—No hay duda: te han echado un maleficio.
La que así hablaba era una chica de unos dieciséis años, morena, con el pelo negro muy largo y un maquillaje espeso y pálido, que realzaba el tamaño de sus ojos y sus labios. Llevaba un vestido negro, con una blusa transparente y un corpiño de charol, y la falda corta con vuelo y varias capas de crinolina. Llevaba los dedos de ambas manos cubiertos de anillos de plata con motivos esotéricos, y a modo de gargantilla lucía un dije circular de ámbar, con un pentáculo de plata incrustado.
La típica Lolita Gótica.
Para Bea no era más que la chupibruja del insti. Y encima se lo tenía creído. Pero era una de sus mejores amigas, y había que tragar con sus rollos raros.
—Tranquila, Ana, que esta pava no sabe lo que se dice —intervino con tono cansado—. Alana, joder, no le des esos sustos a la pobre. Total, Yonny es gilipollas si a estas alturas ha decidido pasar de ella, pero nadie le ha echado un yu-yu de esos, ¿vale? Solo hay que ver la peras de silicona que se ha puesto Débora para entender lo qué ve en ella...
—No te empanas, Bea... Yo puedo ver su aura, y está negra como la noche... Le han echado un maleficio, seguro que de magia yoruba o santería... Y hay que romperlo ya.
La joven pelirroja estiró las piernas enfundadas en unos tejanos gastados y cómodos bajo la mesa, mientras se metía un puñado de patatas fritas en la boca y apuraba el refresco sorbiendo ruidosamente la pajita.
—Vale, para ti el euro... Yo paso de movidas chungas de estas. He oído historias de peña a la que le han pasado cosas raras cuando jugaba con una ouija, y no tengo ganas de liarme con esa mierda...
—¡Porfa, Bea, no te rajes —lloriqueó Ana, la rubia bajita y con cara de muñeca que estaba sentada entre ambas—! ¡Tú no, tía! Que eres mi mejor amiga...
—Pero si es que todo esto me da muy mal rollo... Además, no creo en estas chorradas y solo seré un estorbo...
—Venga ya Bea —intervino zalamera Alana—. Necesitamos el Poder de Tres para romper este maleficio... No hace falta que creas mientras me cedas tu poder espiritual y me dejes a mí hacer la magia...
—Si de verdad tiene un maleficio entonces ella no te sirve de nada para romperlo, ¿no? Te sigue faltando una para ser tres...
—Le pediré a Virginia que nos ayude...
—¿Virginia? ¿La heavy del E? —se sorprendió Ana.
—Le mola el Death Metal —se encogió de hombros Alana—, y es una pintas, pero buena tía... Tiene un gran poder latente... Seguro que se apunta al ritual de purificación para romper el maleficio.
—Estáis como putas cabras... —masculló la pelirroja.
—¿Estás segura de que se trata de un maleficio?
La mujer que había preguntado era alta y delgada. Vestía un ajustado mono de motorista negro, que revelaba una complexión que cualquier treintañera hubiese envidiado. Sin embargo su rostro contaba otra historia.
Llevaba el cabello gris corto, recogido en la nuca en un prieto moño plano. Sus rasgos se hubiesen podido considerar, bajo la luz adecuada, como atractivos. Apenas tenía unas minúsculas arrugas en torno a los ojos, delgadas como cabellos, aunque la piel, tersa, fina y estirada sobre la frágil estructura de su rostro, denotaba una edad mucho más avanzada de lo que cabría esperar.
Hasta que te fijabas en sus ojos.
Unos atemporales ojos azules y fríos como zafiros. Unos ojos de mirada profunda y antigua, capaces de arrastrar tu alma hasta el fondo de un abismo insondable.
Unos ojos que observaban con preocupación a su joven interlocutora.
—Estoy segura, Yaya... Puede que incluso posesión... Su aura se ve oscura, manchada y deshilachada, y sabe a aceite refrito... Pero me preocupa lo del Poder de Tres...
—Malditos sean tres veces William Shakespeare, Constance Burge y Aaron Spelling... Recuérdame que la próxima vez que me cruce con Alyssa haga que se le caigan las tetas hasta el suelo...
La tercera mujer era algo más joven. Rondaría los cuarenta y tantos, pero tenía una figura voluptuosa y repleta de curvas. Llevaba un maquillaje discreto, que reafirmaba el atractivo de sus suaves rasgos, inequívocamente femeninos, y tenía los ojos del mismo azul zafiro. Llevaba el largo cabello castaño sujeto en una cola de caballo en la nuca, vestía un traje chaqueta negro de Chanel, medias de seda y unos exclusivos botines rojos de Manolo Blahnik.
