Gloria volvió a mirar por la ventana para observar la lluvia mientras se colocaba la capucha de su chaqueta cortavientos roja para cubrirse el pelo. Le encantaba cómo le sentaban aquellas mallas y aquella chaqueta. Cómo le enmarcaba el rostro la tela impermeable y cómo realzaban sus piernas aquellos ceñidos pantalones. Terminó de atarse las zapatillas y salió de casa, dejando escapar un silbido para que Lobo la siguiera. Comenzó con un trote suave, a lo largo del bulevar, antes de meterse en el parque. En aquellos primeros metros ya había acaparado las miradas de las pocas personas con las que se había cruzado. La mayoría la miraban a ella, normalmente los hombres recorrían con los ojos toda su anatomía sin pudor. Ella les mantenía la mirada con una mezcla de descaro y complacencia, la complacencia de quien sabe que ejerce una influencia especial sobre los demás. Sin embargo, todos se detenían invariablemente a mirar a su perro. Mezcla de pastor alemán y Alaska, de lejos la mayoría lo confundía con un lobo. Ante tal deducción, la mayoría experimentaba un pequeño sobresalto. Aquella sensación la divertía. Mucha gente quería tener perros de raza a ignoraban que éstos solían ser más débiles. Pero su Lobo era precioso, regio y leal.
Gloria decidió volver una hora después, empapada en sudor por dentro de la ropa y en lluvia por fuera. Sonrió, satisfecha, como hacía cada vez que lograba vencer la pereza. De regreso a casa se detuvo en un banco de madera para estirar los gemelos. La calle estaba extrañamente vacía y ni siquiera oía el ruido de los coches, de forma que lo único que percibía era el murmullo de la lluvia y el de su propia respiración. Cambió de pierna y se dispuso a estirar el gemelo izquierdo. Poco a poco, como en una ensoñación provocada por el cansancio, le pareció estar oyendo un jadeo a su lado. No era Lobo: éste estaba a su izquierda y el sonido venía de la derecha. Gloria se giró para averiguar de dónde procedía y por poco no se cayó.
Junto a ella, a escasos centímetros, había un hombre. Casi habría podido asegurar que se había acercado a ella para respirar su olor. Era pálido, delgaducho y llevaba una horrible camisa de cuadros y un viejo pantalón con tirantes. Olía a rancio y se estaba empapando, pero no parecía importarle.
Sonrió. A Gloria le dio un escalofrío.
—Das asco, tío —le dijo mientras recuperaba el equilibrio y se colocaba detrás de Lobo.
Él no dijo nada. Ni siquiera pestañeó. No dejó de sonreír.
Gloria cruzó la calle hacia su casa, murmurando un «pervertido» mientras lo hacía. El tipo siguió mirándola desde lejos. La chica se acercó a su jardín y abrió la verja. Cerró con llave y se dirigió a la puerta de la casa. Pero antes reparó en algo.
Sobre el capó del coche había una bolsa con el logotipo de un restaurante. Con una pegatina. «Lobo» era todo lo que decía. La tinta se estaba borrando con la lluvia. Gloria asomó la cabeza a la bolsa y vio su contenido. Parecían chuletas, o más bien restos de ellas. Seguramente las había dejado allí Brígida, pues el restaurante de la bolsa estaba cerca de su casa.
—Mira, Lobo: Brígida te ha traído huesos.
Abrió la bolsa y dejó caer el contenido. Lobo se abalanzó sobre él con avidez mientras Gloria entraba en casa e iba tirando la ropa por el pasillo, camino a la ducha.
—¿Y está bueno? —preguntaba una voz al otro lado del teléfono.
—Está más que bueno —aseguró Gloria mientras se dibujaba con precisión cirujana la raya del ojo—. Y está forrado. Es la tercera vez que me invita a cenar. Y no me deja pagar nada.
—¿Cómo se llama?
—Alejo.
—¿Y ya habéis…?
Gloria se rio mientras dejaba el lápiz y buscaba la máscara de pestañas.
—Claro que no. Está dispuesto a regalarme muchas más cosas e invitarme a muchas más cenas para meterme en su cama.
—Cómo eres.
—Soy práctica. Exploto mis virtudes.
—Entonces ponte el vestido rojo. Siempre te ha quedado muy bien ese color.
—Lo sé —concedió mientras se recolocaba el escote—, ya lo llevo.
—Estás más callada de lo habitual. ¿Estás bien?
Alejo posó sus clarísimos ojos en los de Gloria mientras le servía vino. La joven se tomó un momento para contemplarlo, con aquella chaqueta que enmarcaba sus anchos hombros como sólo un traje a medida podía hacerlo.
—¿Cómo es que estás tan moreno en pleno otoño?
