César se despidió de sus amigos en la puerta de la calle. Se le veía serio y preocupado, incluso asustado, en contraste con ellos, que se marcharon riéndose y comentando la experiencia que habían vivido en su habitación.
Sus padres estaban fuera y tenían la casa a su disposición. Quedaron en pasar la tarde allí, y tal vez cenar algo antes de irse por ahí de fiesta. Empezaron a beber y a fumar porros y a reírse de todo y de todos. Y en medio de las risas alguien propuso hacer una Ouija.
César se preguntó por qué les había dejado hacerlo. Él se había opuesto, no le gustaban esas cosas, pero Gorka, que cuando se lo proponía podía ser tremendamente gilipollas, se había burlado de él, llamándole “gallina” y cosas por el estilo. El caso es que al final dio la batalla por perdida y los cinco se sentaron alrededor de su escritorio, sobre el cual el tablero con las letras del alfabeto y un vaso de cristal parecían estar esperándoles.
La sesión de Ouija podía comenzar.
Entre risas –no las de César–, habían comenzado aquella tremenda estupidez. Cinco dedos índice se habían apoyado en el vaso de cristal, que estaba boca abajo, como debía ser, y Sebas, con su voz ligeramente aflautada, había lanzado al aire de la habitación la consabida fórmula: “Si hay alguien ahí, que se manifieste”. Y luego añadió: “Por favor”, lo cual tuvo el efecto de provocar las risas de los otros, menos de César. Él no soltó una sola risa aquella tarde. En realidad, no volvió a reír jamás.
–¡Chisssst! –mandó callar Sebas a sus amigos–. Si estamos de cachondeo no va a venir ningún espíritu.
Más risas sucedieron a aquel comentario, pero finalmente se extinguieron y logró hacerse el silencio. Los cinco adolescentes mantenían sus dedos sobre el vidrio, esperando.
–¡Joder! Esto es un rollo y una mierda como una casa –dijo Pau tras unos minutos sin que pasara nada–. Además, todos sabemos que el vaso se mueve por impulsos inconscientes de los músculos de la mano.
–¡Calla, Pau! ¿Así cómo quieres que pase algo? –dijo Sebas algo molesto.
–Pau tiene razón, Sebas. El vaso lo mueven sin querer los que participan en la Ouija –medió Cristian.
–¿Ah, sí? Muy bien, listillos –dijo Sebas–. Es vuestra opinión, pero ahora vamos a comprobarlo, ¿vale?
–Claro que sí –animó Gorka–. A no ser que haya algún gallina que no quiera continuar.
Lo dijo mirando burlón a César, que hizo como si no lo hubiera escuchado y mantuvo la vista fija en el tablero. Estaba inquieto y nervioso.
Volvieron a quedarse en silencio y Sebas, por si acaso, volvió a lanzar al aire la invitación a que se presentara algún espíritu. Hubo otro par de minutos más sin que hubiera el más mínimo movimiento del vaso.
–¿Veis lo que digo? –preguntó Pau–. Nada, una mierda como u...
No terminó de decir la frase porque en ese momento arrancó de nuevo con un brusco movimiento.
Hubo un grito unánime a causa del susto provocado por el “despertar” del vaso. Todos separaron sus dedos de él, pero una vez recuperados de la sorpresa, Sebas soltó una carcajada triunfal y volvieron de nuevo a la carga.
–¿Quién eres? –preguntó.
El vaso se agitó brevemente y a continuación empezó a deslizarse por el tablero.
“Espíritu”, fue la palabra resultante.
–Anda, mira qué bien, pero si es un espíritu –dijo Gorka burlón–, yo pensaba que era una tortuga ninja.
–¡Calla, coño! –le reprendió Cristian.
Sin hacer caso de la interrupción, Sebas preguntó:
–¿Qué clase de espíritu? ¿Puedes explicarte?
De nuevo el vidrio arrancó con brusquedad y comenzó a unir letras.
