–¡Alice, vuelve!
Se me cortó la respiración al ver a mi hermana salir por la puerta detrás de su pelota. Me sentí como un tonto por haber chutado sin medir mis fuerzas. Apenas había acabado de decir su nombre cuando mi madre pasó por mi lado como una exhalación, cogió a Alice por el brazo y la introdujo de nuevo en casa. Me mantuve quieto, petrificado, mientras veía cómo las dos se encerraban en la habitación de castigo. Luego vinieron los gritos y los llantos.
Después de cenar en absoluto silencio, mamá me dio la orden de sacar a Ali de su cautiverio. La habitación era un rincón oscuro que se había construido en el extremo de la buhardilla, sin muebles ni nada que pudiera servir de entretenimiento, y sin ninguna ventana al exterior. Cuando se cerraba la puerta, aquel lugar se convertía en algo tenebroso. La encontré recostada contra una pared, hecha un ovillo. Tenía el rostro lleno de hematomas, y la nariz aún le sangraba un poco. No dejaba de sollozar. Me acerqué y la abracé. No estaba temblando. Por desgracia, aquella sala no suponía una novedad para ella. Había perdido el miedo a la oscuridad.
–Alice –le dije–, lo siento; fue culpa mía. No tendrías que haberlo hecho. Sabes cómo se pone mamá cuando salimos a la calle.
–Pero la pelota…
–Mamá la hubiera cogido si se lo hubiéramos dicho. Nos habría regañado, pero solo eso.
Ali me miró con ojos tristes.
–¿Podemos dormir juntos esta noche? –me preguntó con una ligera sonrisa en la boca.
–Claro que sí –contesté, y entonces rio feliz, como si su rostro amoratado no fuese algo importante. Mientras la abrazaba, no dejaba de pensar que era una niña muy valiente. Tenía solo cuatro años, pero se enfrentaba a nuestra dura vida con mucha más energía que yo con mis diez.
Vivíamos junto con mi madre, en una pequeña granja en las afueras de Kansas. Estábamos apartados de todo, excepto de algunas granjas como la nuestra que se desperdigaban a cientos de metros unas de otras. Nuestra madre solía ser más afectiva, pero últimamente vivía obsesionada. Con la desaparición de mi padre, se convirtió en una mujer taciturna, oscura, con el miedo instalado en sus ojos. Un día, cuando Ali dormía, mamá y yo estábamos en silencio frente a la chimenea. Ella empezó a hablar, aunque enseguida me di cuenta de que lo hacía más para sí misma que para mí.
–Está ahí fuera –balbuceaba–. Atenta, expectante. Espera a que me despiste para apartaros de mi lado. Pero no lo permitiré. No os llevará.
Entonces me acerqué a ella y la toqué ligeramente. Se giró hacía mí con la cara transformada por el odio. Me aterrorizó.
–Mamá…–dije, con voz temblorosa.
Ella mutó su rostro, sonrío, y me sentó en sus rodillas. Comenzó a hablarme con dulzura.
–Gregory, tienes diez años. Tu hermana aún es demasiado pequeña, y saber la verdad nublaría sus sueños; pero tú ya eres un hombrecito, y necesito tu ayuda para poder soportar la carga de vuestra protección. Hijo mío, ¿conoces la granja que está al norte? ¿La del gran nogal?
–Sí –contesté. Y era cierto que sabía a cual se refería, aunque hacía tiempo que no salía de casa. Supuse que la recordaba de aquellos días felices en los que mi padre todavía estaba con nosotros, y Alice y yo corríamos sin preocupación a través de los campos.
–En ella vive una bruja –dijo mamá súbitamente.
Temblé.
–¡Una bruja! ¡Una adoradora de Satán! –mi madre empezó a alterarse–. Una mujer que no mostraría ningún escrúpulo en alimentarse con vuestra carne y jugar con vuestros huesos. No puede saber que vivís aquí, o vendrá a por vosotros, ¿me entiendes? Ella sedujo a tu padre y lo apartó de nuestro hogar. Maldito estúpido. Y ahora querrá acabar el trabajo. Prométeme que no saldréis nunca de casa. ¡Nunca!
Y desde aquella conversación, Alice y yo no volvimos a poner un pie en el exterior, hasta esa tarde en la que la pequeña decidió salir a buscar su pelota. Un ligero estremecimiento me trajo de vuelta a la realidad. Ali se había quedado dormida en mis brazos y empezaba a hacer mucho frío en la habitación. La llevé hacía mi dormitorio, la tumbé en la cama y la arropé. Me acerqué a la ventana y observé la noche, que se dejaba bañar por una enorme luna llena. Hubo un tiempo en el que salía con mis amigos a correr por el lago en noches claras como aquella. Sin miedos, sin nada que nos perturbase. En ese momento aquellos recuerdos me parecían tremendamente lejanos, casi como si formasen parte de otra vida.
