Ya tardábamos en crear este post.
Pues nada, un post donde colgar cualquier relato escrito por los pobladores. Pueden ser relatos cortos, cuentos, diálogos, guiones, hasta poemas. La única condición: estar ambientados en el tenebroso 41º milenio.
Ale, se abre la veda.
La liberación de Bonaventure
El vigésimo segundo año de la cruzada de los mundos de Sabbat fue un tiempo de brillantes victorias imperiales. El rápido avance por el racimo Carcaradon le había supuesto a Macaroth grandes laureles, y el fin de la cruzada y la derrota total de Urlock Gaur se presentaba próximo.
No obstante, el rápido avance del señor de la guerra había dejado tras de sí un reguero de planetas aun en poder del archienemigo. Aquellas bolsas debían de ser eliminadas para completar la liberación de los mundos de Sabbat, y eliminar una más que posible amenaza para las líneas de abastecimientos de la vanguardia imperial.
Uno de aquellos mundos destinados a ser liberados fue Helice, un pequeño mundo agrícola de escasa importancia, sino fuera por su cercanía a una de las principales vías de comunicación entre la vanguardia y sus bases en Urdesh y el grupo Khan.
La tarea en un principio pareció fácil, y fue encargada al renombrado coronel general Steiner. Éste conquistó sin muchos problemas gran parte del planeta, hasta llegar a las puertas de la capital, Bonaventure. Allí, Steiner fracasó completamente. Lo que había de ser una victoria rápida se convirtió en un asedio interminable.
Tras un mes de continuos fracasos, Macaroth destituyó a Steiner, el cual se suicidó tras su fracaso. Nombró a un joven general de división desconocido por aquel entonces como comandante en jefe de las fuerzas imperiales de Helice. Para reforzar su autoridad, no dudó en ascenderlo al rango de su antiguo superior.
El recién nombrado coronel general tenía ante sí la titánica tarea de conquistar una ciudad de siete millones de habitantes tras un mes de lamentable estancamiento…
Día 0. 8:30h.
El nuevo día había llegado, y a pesar del gran cambio que había sacudido todo el Estado Mayor el día anterior, entonces no parecía que hubiera cambiado lo más mínimo. Los tácticos imperiales, enfundados en sus negros uniformes de cuello alto, no cesaban de consultar el mapa táctico, los informes y las placas de datos. Algunos oficiales de estado mayor, ataviados con elegantes y engalanados uniformes, se paseaban de un lado a otro comprobando la correcta disposición de las fuerzas en el mapa de acuerdo con los últimos informes recibidos. Varios ayudantes de campo llevaban tazas de humeante café a sus oficiales. Todo parecía funcionar como un reloj, viva imagen de la eficiencia burocrática que era la cúpula dirigente de la Guardia Imperial.
Todo aquello no era más que una apariencia. En realidad, podía decirse que ninguno de ellos hacía nada. Las lujosas habitaciones del Palacio de Invierno de Bonaventure, sede del Estado Mayor, eran demasiado confortables como para no disfrutarlas. Ninguno de aquellos hombres de elevado rango y almidonado uniforme deseaba trabajar más de lo necesario. Steiner había sabía aquello, y por eso también se había dejado llevar por aquella vida fácil y placentera. Faltaba ver si el nuevo era de ese parecer. Y si no, los sutiles mecanismos cortesanos que envolvían el Estado Mayor le harían cambiar de parecer.
Las elegantes puertas de roble de la sala se abrieron. Los dos guardias de honor, ataviados con un uniforme azul de brillantes charreteras y botones blancos, se pusieron firmes con sus rifles infernales al hombro. El resto de los presentes en la sala, dejaron a un lado sus tareas, se levantaron, y en posición de firmes saludaron al recién llegado.
El individuo que entró por la puerta impresionaba a primera vista. No era muy alto, pero su cuerpo robusto irradiaba energía. Caminaba rápido, pero con aplomo. Lucía un simple uniforme verde, con las insignias de coronel general en el cuello y las hombreras. De su pecho tan sólo colgaban dos condecoraciones, pero todos contuvieron la respiración al verlas: la Cruz de Macharius de primera clase y la Medalla de Honor de Terra.
Con dos rápidos pasos se acercó a la mesa con el mapa táctico holográfico. De un manotazo, arrojó una pila de papeles al suelo. Los informes quedaron desperdigados a su alrededor, sin que pareciera importarles lo más mínimo.
-¿Alguien me sabe decir que es esto?- Preguntó señalando el mapa. No había gritado en absoluto, pero su violenta entrada y la fiereza de su mirada disuadieron a cualquiera de responder.
-Ya que nadie responde, yo lo haré. Esto…- Dijo, enfatizando cada palabra.- Esto es un soberano fracaso. Una mancha en el historial de la cruzada. ¿Cómo es posible que nos quedemos estancados frente a una ciudad, tras veinte años de conquistas? ¿Cómo puede una capital de un planeta provinciano plantearnos tantos problemas tras vencer en Balhaut, Urdesh y Morlond?
