~~A John Landis por su magnífica “Un hombre lobo americano en Londres”
Aún existen lugares por los que el tiempo parece no pasar.
East Proctor es uno de ellos.
El pueblo apenas logra perfilarse entre los bancos de niebla que suelen emanar de la tierra húmeda que lo circunda, permaneciendo de este modo oculto la mayor parte del día. Sus ya escasos habitantes se hallan cómodamente parapetados en el pasado, a resguardo de un progreso que no solo no comparten sino que además prefieren ignorar por completo.
Acunado en el fondo del sombrío valle que le ha dado cobijo desde su levantamiento, los caminos y carreteras que comunican East Proctor con otras poblaciones se encuentran en desuso desde hace más de una década, hecho que la naturaleza ha aprovechado a conciencia, recuperando el terreno que otrora ganara el hombre y expandiendo un manto de broza salvaje que ha ido borrando toda huella de civilización.
Una sola señal hace indicar que el pueblo aún se encuentra habitado, y es la amedrentada luz que a ratos se escapa por los sucios ventanales del pub El cordero degollado.
En el interior del local, unos cuantos hombres de rostro ajado y cuerpo agostado pasan la mayor parte del día compartiendo media pinta de cerveza y quedos murmullos. Taciturnos, casi siempre soñolientos, sus ojos derivan en las mareas del pasado, cuyos neblinosos ecos aún les hace estremecerse de vez en cuando.
Las jornadas se suceden una tras otra sin apenas cambios, lánguidas, casi arrastradas en un devenir melancólico en donde las habituales toses y alguna frase suelta vienen a romper el silencio opresivo que ellos mismos han ido creando con el paso de los años.
Sin embargo, ese día sería distinto a los demás.
La tarde ya declinaba cuando la puerta del pub fue abierta casi por sorpresa. Nadie se lo esperaba, pues ya estaban sentados a las mesas los parroquianos habituales. No faltaba ni sobraba nadie, por eso todos giraron los cuellos hacia el mismo punto.
Silencioso, con paso seguro, el inesperado visitante se acercó a la barra y pidió un plato de sopa caliente. Anteriormente, y para gran orgullo de sus inquilinos, en El cordero degollado solo se servían licores y cerveza, pero la edad media de la clientela actual invitaba a aumentar la carta con algún que otro alimento, además de los siempre agradecidos caldos calientes que tanto reconfortan a los que ya acumulan demasiados inviernos.
El forastero, cuyo rostro apenas se divisaba tras la tupida mata de pelo y una barba sucia además de enmarañada, se quitó el abrigo y el gorro con el que se cubría, pero mantuvo la gruesa bufanda que rodeaba su cuello. Tenía el descuidado aspecto y característico mal olor de un vagabundo. Colgó la ropa en un perchero, fue al excusado y después tomó la sopa entre sus manos, sentándose cerca del fuego. Sus movimientos fueron naturales, precisos, como si conociera el lugar.
Por eso nadie le quitó el ojo de encima.
Fue a mitad de su condumio cuando levantó la vista. Aguantó todas y cada una de las escrutadoras miradas que estaban posadas sobre él, y acto seguido sonrió con una estudiada mezcla de desprecio y malignidad; después volvió a concentrarse en terminar su sopa. Lo hizo despacio, alargando el momento de forma deliberada.
Los hombres comenzaban a volver a ensimismarse en sus asuntos cuando el forastero se levantó de improviso, arrastrando ruidosamente la silla hacia un lado y sobresaltando a los demás. Fue a la barra otra vez y en esta ocasión solicitó una pinta. Mientras se la servían se quedó mirando fijamente una de las paredes, en la que ya apenas se podía distinguir el descolorido dibujo de un pentagrama, flanqueado por sendas velas de sebo rancio encendidas.
—Deberíais cuidar esa marca —dijo el desconocido abruptamente—; nunca se sabe cuándo podría hacer falta su protección en una tierra maldita como esta, tan llena de inexplicables misterios.
El efecto que tuvieron tales palabras entre la anodina clientela del pub fue desmedido, sobrecogedor a la vista de las reacciones de la mayoría de aquellos hombres.
Uno de los más veteranos, de nombre Neil Tarvish, se lo quedó mirando durante un momento. Entrecerró los ojos, rebuscó en su memoria, pero al final desistió: no conseguía ubicar a aquel ¿forastero?
—¿Qué sabes tú de esa marca? —terminó por preguntar Neil con cierta cautela.
