El árbol del muerto
Un relato de Patapalo que fue finalista del I Certamen literario de relato corto Juan de la Cruz Martínez
Chiquillo, tú andas triste porque se te han reído los compañeros de clase. Y lo entiendo. Pero tienes que pensar que el que no se asusta nunca es idiota, no valiente, y que cualquiera puede confundir al trapero con el hombre del saco. Y para que me creas, te voy a contar una historia que pocos conocen, y que pocos creen, porque ¿quién se hubiera imaginado que algo pudiera asustar al Niño del Arahal?
Sí, tú me dirás que no puede ser, que ese era muy hombre aunque lo llamaran niño, pero vas a escuchar a tu abuela, y vas a entender por qué un tipo tan gallardo se echó a correr, como alma que lleva el diablo, asustado por un simple comerciante.
Aquello ocurrió mucho antes de lo de Crucetillas, antes de que se juntara con el Pernales y pusieran patas arriba toda Andalucía. Fue la primera vez que vino a la Sierra de Segura, y en aquellos tiempos se juntaba con un tal Diego Ardid. Mucho llovería hasta que volviera a estas tierras buscando refugio y se hiciera matar debajo de un nogal —aquel árbol le debía traer mala suerte—, pero ya por aquel entonces, y aunque no debía de tener más de diecisiete años, su nombre era bien conocido por la zona.
Al otro no se lo vio mucho tiempo por aquí. Era aragonés, y el bando se lo habían echado por su tierra, en los Monegros. Algún lío con los carlistas, decían, le había hecho poner millas de por medio. Era tan bala como su socio, y decían que Dios había llamado Ardid a los suyos para que los buenos cristianos estuviéramos en guardia, porque de su boca no salían palabras que no llevaran al menos dos sentidos. Algo de eso debía de haber, porque a Dios le gustan estas cosas. ¿Por qué, si no, hubiera llamado Segura a esta sierra que ha sido casa de bandidos desde que vinieron los moros?
El caso es que, entre el uno y el otro, sus correrías no tenían fin, y no había taberna ni posada en toda la comarca que no hiciera eco de todas sus fechorías. Todo parroquiano tenía en boca sus nombres, y cuanto más vino bebían, más se les soltaban las lenguas. Y cuanto más sueltas, más vino, para aclararse la voz, y aquello era un sin parar de jarras e historias que solo se interrumpía cuando los susodichos, el Ardid o el mismo Niño del Arahal, asomaban por la puerta.
Sí, chiquillo, ¿qué te pensabas?: los bandidos también iban a la taberna. ¿De qué vale ir robando por los caminos si luego no te lo puedes gastar en la parroquia?
Así, todos se conocían, más o menos, o fingían hacerlo, y por ello no es de extrañar que cuando aquel comerciante, Suárez le decían, dijo que apuraría la jornada para llegar hasta Cazorla, todos menearan la cabeza. “Te quedarás a mitad camino” le dijeron, “y la sierra no es acogedora de noche”. Pero aquel hombre se sentía muy valiente con el vino y, por qué no decirlo, algo desconfiado con las gentes de la taberna, y se dijo “mi paso es largo, y mejor ponerme en ruta que entretenerme aquí con estos jugadores. Llegaré antes a casa, y con la bolsa más llena.”
Al principio, el tal Suárez debió pensar que había hecho muy bien. Llevaba el paso alegre y avanzaba sin problemas bajo la sombra de los nogales. Pero, poco a poco, la tarde fue volviéndose noche, y el bosque no tenía visos de acabarse. Y, con la oscuridad y el cansancio, llegaron los ruidos extraños y los malos pensamientos.
“¿Y si me topo con el Niño del Arahal? ¿O con ese Diego Ardid? Peor, ¿y si me encuentro a los dos? Ay, ¡quién me mandaría meterme a mí en semejante berenjenal!”
Seguramente por llevar esos remordimientos en la cabeza, esa imagen tan clara de los bandoleros con sus trabucos preparados, agazapados en cualquier rincón del sendero, no tuvo ningún reparo en subirse a un árbol en cuanto oyó unas voces en la espesura. Más vale prevenir que curar, debió pensar, que es menos vergüenza que te pillen subido a un árbol que llegar con las manos vacías a casa después de una semana de mercado.
Así, escondido entre las densas hojas del nogal —que ya digo yo que debía traer mala suerte al de Arahal— vio cómo se acercaban dos sujetos de mala catadura. Iban gruñendo y jurando, y por las voces se veía que habían estado empinando el codo.
El primero, que no era otro que Diego Ardid, iba diciendo: “Te digo que está en ese nogal. ¿No le ves las alpargatas?”
Y el otro, que era el Niño del Arahal en persona, le contestaba: “Si tú lo dices, será verdad, pero yo no pienso subirme al árbol, que cae la noche y casi no se ve. Mejor lo descolgamos de un trabucazo y que caiga como una manzana madura.”
Suárez, el comerciante, se había quedado blanco oyendo aquello. No solo lo habían visto —o eso creía— sino que iban a dispararle sin más miramientos. ¡Si hubiera sabido! Pero le pasó como a ti con el trapero: que no te paraste a pensar, ni a mirar con más calma, y te dejaste llevar por el miedo.
Pues bien, si hubiera echado una ojeada a ese mismo árbol en el que estaba, hubiera visto de quién hablaban realmente los bandidos: un cadáver estaba escondido en el ramaje a pocos metros de donde se encontraba. Era un antiguo compinche de Ardid, de cuerpo presente, que había osado traicionarlo. Habían tenido un cruce de navajas y, una vez solventado, habían decidido esconder el cuerpo ahí hasta asegurarse una salida de la zona. Los mangas verdes andaban con la mosca detrás de la oreja y era mejor andarse con ojo. Entonces, en el crepúsculo, ya más tranquilos, habían decidido recuperar el botín.
Lo que no sabían los bandoleros era que un comerciante se escondía en el mismo árbol, ni que este no había visto el cuerpo. Así, cuando oyeron una voz temblorosa y áspera que decía: “No disparéis, que ya bajo yo solo”, se pegaron el mayor susto de sus vidas. Y rayos si corrieron, con todo lo machos que eran. ¡Como alma que lleva el diablo! Si tú creyeras que un compinche al que has dado matarile te dice que baja él mismo de un árbol, ¡tampoco te quedarías a ver qué te cuenta!
Así que ya lo sabes, chiquillo, hasta los más valientes encuentran un momento para la escapada, y es muy fácil reírse de ello cuando se ve todo desde fuera.
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