“Uno de los malos”, fue la frase que se formó, al mismo tiempo que una ráfaga de viento gélido se escurrió entre ellos.
César dio un respingo y apartó el dedo del vaso.
–¡Pero tío, no quites el dedo! –exclamaron todos a la vez.
Pero no hizo falta que César uniera sus dedos a los de ellos, porque antes de poder hacerlo, el vaso empezo un baile frenético sobre el tablero y en menos de cinco segundos compuso una nueva frase.
“Uno de los peores”.
Los ojos de César se agrandaron como si quisiera dejar entrar en ellos toda la luz del mundo.
–¡Basta! –exclamó, visiblemente asustado– Esto no tiene ninguna gracia. ¿Es que no habéis notado ese viento helado hace un momento?
–Claro que la hemos notado –respondió Gorka–. Ya ves, un poco de aire frío que habrá entrado por cualquier ventana y tú te asustas.
–Lo que tú digas, pero como la casa es mía, digo que lo dejemos ya. Y punto –dijo César tajante.
De mala gana levantaron sus dedos del vaso. César casi esperaba que empezara a moverse solo, pero se quedó en su sitio, como debía ser.
–Vale, cortarrollos, ya lo hemos dejado. ¿Contento? –dijo Sebas.
Pero César no estaba nada contento, en absoluto. Le hubiera gustado no empezar aquello, pero ahora ya no tenía remedio.
–Bueno –dijo Cristian–, pues si hemos acabado, recogemos el tablero... y rompemos el vaso.
–Es verdad –comentó Pau–. Se dice que hay que romperlo para que los espíritus que hayan acudido no se queden atrapados dentro. Podría ser malo.
–Vale, pues ya lo rompo yo –dijo César enseguida.
Fue a buscar un trapo para envolver el vaso y un martillo para golpearlo. Cuando regresó, sus amigos fumaban y bebían como si fueran a batir una plusmarca. César miró el vaso con aprensión y lo cogió para envolverlo y darle un martillazo. Cuando su mano rozó el cristal sintió una desagradable sensación que comenzó en la yema de los dedos y se propagó por todo su cuerpo. Asustado, lo envolvió con rapidez en el trapo y le descargó un martillazo con tantísima fuerza que hizo temblar el escritorio.
–¡Eeeeh! Tranquilo, que se trata de romper el vaso, no la mesa entera –dijo Pau.
Todos rieron menos César, que no hizo caso del comentario y era incapaz de apartar la mirada del trapo con los pedazos de cristal roto.
Habría jurado que en el momento exacto de romper el vaso había escuchado una risa siniestra. Una risa que al parecer, ninguno de sus amigos había percibido.
–¿No habéis oído una risa? –preguntó sin dejar de mirar el trapo.
–Sí, claro, las nuestras –respondió Gorka, y esa respuesta desencadenó más risas.
–Venga, César, no te ralles, tío. Son imaginaciones tuyas –sentenció Cristian.
César lo miró, deseando que lo fueran, y deseando que aquello que se había manifestado allí no fuera un espíritu maligno.
Y no lo era. Era algo peor.
Cinco meses después.
César se retuerce boca arriba en su cama, arqueando la espalda de tal manera que sus huesos crujen y parece que vaya a romperse la columna. Se sacude tan violentamente que la cama se desplaza casi veinte centímetros de su sitio. Emite ruidos guturales, animalescos, y la voz ronca que sale de su garganta es antinatural y terrorífica. Su cara se ve grotescamente deformada y sus ojos son dos ascuas verdeamarillentas que destilan una enorme maldad. El agua bendita arrojada sobre su cuerpo sisea como si hubiera caído sobre unas brasas y provoca que pequeñas nubes blanquecinas se eleven desde varios puntos en su piel.
De repente, el cuerpo de César deja de convulsionarse, se desploma sobre la cama y la calma reina por unos segundos. Su cara se transfigura y de pronto vuelve a ser la de un chaval; un chaval cuya voz pide ayuda de forma desgarradora.