Un pequeño movimiento en el maizal llamó mi atención. Observé atentamente y me estremecí. Entre los campos, impasible al frío y la oscuridad, una mujer miraba fijamente a través de mi ventana. Me giré aterrado y comencé a gritar llamando a mi madre, aunque tapé mi boca al recordar que Alice dormía en mi habitación. Luego, todo ocurrió muy rápido. Oí un arañazo en el cristal, y, cuando me volví, un gato negro me estaba contemplando desde el otro lado. Durante unos segundos permanecí estático, absolutamente paralizado. De repente arrugó el hocico y emitió un bufido. Me asusté y caí de espaldas sobre el suelo. El gato desapareció, y unos instantes después, cruzando la luna, pude ver algo que atravesaba el cielo. Parecía una persona sobre una escoba.
No sé cuánto rato pasó hasta que escuché a mi madre subir las escaleras a toda velocidad. Abrió la puerta espantada. Se calmó un poco cuando nos vio a mi hermana y a mí en la habitación.
Me abrazó y le expliqué todo con voz temblorosa: la mujer en el maizal, el gato, la escoba cruzando el cielo…
Se puso muy seria, me llevó a la cama, me arropó junto a Ali y bajó la persiana.
–Ahora ya ha pasado–me dijo, mientras fijaba su vista en la ventana. Parecía querer atravesar con los ojos las toscas maderas que la cubrían.
Al día siguiente, mientras desayunábamos, ni yo ni mamá dijimos una sola palabra de lo ocurrido el día anterior. No queríamos espantar a Ali. Mi hermana, por su lado, se mantenía en silencio y apenas se atrevía a probar bocado. Desde que mi madre se convirtió en un amasijo de nervios, parecía vivir en su propio mundo.
Algunos instantes después, cuando la pequeña abandonó la cocina, mamá empezó a hablarme:
–Gregory, ¿cómo era la mujer que viste ayer?
–No lo sé, no pude verla con claridad. Solo sé que iba vestida de negro; como si quisiera esconderse en la noche. Pero ayer había luna llena. Quizás no contaba con ello.
–O quizás sí –repuso–. Escucha, hijo, ahora necesito que te concentres al máximo para contestarme: ¿Crees que ella te vio?
–No sé si me vio, pero estaba mirando fijamente a la ventana, de eso estoy convencido.
–Este lugar ya no es seguro. Sabe que estáis aquí. Debemos irnos inmediatamente. Ve a buscar a tu hermana y preparaos. Partimos ahora mismo.
Subí las escaleras hacia la habitación de Ali en un estado de excitación febril. La bruja nos había encontrado.
La encontré jugando con sus muñecos preferidos. Representaban a una familia feliz: un padre, una madre, un niño y una niña. Éramos nosotros, cuando aún éramos cuatro.
–Pequeña, coge tus cosas y prepárate. Debemos huir de casa.
–No nos podemos ir –contestó ella, sin dejar de jugar con sus muñecos–; papá me ha dicho que no salgamos bajo ningún concepto.
–Pa… ¿papá?
–Sí. Me ha dicho que tú me dirías que tendríamos que irnos, y que yo no debía hacerte caso.
–¿Pero cuándo te dijo eso, Ali?
Me miró como si no entendiese mi pregunta:
–Hace unos minutos –contestó, con el tono del que está diciendo una obviedad.
Me encontré súbitamente mal. Nuestra vida recluida, el miedo y los golpes, habían afectado el sentido de la realidad de mi hermana.
–Pequeña, papá se fue. No ha podido hablar contigo…
–Papá no se ha ido. Siempre ha estado aquí. Yo hablo con él cada día.
–Verás –repuse apesadumbrado–, puede que tú creas verlo y hablar con él, pero es imposible.
Ali se giró hacía mí con la nariz arrugada. Era su forma de expresar que estaba enfadada.
–¡Eres tonto y nunca me crees! ¡Yo veo a papá! Ven conmigo, si no me piensas que miento.