Alejo se rió dejando ver una hilera de blanquísimos dientes. Se pasó la mano por el pelo negro donde ya comenzaba a asomar alguna que otra cana y dio un sorbo de su propia copa.
—Supongo que es mi tono de piel.
—¿Y qué te ha pasado en la mano?
—Ah, ¿esto? Nada, que soy muy listo y al recoger los cuchillos he agarrado uno al revés. Me han dado un par de puntos. Bueno, cuéntame, ¿qué te preocupa?
—Es una tontería. Esta tarde, cuando volvía de correr, se me ha acercado un tío un poco raro. Tenía pinta de pervertido.
—Es normal que los tíos se te queden mirando como pervertidos… —aseguró Alejo mientras le rozaba la mano con las yemas de sus dedos.
Gloria ahogó una sonrisa y apartó la mano.
—El problema es que al salir de casa esta noche he vuelto a verlo, en un banco enfrente de mi casa. Como si me estuviera vigilando.
—Vaya. Eso ya es otra cosa. Pero tampoco te preocupes. Ese tipo de gente suele ser inofensiva. Aunque, si tienes miedo, puedes venir a dormir a mi casa…
—Qué listo eres.
—A mí me parece más bien que tú eres la lista. Me tienes loco y lo sabes. Sin embargo, eres como un témpano de hielo.
—Yo creo que más bien lo que te pasa es que estás acostumbrado a conseguir todo con demasiada facilidad. Y no te gusta esforzarte.
Gloria sonrió mientras le mantenía la mirada. Sintió la mano de Alejo posarse sobre su rodilla. Dejó que los dedos se paseasen por ella durante un segundo antes de apartarse, sin dejar de mirarlo.
—Sí que eres dura. Pensaba invitarte a cenar mañana de nuevo, pero te veo tan cerrada en banda que…
—Mañana no puedo. Me toca ir a dormir con mi abuela.
—¿Con tu abuela?
—Bueno, en realidad no es mi abuela, es una tía de mi madre. Está bastante deteriorada, pero se niega a contratar a un cuidador. Así que hacemos turnos para que no pase la noche sola. Mañana me toca a mí.
—Podría acompañarte. Me la presentas y duermo yo también allí.
Gloria volvió a reírse. Alejo terminó su vino y se sirvió otra copa.
—Sí que eres un hueso duro de roer.
Un suave pitido la despertó por la mañana. Le dolía la cabeza. Demasiado vino en la cena. Miró el teléfono. Un Whastapp:
Le estoy cogiendo el gusto a esto de esforzarme…
Alejo. Gloria se rio. Después reparó en la hora. Llegaba tarde.
—¿Lobo?
Su perro estaba echado junto a ella. Pero aquello no era normal. Lobo solía amanecer repleto de energía y la despertaba con lametazos en la cara, más contento que unas castañuelas. Esperaba que estuviera bien. Tal vez se sentía algo abandonado. Últimamente salía mucho.
Gloria se puso en pie de un salto, le dejó agua y se puso en movimiento.
Puso el café en un termo y se lo fue bebiendo mientras salía de casa y caminaba hacia la parada del autobús. Seguía lloviendo, pero los asientos estaban secos. Se sentó mientras daba otro sorbo.
Fue al levantar la vista cuando vio de nuevo a aquel extraño tipo. Estaba muy serio. Llevaba la misma horrible camisa del día anterior y parecía que no le importaba mojarse. Ladeó la cabeza, sin dejar de mirarla y, desde el otro lado de la calle, habló con voz firme:
—Caperucita, ¡cuidado con el lobo!
En ese momento llegó el autobús. Gloria se puso de pie tratando de reprimir un fuerte escalofrío que se extendió como un latigazo por toda su columna vertebral. Entró en el vehículo a todo correr, pero, una vez dentro, no se atrevió a mirar por la ventana.
—Que tengo que trabajar…
—Dime qué llevas puesto y después de dejaré concentrarte…
—Alejo, por favor…
—Vale, ya lo dejo. ¿Irás hoy a ver a Brígida?
Gloria se rio.
—¿Qué pasa?
—Pues que debo de ser un poco pesada hablando de ella. Hasta te has aprendido su nombre.
—Sí, claro… —respondió vacilante—. ¿Irás?
—Tengo que hacerlo.
—Me habría encantado invitarte al cine, y a cenar. Y a lo que quieras.
—Tendrá que ser otro día.
Gloria cruzó las piernas en la silla de oficina y apretó suavemente los labios.
—Una falda ajustada de color gris y una blusa roja.
Al otro lado del auricular oyó una risa de complacencia.
—Gracias. Ya te dejo en paz. Un beso.
Gloria colgó. Pero enseguida volvió a sonar el teléfono. ¿Qué querría ahora Alejo?