–¡Papá, mamá, ayudadme, por favor! ¡Por favor, ayudadmeeeeeee!
Y de pronto el cuerpo se tensa de nuevo. La voz gutural y cavernosa vuelve a tomar el control, emitiendo una ronca y malévola carcajada. El cuerpo del adolescente empieza a agitarse como un muñeco en manos de un niño.
Sus padres, Reme y Carlos, lo observan todo desde el umbral de la puerta, acompañados del Padre Carrión, el encargado de realizar el exorcismo y el que le ha rociado con agua bendita. El Padre Carrión tiene casi ochenta años y es uno de los mejores exorcistas del país, con numerosas intervenciones llevadas a cabo con éxito. Lleva ya casi una semana intentando liberar al chico del demonio que lo posee, pero éste se ha revelado como un enemigo formidable y debe emplearse a fondo con el Rituale Romanum para echarlo fuera de su cuerpo.
Su madre llora amargamente y aprieta la mano de su marido con fuerza. Carlos se aguanta las lágrimas como puede mientras contempla el sufrimiento de su hijo con una mezcla de enorme pena y amor hacia él y de odio inmenso hacia la criatura que lo posee desde hace meses.
Por su casa han desfilado en vano médicos, psicólogos y psiquiatras. Ninguno de ellos les sirvió de ayuda y sus padres se convencieron de que la medicina no podía darles la solución al problema que tenía su hijo. Era necesario buscar ayuda en otra parte. Y así es como llegaron hasta el Padre Carrrión, que ahora mismo está contemplando al endemoniado pensando en el siguiente paso que debe dar.
César está ahora de rodillas en la cama cuando de pronto echa el cuerpo hacia atrás, doblándose de tal modo que lograr asomar la cabeza entre sus piernas, como si fuera un contorsionista. La habitación se llena del sonido de huesos, tendones y músculos forzándose al máximo. En esa posición parece reptar de espaldas por la cama hasta topar con la pared. Pero no se detiene ahí, como una mosca humana, trepa por la pared y finalmente llega al techo. Allí se despliega hasta ponerse en posición horizontal y los observa con expresión de maligna diversión.
Reme y Carlos se abrazan, absolutamente horrorizados. El chico está pegado al techo, de cara a ellos. Su rostro animalesco, malvado, les mira ahora con burla y desprecio a través de sus terroríficos ojos. Entonces se escucha un ruido que suena como un crujir de huesos y ambos progenitores asisten perplejos a un espectáculo terriblemente perturbador. De repente, las piernas, los brazos, el tronco y el cuello de César empiezan a elongarse de manera imposible, más de quince centímetros. Terminada la anormal elongación, el ser que habita en César sonríe malévolo.
-Ya sabéis que a estas edades los chicos pegan un estirón -dice soltando una horrísona risotada.
El Padre Carrión extrae de su maletín negro un crucifijo de madera de unos treinta centímetros de alto con un Jesucristo de plata clavado a él. Sin hacer caso a los terribles insultos del demonio que ha usurpado el cuerpo del joven, se dirige a la pared que hay enfrente de la cama. Allí descuelga una foto de César con sus padres y cuelga el crucifijo en su lugar.
La criatura dentro del muchacho observa la cruz con gesto divertido, se deja caer sobre la cama y empieza a blasfemar sin pausa, a volumen ensordecedor. Cuando por fin calla, el crucifijo empieza a repiquetear en la pared, al principio despacio, pero luego con mayor velocidad. Entonces se detiene y súbitamente comienza a girar en círculo, yendo cada vez más y más rapido. César está de cuclillas sobre su cama, dando saltos de aparente alegría. La temperatura se vuelve gélida allí adentro. Las cortinas se agitan, los libros tiemblan en las estanterías, las luces fluctúan, las puertas de la habitación y de los armarios se abren y cierran con estruendo. La mesita de noche se zarandea como si encerrara dentro un animal salvaje. La tensión es insoportable y Reme estalla:
–¡BASTA, POR EL AMOR DE DIOS!