Los miembros del Estado Mayor se removieron, inquietos. Algunos respondieron tímidamente, en voz baja y apenas audible.
-Señor, las tropas son muy bisoñas…
-Los soldados están agotados y desmoralizados…
-El clima invernal no favorece nuestro modo de lucha…
-¡Basta!- Gritó.- La razón es muy sencilla: la inoperancia del Estado Mayor. He revisado todos los informes, las órdenes y contraórdenes del último mes. Es simple y llanamente basura. Son puras contradicciones y una sarta de estupideces. Pero esto se acabó.
Se levantó y empezó a caminar lentamente, rodeando la mesa de mapas, pero mirando sus subordinados.
-Quizás con Steiner la incompetencia no tenía castigo, pero esto se acabó. Soy el coronel general Andrey Lukas Schwarzenberg, y ahora mando yo. Pienso romper la inercia de esta operación mañana mismo. El único precio para el fracaso, la incompetencia o la vagancia será un puesto ante el pelotón de ejecución. ¿Entendido?
Un rumor de asentimiento sonó entre los presentes.
-Bien. Ahora a nuestra tarea. Acérquense.
Los tácticos y oficiales rodearon la mesa de mapas. Schwarzenberg empezó a hablar.
-La ciudad de Bonaventure cuenta con tres puntos clave: el espaciopuerto, la ciudadela y el distrito comercial. Controlando estos puntos, se adquiere el control de la ciudad. He aquí el plan para tomarla.
Primero de todo, quiero un reconocimiento aéreo para identificar los principales centros neurálgicos de la resistencia enemiga. Estos puntos serán designados como objetivos primarios, y serán bombardeados con artillería pesada y bombarderos.
Una vez hecho esto, dos divisiones blindadas y dos mecanizadas entrarán por las tres principales autovías de la ciudad, en cinco columnas: dos entrarán por el este, con el objetivo de tomar el espaciopuerto. Una avanzará hasta la ciudadela y asegurará su perímetro. Las dos restantes, avanzarán hacia el distrito comercial y lo tomarán.
Tras los blindados y la infantería mecanizada, entrará la primera oleada de infantería. Su propósito será asegurar las posiciones tomadas por las fuerzas blindadas. Una vez consolidada nuestras cabezas de puente en el interior de la ciudad, entrará la segunda oleada de infantería. La misión de ésta será la de reducir las bolsas de resistencia enemiga que queden en la ciudad.
Una vez asegurada la ciudad, procederemos a la toma de la ciudadela, plan del cual ya hablaremos en su momento. Por ahora, nuestra tarea ya es suficiente. ¿Alguna duda?
Un táctico alzó la mano.
-Señor, ¿qué unidades entrarán en la primera oleada?
Schwarzenberg se giró hacia un oficial de mediana edad, ataviado con un uniforme de gala rojo.
-Coronel Dhumas, tengo entendido que usted lleva cuenta de las unidades empleadas en el combate.
¿Qué unidades aconseja?
El aludido carraspeó. Al principio parecía indeciso por responder, pero pronto cambió de parecer, dispuesto a impresionar a su nuevo superior.
-La 4º y 12º Divisiones Blindadas Narmenianas, y la 7º y 82º Divisiones Mecanizadas, urdeshita y samotracia, respectivamente.
-Me parece bien. ¿Qué fuerzas tiene el enemigo?
-Las estimaciones varían mucho, señor.- Un táctico alto y de aspecto demacrado pasó a su comandante un fajo de informes.- La mayor parte de las fuerzas enemigas se componen de la milicia, una fuerza bastante heterogéneo formada por cultistas, miembros traidores de las FDP locales y voluntarios forzosos. Creemos que su fuerza ronda entre cincuenta mil y cien mil hombres. Lo más preocupante son unas diez brigadas del Pacto Sangriento, una fuerza de unos cuarenta y cinco mil hombres, perfectamente equipados y entrenados.
-Bien. Para la primera oleada entrarán en acción cinco divisiones de infantería, en la segunda entrarán otras cinco. Las siete restantes quedarán en reserva. ¿De acuerdo?
Los presentes asintieron.
-Bien, mañana, a las 5:30, hora del amanecer local, empezará el bombardeo. Éste durará una hora, momento en que entrarán las divisiones blindadas de la punta de lanza. A partir de aquí, todo depende de nuestros hombres y de la gracia del Emperador.
Día 1. 5:25h.
La tenue luz del alba teñía de un suave rosado las nubes de color gris plomizo que se extendían sobre Bonaventure. La noche había traído heladas, y las largas ramas de los altos pinos, casi despojadas de hojas, se combaban hacia el suelo por el peso de la nieve y la escarcha. Los débiles rayos de sol hacían brillar las gotas de rocío de las agujas de los pinos.