Pero en la pantalla no aparecía su foto. Sólo se leía «Número desconocido».
La chica arrastró el icono verde por la pantalla y habló.
—¿Quién es?
Pero nadie respondió.
La imagen del tipo del bulevar apareció en su mente.
—No tiene gracia.
Pero lo único que oyó fue una respiración entrecortada, casi jadeante. Y, después, algo que le pareció un aullido.
Gloria apartó el teléfono de su oreja y colgó. Sintió un nuevo escalofrío al pensar en volver a casa y cruzarse de nuevo con aquel perturbado.
Seguía sentado en el banco del bulevar cuando regresó y ya comenzaba a anochecer. Gloria entró en casa todo lo deprisa que pudo, intentando disimular, como si no hubiera reparado en él. Tenía a Lobo, se dijo. Si alguien se acercaba, su fiel perro la protegería.
Pero se asustó al ver que su mascota no salía a recibirla.
—¿Lobo? —llamó con la voz llena de temor.
Lobo estaba dentro de la casa, echado sobre la alfombra de la entrada. Gimoteaba y vomitaba algo… algo de color negro, espeso.
—¡Lobo! —Corrió hacia él. No había duda de que lo que había expulsado era sangre.
—Ya está, ya he llamado a la policía y les he dado la descripción que me has dicho —dijo Alejo, volviendo a la sala de espera del veterinario—. Irán a darse una vuelta. De todas formas, no te preocupes, no te voy a dejar sola.
Se sentó junto a ella y la abrazó por los hombros.
—¿Has avisado a tu abuela?
—Sí… —la voz le salió demasiado débil. Estaba asustada, pero a Brígida sólo le había enviado un mensaje. No se atrevía a volver a explicar todo aquello.
—Hey, tranquila.
—Estaba ahí mientras yo salía a la calle con Lobo en la parte de atrás del coche, vomitando —dijo Gloria, con la mirada perdida—. ¿Y sabes lo que me ha dicho cuando he pasado a su lado?
»—Caperucita, cuidado con el lobo.
Alejo resopló antes de darle un beso en la frente.
—Un loco que se cree que está en un cuento. Puede que hasta se crea que es un lobo. Lo llaman licantropía clínica.
»Pero, tranquila, todo se solucionará. Oye, es muy tarde y tú no has comido nada en horas. ¿Me dejas que te dé algo de cenar en mi casa? Está ahí enfrente.
Gloria alzó la cabeza.
—¿Vives en este barrio?
Alejo estrechó el abrazo.
—Te daré una tila y cena. No tardaremos mucho. Ahí dentro el veterinario tiene para casi dos horas.
Gloria asintió mientras apoyaba la cabeza sobre el hombro de Alejo. Se sintió reconfortada, tranquila.
—¿Es el veterinario? —preguntó Gloria al oír sonar el teléfono sobre la mesita de noche.
—No, tranquila —aseguró Alejo, tras asomarse para comprobar el número. Regresó a la cama y volvió a colocarse sobre Gloria. Le recorrió el cuello, el pecho, con suaves mordiscos. Luego el vientre. Siguió bajando.
—Estamos al lado de la clínica, no te preocupes. Te vendrá bien desconectar. Relájate y disfruta.
Gloria cerró los ojos y comenzó a respirar, más y más profundamente. Sentía cómo su cuerpo se calentaba, se oyó a sí misma jadear…
Y entonces volvió a sonar el teléfono. Gloria se separó bruscamente de Alejo y se abalanzó sobre el aparato.
Era un mensaje. Pero no tenía sentido. Lo leyó varias veces. Pensó que tal vez estaba aturdida. Pero…
Cada letra le había acelerado el pulso. El pánico inundaba sus venas. Su cuerpo se enfrió en una milésima de segundo.
La remitente era la veterinaria.
«Gloria, no me coges el teléfono. Llámame, es MUY URGENTE. La carne que estaba comiendo tu perro estaba envenenada. Carne HUMANA envenenada.»
—Caperucita, cuidado con el lobo —le susurró Alejo al oído, mientras se abalanzaba sobre ella y le tapaba la boca y la nariz con la palma de la mano.
Gloria se resistió con torpeza, pero sólo pudo sentir aquella fuerza, el peso de Alejo sobre su cuerpo y su mano, apretándole fuertemente la cara. Antes de perder el sentido distinguió un brillo animal en sus ojos.
—Despierta, Caperucita.
Gloria abrió los ojos. Sólo vio un techo blanco. Pero algo le tapaba levemente el ojo derecho. Algo de color rojo.