Y entonces todo se detiene. Cesa todo movimiento y sonido y por un momento reina una tranquilidad sobrenatural que es casi más perturbadora que todo lo anterior.
En medio del silencio empieza a escucharse un sonido metálico, como algo que se retuerce. Carlos, Reme y el sacerdote desvían su mirada hacia la fuente del sonido y comprueban que proviene del crucifijo, que se había detenido boca abajo. Atónitos, comprueban cómo la cabeza del Cristo de plata está girando sola. Completa un giro de trescientos sesenta grados y se detiene. Entonces se desprende del cuerpo y cae al suelo, rebotando y emanando sangre.
En ese momento toda la actividad febril que se había desplegado hace unos momentos se recrudece con furia. César, riendo como un salvaje, da grandes saltos de cuclillas sobre la cama, que también salta al mismo tiempo arriba y abajo como si fuera un potro desbocado, golpeando el suelo con fuerza. Las cortinas se agitan rabiosas y golpean el techo. Las luces comienzan un baile demencial y los libros salen disparados de las estanterías mientras las puertas baten con fuerza atroz. La mesita de noche cae al suelo con los cajones abiertos de par en par, empujada por una fuerza que semeja un viento que ruge de forma horrible. La cacofonía resultante obliga a los tres adultos a taparse los oídos con las manos. Entonces la lámpara del techo estalla y la puerta de la habitación se cierra con estruendo. La oscuridad cae de repente sobre todos ellos.
Reme suelta un alarido de pavor, abrazándose más fuerte aún a Carlos, y entonces se escucha la voz del Padre Carrión, intentando hacerse oír por encima del infernal ruido.
–¡Intente aguantar, Remedios! ¡Voy a tratar de alcanzar la linterna que llevo en el maletín!
Y en ese momento se hace de nuevo un silencio sepulcral que pone los pelos de punta.
Carlos y Reme escuchan los movimientos del Padre Carrión trasteando en su maletín, pero no se escucha ningún otro sonido aparte de su propia respiración tensa y agitada.
Un haz de repentina luminosidad les hace saber que el Padre Carrión ha encontrado su linterna. La enfoca hacia ellos preguntándoles si están bien. Ellos asienten, exhalando nubes de vaho a través del haz de luz. El sacerdote enfoca entonces la luz hacia César.
La escena que ilumina la linterna es obscena y sobrecogedora, y los tres a la vez lanzan una exclamación de horror. El demonio que controla el cuerpo de César le ha hecho desnudarse por completo. Está de rodillas sobre la cama y todo él es huesos y piel; piel de un color blanquecino atravesada por cientos de venas azuladas y mumerosas marcas amoratadas. Parece el cadáver de alguien que haya muerto golpeado. Pero hay algo más sobrecogedor aún: se está masturbando ferozmente mientras los mira con expresión de diversión salvaje.
–¿Os gusta el espectáculo, papis? –dice dirigiéndose a sus padres, y su madre se pregunta cómo una voz así puede surgir de una garganta humana sin causarle daños–. Vuestro hijo tiene un buen rabo, os lo digo yo que soy un demonio y entiendo de eso, ja, ja, ja.
Reme no puede soportarlo más y se desmaya en brazos de Carlos, que la deposita despacio en el suelo y se dirige al cura con desesperación.
–Deténgalo. ¡Detenga esto, por el amor de Dios!
El Padre Carrión, a pesar de su dilatada experiencia, está impresionado por la demostración de poder de aquel demonio. Logra recomponerse, se dirige hacia el crucifijo de la pared y lo descuelga, regresando veloz a los pies de la cama. En ese momento el demonio invasor lanza un grito gutural al tiempo que César eyacula un gran chorro de semen sobre las sábanas.