—Yo solo sé que hay que tener cuidado con la luna —contestó el desconocido al tiempo que echaba una mirada al exterior, a las alturas, como si estuviera buscando algo en concreto—. Es lo que se suele decir por aquí, ¿o acaso me equivoco?
Un temblor no nacido del frío sacudió a los parroquianos, que cruzaban miradas de estupor. A más de uno se le atragantó la pinta. Neil se incorporó, decidido.
—Mira, gilipollas, no sé quién eres ni qué coño estás buscando aquí —comenzó a decir, lenta y amenazadoramente—, pero te aseguro que no nos gustan los mendigos malolientes como tú. Acábate cuanto antes tu cerveza y lárgate de aquí antes de que te echemos por la fuerza.
—Muy bien —respondió el aludido—. Eso mismo tenía pensado hacer. Y ya que lo has mencionado, te diré una cosa que he aprendido con el paso del tiempo: no hace falta ser un mendigo para tener mal olor. Otra cosa es que nadie se atreva a echártelo en cara.
Espoleado por la afrenta, Neil hizo ademán de lanzarse contra el vagabundo, pero dos amigos suyos lo detuvieron. La ira pronto se disipó y, un poco a regañadientes, el ofendido veterano volvió a sentarse, mascullando insultos varios por lo bajo.
Muy pronto regresaron la calma y las conversaciones en voz baja. En la viciada e insalubre atmósfera del local flotaba un denso celaje de humo de tabaco, que se arremolinaba como un ente vivo cuando alguna corriente perdida de aire acertaba a entrar en el pub. Solo se escuchaba el esporádico crujido de la madera del local al contraerse a causa de las bajas temperaturas.
Fue entonces cuando el desconocido dio el primer sorbo a su pinta. Fue un sorbo largo, ruidoso, vulgar y… reconocible.
Un par de jarras cayeron al suelo y, como ocurriera con anterioridad, todos los hombres se volcaron en observar al ¿desconocido? El hombre, advirtiendo que había conseguido atraer toda la atención posible, levantó su pinta a modo de brindis, guiñó un ojo y volvió a dar otro peculiar y sonoro sorbo a su cerveza.
—¡No puede ser! —gritó alguien desde algún lado—. Tú…
—Eres Cailen McNaill —terminó de decir Neil—. Con ese pelo y esas pintas de indeseable no te había reconocido.
—He de admitir que en otros tiempos tenía mejor aspecto —concedió Cailen mientras se levantaba—; sin ir más lejos, cuando aún vivía aquí, en East Proctor.
—¿Qué te ha traído de vuelta después de tantos años? —preguntó Neil con arrogancia. A su espalda, los demás hombres comenzaron a levantarse—. Creí que había quedado claro que no te queremos con nosotros. Te lo vamos a tener que explicar otra vez, y no te va a gustar. No, señor…
—Y todo por querer ayudar a ese pobre chaval americano —contestó Cailen, ignorando el tono amenazador de Neil—. Lo que le pasó a él y a su amigo fue culpa nuestra; los dos murieron, por si nadie se acuerda ya.
—¡Eso no importa ahora! —gritó Neil, las venas de su cuello hinchándose por momentos—. Te fuiste de la lengua con ese doctor que vino de Londres. ¡Llegaron policías al pueblo y estuvieron varios días por aquí metiendo las narices! ¡Incluso un juez llegó a interrogarnos!
—Por suerte no averiguaron nada; se fueron con las manos vacías —dijo uno de los hombres. El resto asintió con vacilantes movimientos de sus cabezas.
—Una suerte, claro… —dijo Cailen con cierta afectación, la espalda encorvada y los ojos mirando al suelo. De improviso se irguió, recobrando la compostura—. Una suerte que ahora terminará para vosotros.
En ese instante se dejó oír un largo aullido, que sonó cercano. Demasiado cercano. Una gota de sudor bajó por el rostro de Neil, que por unos segundos se quedó paralizado. Sin embargo, no tardó en reaccionar, y con un rápido ademán hizo que dos hombres atrancaran la puerta.
—¿Sabéis? He conocido gente —reveló Cailen—. Gente muy interesante.
Neil evaluó la situación. Tenía seca la garganta y no le salían las palabras. Echó un vistazo a sus compañeros, y enseguida supo al contemplar esos semblantes transidos y faltos de aplomo que no iba a encontrar demasiada ayuda.