La muchacha sintió que su cuerpo se clavaba sobre algo parecido a una alambrada. Trató de moverse, pero se dio cuenta de que tenía las manos y las piernas atadas. El cuello también. Al girar la cabeza se dio cuenta de qué era lo que había tapado su vista. Era la capucha roja de su cortavientos. No llevaba nada más.
—Tu puto perro casi me fastidia la diversión, ¿sabes?
Gloria giró la cabeza hacia el otro lado y vio a Alejo. Vio claramente aquella mirada animal. Parecía muy tranquilo, decidido y ávido. Su verdadera apariencia, sin máscaras.
—Me mordió en la mano —añadió, mientras se quitaba la venda—. Pero si me lo cargaba demasiado rápido, tú habrías podido sospechar. Y el puto colgado ése que te miraba desde la calle. El de la camisa de cuadros. Casi podía haber sido el leñador de esta historia.
Estaban en una habitación sin ventanas, con una luz demasiado blanca, demasiado intensa y pura. Detrás de Alejo habría algo cubierto con una sábana. También un estrecho armario de madera enmohecida. El hombre utilizó la mano herida para levantar la tela de un tirón.
Gloria comenzó a gritar, aunque el espanto hacía que de vez en cuando le faltase el aire. Volvía a cogerlo, al límite del desmayo, sólo para chillar de nuevo.
Allí estaba aquel hombre que tantas veces la había advertido. Su camisa de cuadros estaba empapada de sangre seca y negra. Le había arrancado la garganta.
—En serio, ni en mis mejores sueños habría imaginado una historia tan redonda —añadió tranquilo, con una amplia sonrisa, mientras se acercaba y le acariciaba el rostro. Gloria empezó a llorar—. Ahora entiendo por qué tu abuelita me echó a mí la maldición. Esa bruja. Quería que se cumpliera todo. Tú, con tu caperucita roja tapándote el pelo y enmarcando esa mirada de golfa. Porque eso es lo que eres. Y una calientapollas aprovechada, mi querida Caperucita.
Gloria trató de resistirse, pero agarró su cabeza con ambas manos antes de besarla y meterle la lengua en la boca.
—Y qué bien sabes —añadió, mirándola sin despegarse de ella—. Toda tú. Ya me entiendes.
Alejo se separó de ella y le dio la espalda.
—Caperucita, que iba a ver a su abuelita, pero el Lobo Feroz llegó antes que ella. La abuelita era una puta y una bruja, quería darle un escarmiento a la niña y por eso maldijo al hombre para convertirlo en lobo. Hizo que todo el mundo pensara que estaba loco. Pero no. Él sabía lo que tenía que hacer. Aunque no le dio la gana de seguir sus reglas. No pensaba esperar a la siguiente luna llena. La abuelita trató de huir… escondiéndose. Ya sabes dónde, ¿no?
Alejo abrió el armario. Gloria sollozó. En el estante superior estaba la cabeza de Brígida. Grisácea, como si fuera de cera. Con un gesto de absoluto y profundo espanto.
—Venga, no te pongas así. ¡Es parte del cuento! Además, tu querido perro comió sin reparos. No debía de estar tan mala. A mí me gustó, aunque estaba un poco seca. Eso sí, hoy espero cenar algo más exquisito.
»Aunque eres un poco menuda. Me va a costar dejarme algo para el día de la transformación.
Alejo abrió uno de los cajones del armario y extrajo un machete de cocina casi cuadrado. Lo meció a un lado y a otro mientras se acercaba a Gloria. Ella se removió, luchando por librarse de las ataduras. Los hierros que tenía bajo el cuerpo se le clavaban en cada intento por escapar.
Se acercó a ella y, con la mano que le quedaba libre, le presionó el vientre sin dejar de sonreír.
—Estás tiernecita. Al punto, sin duda debe ser así. Venga, tranquila — añadió mientras Gloria rompía a llorar de nuevo y él le pasaba la mano por la frente cubierta con la capucha roja—. No te va a servir de nada todo ese lloriqueo. Y no quiero que me estropees esta cena.
Alejo se colocó a sus espaldas. Gloria oyó el clic de un botón.
—Es hora de acabar el cuento.
Gloria dejó de ver a Alejo, pero le oyó aullar. Demasiado agudo. Entonces comenzó a sentirlo. Calor, un intenso calor. Y se dio cuenta de que no estaba atada sobre una alambrada en posición horizontal. Se estaba quemando. Olor a carne chamuscada. Aquellas finas barras metálicas que se le clavaban en el cuerpo eran resistencias, que se calentaban demasiado rápido. Una parrilla, una parrilla, estoy sobre una gigantesca parrilla…
Gloria ya no tenía fuerzas para chillar. Su último hálito de consciencia le permitió dar gracias al darse cuenta de que iba a perder el sentido, mientras los hierros de la barbacoa se ponían al rojo vivo.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.