El sacerdote compone una mueca de asco y levanta el crucifijo con ambas manos frente a él al tiempo que comienza a rezar en latín con voz atronadora, exhortando al demonio a abandonar el cuerpo del chico. El ente que ahora es César coge con sus dedos el semen derramado en las sábanas y se lo arroja a la cara al cura. Grandes goterones golpean en los cristales de sus gafas, en sus mejilas y caen en su boca. El Padre Carrión, asqueado, escupe en el suelo, a punto de vomitar.
El demonio parece disfrutar muchísimo con su acción y aplaude y ríe como un loco.
–¿Qué te ocurre, cura? –le pregunta burlón– ¿Acaso no está bueno? No es eso lo que le decías a Laura. ¿Te acuerdas de Laura?
El Padre Carrión se tensa de inmediato al escuchar ese nombre y el crucifijo tiembla en sus manos.
–¡Cállate! –le ordena.
–Sí, Laura, esa niña de trece años a la que violaste sistemáticamente durante meses cuando eras joven, obligándole a que te comiera la polla. Le decías que le gustaría, que estaba bueno. ¿Recuerdas?
No puede ser. Es imposible que sepa eso. Es su secreto, algo que ocurrió hace cincuenta años.
–¡Cállate, maldito! –ordena una segunda vez, visiblemente alterado y furioso.
–Y recuerdas lo que pasó con ella, ¿verdad? Acabó suicidándose. Por tu culpa, cura. Por no poder soportar lo que le hacías. Y lo peor de todo es que no fue la única, ¿eh?
Entonces levanta la cara y desencaja la mandíbula, abriendo la boca de manera desmesurada, imposible, y lanza otra de sus horribles carcajadas.
–¡CÁLLATEEEEEEEEEE! –vocifera rojo de ira y totalmente fuera de sí el sacerdote. Alza el crucifijo con ambas manos por encima de su cabeza y lo hunde con todas sus fuerzas en la boca abierta del demonio/César.
César se sacude con violencia, vomitando sangre con la cruz empotrada en su garganta. Ahora su rostro es realmente el suyo, no hay rastro del demonio.
Carlos comprende con absoluto pánico que su hijo está agonizando. Con un espeluznante grito de rabia se lanza sobre el sacerdote y le agarra el cuello con ambas manos, apretando hasta que le destroza la tráquea. El Padre Carrión se desploma al mismo tiempo que César.
Justo entonces Reme se despierta. Parece aturdida. Se levanta del suelo y contempla primero a su hijo muerto, luego al sacerdote inerte y finalmente a su marido.
Carlos se acerca y se abraza llorando a ella, pero de repente Reme le empuja con fuerza sobrehumana contra la pared y su cabeza revienta con un escalofriante sonido acuoso. Antes de dejar este mundo, el agonizante Carlos puede observar con mayúsculo horror el rostro de su mujer.
Sus ojos refulgen como dos ascuas verdeamarillentas.
En cuanto a lo formal, y si al autor le parecen asuntos de interés, problemillas aquí y allá con los signos de puntuación, en concreto las comas; el "padre Carrión" con mayúscula al referirse a su cargo sacerdotal; el "Rituale Romanum" sin cursiva; el uso de adverbios terminados en "-mente" que evitan que el autor se obligue a narrar mejor; bastantes casos de adjetivación innecesaria o forzada; además tiende al abuso de la "y" en las partes descriptivas.
En cuanto al estilo, al comienzo el texto peca de dar muchos detalles de necesidad dudosa, maneja el idioma con limitaciones y da la sensación, al menos a este lector, de rigidez y poco dinamismo. Después, cuando trae la trama al presente, se mueve por escenarios vistos muchas veces, insiste en una escalada de supuesta truculencia y peca de dar la carga emocional servida con adjetivos al lector en lugar de que sea él mismo quien la valore.
En cuanto al fondo, hay posesión; narrada mediante escenas vistas muchas veces en lo general, tópicos al respecto por todas partes y momentos explícitos de postal sobre el asunto, eso sí.
Mi calificación es 2,5 estrellas.
Ceterum censeo Carthaginem esse delendam... ;oP