—No empieces de nuevo, Tata —le cortó la más joven de las tres—. Cuando te vuelvas a cruzar con ella volverás a abrazarla y a preguntarle por Milo y Elizabella, y os pasaréis horas y horas comentando las fotos de los críos en los móviles...
—Vale, sí... La quiero muchísimo, pero no veas que tocada de narices con lo del Poder de Tres ese...
—Al menos sirve para que los farsantes se pongan en evidencia, Erica —intervino la mayor de las tres—. Y tú, jovencita, no te pongas impertinente con tu tía. ¿Donde y a que hora lo haréis? .
—En el claustro de la vieja abadía, a media noche...
—Estúpidos cristianos —masculló la anciana apurando su cerveza y poniéndose en pie para marcharse—. ¿Quién les mandaba construir sus centros de culto sobre los nodos de poder de los antiguos dioses? Tantas oraciones desperdiciadas sin esperar nada a cambio... Tanta fe... Tanta energía espiritual acumulada sin propósito definido...
Las cuatro adolescentes llegaron por separado a las ruinas iluminadas por la luna llena.
Alana vestía de forma más práctica que en el instituto. Llevaba unos vaqueros viejos y gastados, y unas zapatillas de deporte que habían visto días mejores y en lugar de la blusa transparente y el corpiño, una sencilla camiseta negra con el logo de una marca de cerveza. Cargaba con una bolsa de deporte que sin duda contenía el resto de la parafernalia mágica para celebrar la ceremonia.
Ana y Virginia vestían de forma similar, y daban vueltas nerviosas por la nave. La joven bruja estaba dibujando con sal un círculo de protección en el suelo, en el centro del claustro, cuando llegó Bea. Cargaba con una chaqueta colgada del hombro, que dejó sobre unos bloques de mampostería con gesto descuidado.
—Mi madre ha insistido —se disculpó— y me ha hecho pillar una chupa... Mira que le he dicho que no hacía frio, pero...
—No pasa nada —respondió Alana mientras se sacudía las manos y observaba con detenimiento su trabajo, comparándolo con la página de un libro que descansaba sobre la bolsa.
En el suelo había dibujado con regueros de sal dos círculos concéntricos, entre los cuales había trazado varias lineas y pequeños círculos. En el interior del diseño había algo que podía recordar a un peón de ajedrez, sobre lo que parecía un ojo de pupila hendida. Varias líneas rectas y curvas completaban el diseño.
Alana remató el dibujo trazando un tercer círculo por el exterior del sello.
—¿Que es ese libro? —preguntó con curiosidad Bea.
—La Goetia del Rey Salomón... Lo escribió un poderoso mago inglés, Aleister Crowley... Este es el Sello de Salomón... Nos protegerá del demonio cuando lo expulsemos.
—¡Hey, hey, para el carro..! —le interrumpió alzando la vista—. Dijiste que había que romper un maleficio, no expulsar un demonio...
—Pero tontita, para que haya un maleficio tiene que haber un demonio... La brujería se basa en eso... Convencer a los demonios para que hagan lo que tú quieres que hagan...
—Yo me largo... No quiero saber nada de esto.
—A mi tampoco me hace gracia esta historia —se alarmó Virginia.
Bea cogió su chaqueta de encima del bloque de piedra y se giró hacia el fondo de la nave para abandonar el claustro, cuando se encontró de frente con los ojos azul claro de Alana, que le miraban con una intensidad perturbadora.
—De aquí no se va nadie hasta que nos deshagamos de ese espíritu diabólico...
Bea levantó las dos manos en señal de rendición, sujetando la chaqueta en la derecha, encogiéndose de hombros al cruzar la mirada con Virginia.
—Vale, joder, vale... Tu ganas... ¿Que hacemos ahora?
—Entrad en el círculo, sin pisar la sal, y tú, ponte ahí, en el extremo de ese rectángulo más largo.
Bea dejó la chaqueta en el suelo, fuera del círculo, y ocupó su lugar mientras Alana indicaba donde colocarse a las otras dos oficiantes. Sacó de la bolsa una túnica blanca que se puso sobre la ropa que llevaba. Cogió también dos largos cuchillos y un cuenco de alabastro, además de cuatro gruesas velas repletas de signos cabalísticos grabados en la cera.
Entró en el círculo ocupando su lugar, y entregó una vela a cada una de las chicas,dejando la cuarta a sus pies. Colocó los dos cuchillos, uno con el mango blanco y el otro con el mango negro, en el suelo, a ambos lados del cuenco de alabastro. En las dos hojas había dibujado con rotulador indeleble runas y signos cabalísticos.
