Reescritores
Si los que escriben son escritores, así deberían llamarse los que reescriben. Pero, ¿reescribir el qué? Ahí está el quid de esta disquisición peregrina sobre cosas más o menos literarias
Entre los múltiples elementos que nos incitan a coger un libro y no otro existe uno que me trae de cabeza. Es uno que, además, se termina teniendo en cuenta incluso después de haber leído la obra en cuestión y que, a veces, influye a la hora de evaluarla. Es algo pequeño, pero a la vez importante; algo que nunca miramos igual antes y después de la lectura y cuyo impacto sobre nosotros cambia incluso a mitad de trayecto. Es algo tan nimio y tan inquietante como la tesis, pero mucho más visible. Es el título.
Sobre el viejo dilema de elegir con acierto un título se podrían escribir libros y libros de técnica literaria y estilo. Sobre el impacto de éste sobre el lector, unos cuantos más sobre marketing y publicidad. Sin embargo, espero desmarcarme un poco de estos dos polos en el artículo, más que nada porque a mí, lo de los títulos, me inquieta como aficionado a la reescritura peregrina. O como lector perplejo, que es más o menos lo mismo.
Todo empezó con el señor Bram Stoker. Obviamente no fue con su bien conocido “Drácula”, al que no querría por nada del mundo que se le hubiera bautizado de un modo menos dinámico, como le pasó al pobre Robinson Crusoe (“La vida y aventuras sorprendentes de Robinson Crusoe de York, marinero”), sino con otro título mucho menos conocido: El entierro de las ratas.
Un nombre así capta la atención de inmediato. Es demasiado bueno para dejarlo pasar. En el mercado hay mil libros aguardando con sonrisa afilada, pero ¿quién puede resistirse a algo así? Obviamente, el título de nuestros sueños cambia con nuestros gustos, pero siempre se puede dar uno cuenta de la osadía de tal o cual rótulo, de este o aquel reclamo.
El caso es que hice lo que correspondía: compré el libro y, tras un preludio soñando cómo sería leerlo, al final decidí que una velada era la adecuada y me sumergí en sus páginas. No encontré lo que buscaba, aunque sí muchas otras cosas interesantes, y aquella mezcla extraña sembró una cierta inquietud en mi interior. Una inquietud que, según pude comprobar el otro día al tener noticia de otro libro (“El libro de los cráneos” de Silverberg), sigue viva y coleando.
Soy sensible a los títulos. Es irremediable. Es algo con lo que tengo que aprender a vivir. Del mismo modo que sucumbí al influjo de “La rata de Venecia”, sucumbiré ante otros tantos libros sin remedio. No es algo excesivamente problemático porque leo mucho y, sobre todo, porque son pocos los que me seducen de este modo tan apabullante. La cosa, así, hubiera quedado en lo sencillamente anecdótico sino fuera, supongo, porque escribo.
¿Churras y merinas? Bueno, en realidad no tanto. Si uno lee un libro seducido por un título y no encuentra lo que buscaba en sus páginas, lo normal es que lo deje de lado y Santas Pascuas. Pero si el lector no es normal –estadísticamente hablando o lo que sea- y escribe, lo natural es que valore el retomar ese mismo título y escribir la historia que le hubiera gustado encontrar bajo la cubierta. Un modo de justicia cósmica, vaya.
Obviamente, esto tiene sus limitaciones. Por un lado, no está ni medio claro que el lector frustrado sea mejor escritor que el autor original (¿Os imagináis a alguien presentando la historia que de verdad debería ir bajo “Canción de Hielo y Fuego?”). Por otro, pasa como con los finales alternativos, que muchas veces encajan todavía menos con la idea original. Pero, ¿es que el título hace la idea? ¿Llega acaso a reflejarla? Si somos malos eligiendo títulos, ¿lo somos también eligiendo historias para un título ya dado?
A veces me desespera encontrar anodinos los títulos de las novelas que he escrito, sobre todo porque no encuentro una alternativa que me convenza. Con los relatos me pasa menos, pero es normal que, con esta frustración ligera en algunas obras, me haya decidido explorar otros territorios. Así, una vez, me atreví a emprender el camino inverso: reescribir la historia debajo de un título, robar el nido y alojar en él a mi propia criatura.
La historia de esta experiencia es todavía más rara que esta disquisición. Todo empieza hace un tiempo, una vez que leí un libro de relatos titulado Susurros en la oscuridad. Era una obra que, efectivamente, daba lo que prometía. Sin embargo, en sus páginas se encontraba algo más, la historia de un título errante.
Matias Bonetti, el autor, había escrito un relato titulado “La tumba” como homenaje a la obra homónima del maestro H.P. Lovecraft. Éste –el título-, por motivos desconocidos, había mutado en su primera publicación en una revista a otro ligeramente distinto, “La tumba vacía”, para estupefacción del propio Bonetti. No deja de ser peculiar, supongo, escribir un relato retomando la idea y el título de otro –como había hecho Bonetti- para encontrarte con que el título final no refleja siquiera el contenido del mismo –ni de la tumba, todo sea dicho, que no se encontraba vacía-.
El caso es que aquel título huérfano, que no pertenecía a ningún relato y que no era mío –ni se sabía de quién-, llegó a tocarme de algún modo. Y así fue como, por primera vez, reescribí una historia sin guión ni referencias, partiendo de un simple nombre perdido. La llame, dentro de lo que pude, Una tumba vacía.
Todo esto puede llegar a ser más inquietante que las propias historias que escribimos. Después de todo, no es muy normal un escritor que roba el título erróneo de un autor que ha elegido otro tomándolo de un tercer autor muerto hace setenta años. Aunque, supongo, tampoco es muy normal darle tantas vueltas.
Finalmente, creo que es tan válido un título, existente o no, propio o ajeno, como cualquier otra frase o concepto para servir de punto de partida de una obra. Y tengo la impresión, asimismo, de que mientras los autores “desperdicien” títulos tan altisonantes como “El libro de los cráneos” con una historia de CiFi de sectarios en el desierto de Arizona –que no he tenido el placer de leer-, existirán autores que sucumban a la tentación de reescribir las obras que por el mismo quedaban identificadas. Después de todo, la literatura es algo así como seguir reinventando, o reescribiendo, el propio mundo en que vivimos, y los libros y sus autores forman parte de él.
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