Salió por la ventana, y se deslizó a través de las cañerías del agua. Le hubiese gritado que tuviera cuidado, pero estaba claro que aquella no era la primera vez que lo hacía. La seguí y giramos por la parte de atrás de la granja. Estábamos en una zona en la que el maíz casi tocaba con las paredes, por lo que era imposible que mamá nos viera. Ali empezó a gatear y avanzó por un pequeño hueco que se abría entre el maíz, y por el que apenas pasaría un gato. Yo tuve que arrastrarme por el suelo para seguirla. En aquellos momentos, solo podía pensar en cómo explicaría mis manchas de barro. Unos minutos después, llegamos a una puerta que estaba escondida entre la maleza. No estaba cerrada, y Ali la abrió sin mucho esfuerzo. Unas escaleras avanzaban hacía lo que parecía un sótano. Las bajamos y llegamos a una sala oscura. Un hedor inaguantable inundaba todo el lugar; era una mezcla de humedad y putrefacción. Las paredes estaban cubiertas por estanterías llenas de botes con extraños líquidos dentro, plantas que no había visto antes y unos macabros muñecos. Ali avanzaba como si nada de aquello existiese. No dejaba de asombrarme lo valiente que podía llegar a ser. Caminamos a través de un pasillo en el que me vi obligado a agacharme; Alice podía entrar de pie. Cuando salimos de aquel recodo, y volví a alzarme, vomité. Fue una reacción instantánea al ver a mi hermana abrazando a un cuerpo en estado de putrefacción que estaba sujeto con unos grilletes a la pared.
–¡Alice, apártate de ahí! –grité.
–No digas tonterías, Mike. Es papá.
Un escalofrío recorrió mi espalda. ¿Mike? Ese nombre… Sí… ¡Era el mío! ¡Yo me llamaba así! ¿Entonces…?
Un chillido me sacó de mis pensamientos. Un gato negro, el mismo que vi aquella vez en mi ventana, se abalanzó hacia mi rostro, arañándome la cara. Caí al suelo, y entonces me pareció verlo crecer y crecer hasta convertirse en un monstruo más grande que mi hermanita. Se giró y se lanzó hacía ella. Luego todo ocurrió muy rápido. De alguna forma que no llegué a entender, el cuerpo de mi padre se derrumbó sobre el gato, aplastándolo contra el suelo. Los grilletes se quedaron en su lugar, como si fuesen un adorno en la pared. Y entonces, lo escuché con absoluta claridad.
Corred. Os espera en la puerta.
Era la voz de papá. Pero era imposible. Él había desaparecido. O estaba muerto. ¡No podía ser aquel cuerpo!
Noté un pequeño tirón en la manga. Ali me miraba con cara espantada.
–Vamos, Mike. Papá ha dicho que corramos. Él nunca se equivoca. ¡Tenemos que correr!
Salimos en dirección a la puerta, arrastrándonos por el pasillo y atravesando la habitación de los brebajes. Antes de subir por las escaleras, me giré, y vi cómo el cuerpo de mi padre se ladeaba. Empezaba a ceder ante aquel monstruo.
Subimos a toda velocidad, buscando a mamá, pero nos detuvimos en seco al salir al exterior. Frente a nosotros, con una sonrisa radiante, estaba aquella extraña que vi frente a mi ventana. La bruja venía a buscarnos. Me quedé petrificado. Ni siquiera fui capaz de reaccionar cuando Alice salió corriendo en dirección a ella.
–¡Mami! –gritó–. ¡Mike, es mami!
La mujer me miró dulcemente.
–Mi pequeño Michael...
Escucharla fue como volver a despertar. De repente todo apareció frente a mí como una revelación…
Era una noche de luna llena y había salido con los chicos a contar historias de miedo al lago. Mi hermana me había seguido sin darme cuenta, y me enfadé mucho cuando la encontré husmeando detrás de los arbustos. Corrí tras ella y le regañé, le dije que se fuera para casa, pero como siempre, no me hizo caso. Ella quería escuchar una de nuestras historias. Al final cedí. Creí que si escuchaba una, se espantaría tanto que no volvería a venir. Cuando salimos de las matas, el espectáculo que vimos fue dantesco. El lago estaba teñido de sangre, y mis amigos estaban descuartizados. En un rincón, comiéndose un brazo entre espasmos y risas diabólicas, estaba la señora Perkins. Alguna vez había escuchado a mamá y papá hablar de ella. Contaban extrañas historias de brujería, que siempre acababan desechando entre risas. Cuando nos vio a mi hermana y a mí, se deslizó hacía nosotros como un rayo, sin rozar el suelo, con la cara desencajada en una mueca de odio. No sé qué fue, posiblemente el rostro de Ali, totalmente libre de miedo cuando la vio venir, la que hizo que se detuviera en seco. En sus ojos pareció nacer un ligero brillo de ternura. Entonces sacó un frasco, uno igual a aquellos que acababa de ver en las estanterías del sótano, y me lo hizo beber. A mi hermana, simplemente, la abrazó. “Mis pequeños Gregory y Alice”, fue lo último que le escuché decir. Lo que vino después eran recuerdos entre brumas. Imágenes confusas en las que mi hermana y yo atravesábamos los campos a través del cielo, subidos en una escoba, en las que mi padre nos seguía destrozando el maizal, arrasándolo todo a su paso como si fuese de hierro; recuerdos que me situaban durmiendo en una habitación que, poco a poco, se fue convirtiendo en familiar; como mi nuevo nombre, como mi nueva vida.