Alana encendió la vela con una cerilla mientras murmuraba unas palabras, y se giró hacia Virginia para que a su vez encendiese la suya en la llama. Después hizo lo mismo volviéndose hacia Bea y Ana para que cada una encendiese su cirio.
—Dejad las velas en el suelo, frente a vosotras. Ana, date la vuelta y ponte de espaldas a mí. Concentraos en vuestra fuerza interior... Sentidla... Canalizadla hacia mí... Hermanas, estamos aquí reunidas para expulsar el mal que atormenta el alma de una de nosotras. Para romper este maleficio que le tortura y liberar su espíritu de la oscuridad que la atenaza...
Se inclinó y cogió el cuchillo de mango negro en una mano y el de mango blanco en la otra.
—Por el poder del sagrado athame y del sagrado boline cortaremos el lazo que une a este espíritu maligno con el alma de nuestra hermana.
Depositó el cuchillo de mango blanco en el suelo y con el de mango negro se hizo un corte en el dedo índice de la mano izquierda, apretándose la yema hasta hacer brotar varias gotas de sangre que dejó gotear al fondo del cuenco de piedra. Recogió el cuenco y se lo pasó a Virginia junto con el cuchillo, haciéndole un gesto para que la imitara. La joven repitió el ritual, pinchándose el dedo y dejando gotear la sangre en el cuenco. Después se lo pasó a Bea, quien con un suspiro de resignación y aprensión hizo lo propio, devolviendo cuenco y cuchillo a Alana.
La joven bruja tomó el cuenco con una mano y el cuchillo con la otra, y tras salir del círculo comenzó a caminar en torno al mismo, en el sentido contrario a las agujas del reloj, mientras entonaba en voz baja una letanía en algo que sonaba a latín. La temblorosa luz de las velas, estremecidas por el viento, proyectaba inquietantes sombras contra las paredes del claustro, dando la impresión que una legión de demonios correteaba por los límites de la visión.
Tras completar tres vueltas continuó hasta situarse frente a Ana y cruzó el perímetro de sal. Depositó el cuenco a sus pies y le tomó la mano izquierda. Con el cuchillo le cortó en el dedo, dejando gotear la sangre dentro del recipiente de alabastro. Tras recoger unas cuantas gotas le juntó las palmas de las manos, y le ayudó a arrodillarse. Levantó el cuenco, y después de abandonar de nuevo el círculo volvió a recorrer su perímetro otras tres veces, repitiendo la misma cantinela.
Al acabar volvió a ocupar su posición inicial. La cara de Alana se veía macilenta y demacrada a la luz de las velas. Levantó el cuenco y el cuchillo por encima de la cabeza, cerrando los ojos y echándose hacia atrás dejó escapar un sonoro suspiro.
—Por el sagrado Deosil, yo te invoco, espíritu del mal, por la hoja de este athame, por la sangre de este cáliz, por el calor de esta llama, por el Poder de Tres, yo te expulso de este cuerpo y te destierro a los infiernos.
Derramando la sangre sobre su rostro dejó caer el cuenco de alabastro al suelo. Aferró el cabello de Ana y lo estiró brutalmente hacia atrás, exponiendo la garganta desnuda al filo del cuchillo.
—Acepta esta ofrenda y deja de atormentarme, bestia del averno —gruñó mientras asestaba la apuñalada.
—Corta el rollo, chupibruja —intervino Bea agarrándole la muñeca armada y empujando el codo con el antebrazo en una llave de inmovilización— y déjate de abracadabras y mamonadas.
Durante el breve forcejeo Verónica y Ana salieron corriendo asustadas del círculo de sal, que de pronto empezó a brillar con un fulgor plateado. Las velas rodaron por el suelo, apagándose, mientras los pies al arrastrarse desdibujaban el diseño del Sello de Salomón.
—¡Estúpida! —aulló Alana— ¡El demonio ya ha sido expulsado y ahora buscará otro cuerpo!
En torno a la joven se arremolinaba un vaho negro que parecía brotar de ella. Poco a poco adoptó una forma vagamente humanoide, cada vez más definida y oscura, como si ganase fuerza y solidez.
Bea alargó la mano hacia su chaqueta, buscando debajo. Cuando la sacó, empuñaba una espada curva, de hoja estrecha y punta caída. Con dos diestras acometidas alejó a la entidad sobrenatural, interponiéndose entre la sombra y Alana.
—¡Ella es tuya ahora! —gritó la hechicera presa de la histeria— ¡Te entrego su cuerpo para poseerlo y su alma para devorarla! ¡Por el Poder de Tres yo...
—¿Por qué no te callas? —le interrumpió golpeándole en la sien con la empuñadura de plata del yataghan.