Los hombres fueron retrocediendo hasta agolparse en la parte final de la barra. Solo Neil mantuvo el tipo; al menos por el momento.
—Todos estos años vagando por los páramos como un apestado —continuó Cailen, que comenzó a quitarse la bufanda lentamente—, pasando hambre, frío y todo tipo de calamidades. Fui rechazado en mi propia tierra, nadie me ofreció su ayuda. Mi propia familia me repudió…
»Vagué sin rumbo durante Dios sabe cuánto tiempo, durmiendo en ruinas y en iglesias abandonadas, sin más compañía ni calor que el que me ofrecían algunos animales, robando para poder comer y vivir, loco de dolor por no poder acercarme a mi propia casa… Y entonces los encontré. Los encontré, sí. Eran muy pocos, y parecía que lo estaban pasando tan mal como yo. Vivían hacinados en cuevas y pasadizos subterráneos, y tenían mal aspecto. Muy mal aspecto, la verdad. A pesar de todo me ofrecieron cobijo y, a su manera, alimento… Me hicieron uno de los suyos, ¿veis?
Descubierto su cuello, Cailen mostró el largo surco de una herida ya cicatrizada, que se asemejaba claramente a una dentellada. Se escuchó un sollozo desde la parte de atrás. Alguien trató de forzar los barrotes de una ventana, sin éxito. Neil también comenzó a retroceder; tropezó y cayó de espaldas. Volvió a escucharse el aullido, que en esta ocasión fue respondido por un auténtico y demencial coro. Daba la impresión de que estaban justo al otro lado de la puerta. Se escucharon unos roces en la madera, que devinieron en frenéticos arañazos.
Alguien, o algo, acechaba ahí afuera, y tenía prisa por entrar. Los aullidos y gruñidos arreciaban, cada vez más impacientes… La puerta se combó y astilló al recibir una violenta embestida. Un espantoso ojo infernal se dejó entrever, acompañado por un rugido inquietante.
Neil se arrastró por el suelo, incapaz de levantarse a causa de los temblores, dejando tras de sí una mancha de orina. Cailen se dio la vuelta para volver a mirar por el ventanal, esperando una señal.
—Hace poco que nos decidimos a salir, y lo cierto es que no nos ha ido nada mal. Visitamos aisladas y perdidas aldeas como esta, invitando a sus escasos habitantes a unirse a nosotros.
»Como ya he dicho, he pasado por tiempos difíciles. Pero ahora tengo una nueva familia —dijo de espaldas a los demás—. Atípica, pero familia al fin y al cabo. Os los presentaré, me han acompañado hasta aquí.
Otro golpe hizo saltar la bisagra superior de la puerta. Negras garras asomaron entre centelleantes y alucinatorias miradas. —Y por cierto —prosiguió Cailen—, estamos buscando un nuevo hogar en el que poder instalarnos, y a juzgar por lo que escucho, East Proctor parece haberles gustado. No me extraña, es un pueblo tan acogedor…
Las nubes que hasta ese instante habían sostenido una mortaja ante la luna se abrieron, irradiando así el astro su plateada y fatídica luz. Entonces Cailen se giró, y sus cambiados y aterradores ojos de bestia salvaje dejaron en el aire una estela amarillenta que tremoló durante un instante antes de desaparecer.
Un relato con un nivel narrativo muy alto. Para quitarse el sombrero, vaya. Desde el paisaje a la taberna, sus gentes, y el desenlace están descritos con mucha maestría. No solo se hace ameno, sino que se disfruta muchísimo su lectura.
Ahora bien, le he dado muchas vueltas a la cabeza sobre el siguiente tema. Creo que el relato no se limita a ser solo un homenaje a la peli de John Landis. Para mí un homenaje es que haya momentos en tu relato que me recuerden a Un hombre lobo americano en Londres, pero NO un relato dentro del mundo de esa peli. Quiero decir, has cogido un escenario (hasta la taberna se llama igual) que fue inventado por el director. Hasta hablan de los personajes de la peli y, de hecho, la trama parte gracias a un hecho trágico de la película.
Mi pregunta es: ¿Cuánto de inventado por el autor hay en este relato? Y lo único que encuentro es el desenlace, el resto lo has cogido prestado.
Es por ello que no puedo ponerle la nota que realmente, por calidad, se merece.
Le doy 3 estrellas, porque al igual que suma mucho su narrativa, le resta mucho el segundo punto comentado.