Y ahora, aquello se erguía en una pesadilla. Frente a mí estaba mamá. Mi verdadera madre. Corrí a abrazarla, y nos juntamos los tres entre risas y llantos. Ella empezó a hablar:
–Os había buscado por todas partes. No había un agujero, un río, una cueva, que no hubiese comprobado palmo a palmo. Casi había perdido la esperanza… Entonces vi a Helen correr tras aquella pelota. Sabía que os tenía ella. Lo sabía. Todo el tiempo me decía que eran solo supersticiones, pero estaba tan equivocada ¡Maldita bruja! Luego osé adentrarme en su parcela. Me vestí de negro para que ella no me detectase, pero tenía que arriesgarme a hacerlo en esta noche clara. Necesitaba que me vieras. Y ahí estabas tú, Michael, frente a la ventana. Ya no había ninguna duda. Entonces, absorta en mi alegría, ella apareció. Se abalanzó encima de mí convertida en gato, pero poco a poco fue creciendo hasta convertirse en aquella bruja. Conseguí huir, espantada al verla sobrevolar el cielo buscándome. Llegué a casa, desesperada. Tenía que venir por vosotros inmediatamente, no podía esperar a que llegase ayuda. Pero ahora que ese demonio había perdido su secreto, sabía que intentaría huir. No sabía qué hacer, no sabía cómo actuar. Entonces….–mamá sonrió–; en fin, es una tontería.
–Entonces papá te dijo que vinieras, ¿verdad? –le dije, acabando su frase.
Me miró con los ojos muy abiertos.
–Sí. Pero vuestro padre desapareció. Fue como si lo escuchara sin verlo. ¿Cómo…?
–Hizo que Helen y yo bajáramos para atraerla al sótano. Y luego la retuvo mientras huíamos. Mamá, papá está muerto. Pero aún está aquí.
Nuestra madre empezó a balbucear unas palabras, cuando unos gritos que parecían provenir del infierno la detuvieron. La señora Perkins aparecía por la puerta del sótano, con la cara llena de pelos de gato. Estaba en mitad de una transformación.
–¡Son míos! –gritó–. ¡Devuélveme a mis hijos!
Se lanzó sobre nosotros, pero apenas fue capaz de moverse. Una mano, demacrada, a la que le faltaban dos dedos, la cogía de un hombro. Era papá. La abrazó por detrás y se agarró a ella con piernas y brazos. La bruja lanzaba conjuros de magia negra sin parar, pero no conseguía desprenderse de él. Entonces me alcanzó un fuerte olor a combustible, y me di cuenta de que mi padre estaba empapado. Me miró, y en su rostro, más similar a una calavera que a una cara, creí distinguir una ligera sonrisa.
Ahora.
No le vi abrir los labios, pero lo escuché como si me lo hubiese gritado al oído. Miré mi mano llevado por un impulso, y sobre mis dedos había una cerilla que antes no estaba allí. Observé a papá por un segundo, batallando por nuestras vidas más allá de su muerte, y no dudé. Encendí la cerilla y la lancé.
La tía Mary no entendió casi nada de lo que mamá le explicó, pero nos dijo que podíamos quedarnos a vivir con ella todo el tiempo que quisiéramos. Cuando el avión atravesó nuestra antigua granja, Helen me tocó un brazo y señaló a través de la ventana.
–Mira, es papá –dijo.
Yo observé el cielo. Aquella nube negra que tenía la forma de un hombre y una mujer forcejeando, se había convertido en una curiosidad mundial. Permanecía estática, inmune a las corrientes del aire. Solo nosotros tres sabíamos la verdad. Cogí a mi hermana de la mano y sonreí.
–Sí, Helen, es papá. Y seguirá luchando eternamente.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.