el Polidori!
Nota: 4,25
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