Al desplomarse aturdida la bruja que lo había invocado, el ente lanzó un bramido de regocijo, convirtiéndose en una figura sólida, de piel cenicienta y escamosa y ardientes ojos rojos como ascuas. Su silueta parecía ondular y fluir, insegura, pero sus pasos hacían temblar el suelo y removían el polvo. Alargó la mano hacia Alana, para retirala con un siseo de ira tras recibir una feroz estocada de la ardiente espada de Bea.
La afilada hoja de acero de Damasco que empuñaba refulgía en el mismo tono azul zafiro que sus ojos.
—Dagda, dame fuerza, Lug, dame velocidad, Morrigan, enciende mi ira —salmodió mientras atacaba una y otra vez a la criatura con el afilado yataghan—... ¡Y a ver si mi familia se acuerda de echarme una mano con este desecho del inframundo!
Bea sentía como el frío que emanaba de la entidad intentaba abotargar su cuerpo. Intentaba sin éxito alcanzarle en el centro del torso para disrumpir con el acero el núcleo de poder que mantenía su forma en este mundo. Se movía cada vez más despacio, mareada por la nausea que le provocaba la forma cambiante, intoxicada por el hedor putrefacto que despedía la aparición.
Por dos veces la criatura la hizo retroceder hasta el borde del circulo, solo para ser repelida de nuevo hacia dentro por el resplandor plateado que emanaba de la sal que cubría el suelo. Una vez estuvo a punto de alcanzarlo, pero la bestia resbaló por la pared invisible y se apartó por pocos centímetros de la punta de su yataghan. Los bramidos del demonio y los chasquidos de los tajos de la espada no pudieron tapar el rugido de la Triumph Daytona que se acercaba derrapando sobre el suelo de la derruida nave.
La moto quedó en silencio casi al mismo tiempo que sonaba el primer disparo de una escopeta, seguido por un tableteo rápido y constante de fuego automático.
El espíritu encarnado se estremeció bajo los impactos, que desintegraban la materia oscura que lo formaba, dejando boquetes del tamaño de un puño al paso de los proyectiles. Bea aprovechó para lanzar un corte bajo y largo cercenando la rodilla de la manifestación infernal, que trestabilló y se desplomó aullando de ira e indignación. Una figura enfundada en cuero negro surgió de entre las sombras entrando en el círculo, y hundió un largo puñal de obsidiana en el pecho del ente, que se evaporó en pocos segundos dejando unas hilachas oscuras que apestaban a aceite de motor quemado.
—Ya era hora, joder —explotó Bea cuando recuperó el resuello—... ¿En serio, Tata? ¿La Atchisson automática?
—Cartuchos cargados con agujas de acero y sellados con cera de abeja mezclada con salvia, acónito y natrón, trescientos disparos por minuto... ¡Nada mejor para desterrar a un espíritu oscuro! —rió su tía mientras acunaba la escopeta de asalto como si fuese un bebé—. Pero mamá, ¿todavía usas ese cachibache de piedra para canalizar?
La matrona de la familia acarició con un dedo la afilada hoja de cristal negro.
—Fue el primer cuchillo que talló tu hermano... Nostalgia, supongo. Y funciona perfectamente, gracias. Sobre todo contra parásitos espirituales como ese... ¡Beatriz —regañó a su nieta—! ¿Tenías que traerte el Assad Ullah? ¿Una antigüedad otomana del Siglo Diecisiete?
—¿Y qué esperabas, Yaya? ¡No sabía a qué me tendría que enfrentar..! Tenía que ser algo fácil de ocultar y efectivo al mismo tiempo... Y me encanta su equilibrio.
—¿Al final de que iba todo esto? —le preguntó su abuela casi apaciguada mientras inspeccionaba el diseño del sello.
—Una estupidez, para variar —respondió entristecida—... Otra bruja de pacotilla que jugaba con cosas que no comprendía... Wicca mal aplicada, viejos rituales mal estudiados, invocaciones absurdas inventadas, un poco de poder vestigial y mucha ambición... Alana llamó a algo que no entendía... Le respondió algo que no esperaba, ese parásito, y se aferró a ella, torturándole, alimentándose de su poder como una garrapata, y llenando su cabeza de pesadillas y promesas. Pretendía encerrarle en un cuerpo físico para que dejase de atormentarla... Y no se le ocurrió otra cosa que hacerlo en un nodo de poder... Casi no lo contamos... Espero que estas idiotas hayan aprendido la lección...
—Bueno —sentenció la matriarca con una sonrisa ominosa mientras se acercaba a las tres aterradas jóvenes—, será cuestión de asegurarnos de que no vuelve a pasar... ¿Verdad?
By Mikel...
Relato admitido a concurso.