Esa mañana, como era habitual, también tuvo la certeza de que empezaría a escribir su obra cumbre; por desgracia, le acompañaba una recurrente sensación de memorias olvidadas, que empeoraba a medida que pasada el día. Sin embargo, estaba dispuesto. Su ínfima pensión no bastaba para cubrir los excéntricos gastos de un escritor, así éste fuera totalmente anónimo, de modo que tras un frugal desayuno y luego de revisar los titulares de prensa, se internó en su estudio.
Sabía que lo más difícil del proceso era plasmar las primeras líneas y para salvar ese escollo, había optado por tomar apuntes de todo cuanto su mente le permitiera crear. Así la hoja blanca, ese fantasma que ahuyenta las palabras, ya no podría sabotear su trabajo.
Entonces escribió: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo…”, pero en este punto se detuvo.
Había que ver la expresión de aquel hombre; era el monumento vivo a la derrota. Acaba de recordar que ésa ya era una obra cumbre, de hecho, una de sus favoritas. Lo atropelló un remolino de recuerdos respecto a la misma y a su autor. Presa del pánico senil que sucedía a estos episodios de memoria oculta, se abalanzó sobre el bello ejemplar sólo para constatar que efectivamente ya había sido escrito.
Horas de llanto, horas de rabia y desesperación fueron preludio de un estado de somnolencia. Cuando despertó, como por efecto de una bendición divina, no recordaba nada. Tomó un libro, sirvió café y se abandonó a una nueva embriaguez literaria.
A la mañana siguiente, se sentía otra vez dispuesto. Tras repetir maquinalmente los mismos hábitos, escribió:
“Cierta tarde de principios de julio, muy calurosa, un joven abandonó la mísera habitación que tenía alquilada en la calleja de S…”
E igual que antes, la esquiva lucidez mental le mostró en un minuto el mundo que no había creado: furiosamente, arrancó del estante el ejemplar de Dostoievski e hizo la cruel comprobación.
¡Para qué relatar tantas penurias! Basta con decir que le había ocurrido lo mismo con Kafka, Dante, Shakespeare, Víctor Hugo, Poe, Vargas Llosa, Lorca, Hemingway…
Pero una mañana, se despertó especialmente dispuesto. Tanto, que fue a cobrar su pensión, compró algunos víveres y hasta dialogó con los vecinos. Se veía radiante. Tal vez la sensación de recuerdos olvidados le abandonó por unas horas.
Estaba ansioso por comenzar a escribir. Esta vez sí que lo había logrado. Tenía toda la historia perfectamente organizada. No recordaba haber escrito tantos apuntes y mucho menos que los había escondido, así que encontrarlos fue una total revelación. Esta obra era magistral:
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo…”
Las palabras fluían sobre las hojas. Era un rapto de inspiración increíble para una jornada muy productiva. Sabiendo que podía retomar la escritura de “su” novela en cualquier momento, decidió retirarse a descansar. ¡Sueño pesado y feliz!
La mañana lo recibió con un fuerte aguacero. Nada mejor que el café. Nada mejor que la prensa. Los titulares anunciaban días de duelo nacional. Un célebre escritor había fallecido.
- Ni tan célebre; no conozco su obra, se dijo. Y sonrió despectivamente.
Leyó más por curiosidad que por interés. La desagradable sensación de recuerdos recuperados que se atropellan torpemente le invadió todo el cuerpo. La editorial de prensa que causó tal conmoción comenzaba así: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento…”
En efecto, un célebre autor había fallecido y él, un escritor que nunca lo fue, apenas tuvo el tiempo suficiente para ubicar en la biblioteca “Cien Años de Soledad” y hacer la odiosa comprobación.