Desde lo alto de la colina, se veía el amanecer helado en todo su esplendor. Los bosques nevados que rodeaban Bonaventure se teñían de un dulce fulgor rosado, que poco a poco iba diluyéndose hasta el blanco virginal de la nieve a medida que el sol ascendía sobre el horizonte. El viento del este mecía las ramas de los árboles, y golpeaba a los hombres con un frío abrazo.
En la cima despejada de la colina, los cañones autopropulsados Basilisk del 17º Regimiento Blindado de Ketzok habían tomado posiciones el día anterior. Ahora, los cascos oliváceos de sus vehículos estaban cubiertos de una fina y quebradiza escarcha. Las tripulaciones retiraban las telas de protección contra el frío de los cañones. Las telas, endurecidas por el hielo y el frío, parecían paneles de cartón y costaban de mover. No obstante, habían cumplido su función: los cañones lucían brillantes y engrasados, sin que el frío los hubiera dañado lo más mínimo.
La dotación del cañón 115, como el resto de sus compañeros, retiraron la capa aislante. A pesar de los gruesos abrigos y los gorros de lana, el frío matinal calaba hasta los huesos. Uno de ellos no dudo en encender un pequeño calefactor de plasma que sacó del habitáculo, y empezó a preparar cafeína. Mientras hervía el agua, entró de nuevo en el habitáculo. Salió otra vez con una botella en sus manos enguantadas.
-¡Muchachos, la cafeína está lista! ¡Traed las tazas!
Uno a uno, los otros cuatro servidores del cañón pasaron con sus cuencos abollados de aluminio. El soldado tenía en una mano la cafetera, y en la otra la botella que había sacado del habitáculo. Vertía el contenido de ambos recipientes en los cuencos de sus compañeros. Finalmente, se sirvió en el suyo.
El oficial al mando de la dotación, un joven con la graduación de alférez, sonrió al improvisado camarero.
-Bien, Ortega, veo que te guardabas una sorpresa.
-Señor, amasec de veinte años. Creo que el momento merece la pena.
-Si el comisario te lo encuentra, vas listo.
-Si el comisario me lo encuentra, le invitaré a una copa. No creo que ni siquiera a él le guste congelarse el culo esta jodida mañana.
De un trago, los cinco vaciaron sus cuencos. A su alrededor, el resto de dotaciones intercambiaban bromas y tomaban cafeína, del mismo modo que ellos. Parecía reinar un buen humor.
Mientras los soldados seguían con sus charlas matinales, llegaron varios tractores de transporte Trojan. Soldados con las insignias de la intendencia del regimiento saltaron de los vehículos y empezaron a distribuir la carga de proyectiles entre los cañones. Los soldados del 115, como el resto de sus camaradas, descargaron su parte y la situaron al lado de su cañón. Pronto, una montaña de obuses de latón se alzaba al lado de cada Basilisk. Tras repartir su carga, los Trojan se retiraron.
Las dotaciones se situaron en sus puestos. Cargaron los cañones y esperaron.
Dos cazabombarderos Thunderbolt cruzaron el cielo rugiendo, marcando con sus turbinas rectas estelas de vapor en el cielo. A toda velocidad sobrevolaron la ciudad, arrojando las granadas de señales. Pronto, unas tres docenas de columnas de humo rojo se alzaron en varios puntos de la ciudad, marcando los puntos que el Estado Mayor había designado como objetivos para el bombardeo.
Las dotaciones se pusieron las orejeras, y encendieron el sistema de comunicación interno de cada vehículo. Pronto, empezaron a disparar. Aunque sus oídos no notaban el ruido, amortiguado por las orejeras, el retumbar de los cañones hacía vibrar todo su cuerpo. La nievo de los árboles caía a grandes copos, e incluso alunas de las ramas más pesadas, incapaces de soportar su peso, caían debido al retumbar de las armas imperiales.
El alférez se dirigió a sus hombres.
-Nuestro objetivo es el punto marcado en el cuadrante 57.-Con los magnoculares observó una columna roja en la zona este de la ciudad.- Inclinación de treinta y cinco grados.
A su orden, dos soldados ajustaron el cañón a la inclinación prevista.
-¡Fuego!
Observó el impacto. Cerca, pero no en el blanco.
-Variación: dos grados ascenso.
El cañón fue situado en los treinta y siete grados. Lo cargaron, y abrieron fuego. El alférez sonrió al ver como impactaba en su objetivo.
-Fijado. Fuego continuado.
Empezaron a disparar sobre su objetivo. El alférez dirigía el fuego, mientras el artillero y el cargador disparaban y cargaban el cañón. Los otros dos soldados cargaban los pesados obuses y los llevaban a la plataforma de tiro. La montaña de obuses de latón del lado del tanque empezó a disminuir, mientras otra compuesto de carcasas vacías empezó a crecer tras el vehículo. Las carcasas, al salir, humeaban al rojo vivo. La nieve del suelo se fundía bajo ellas, creando un espeso barro.
El bombardeo prosiguió otra hora. Los soldados, a pesar del frío, se despojaron de sus abrigos, algunos quedándose en camiseta, con los hombros y brazos perlados de sudor por el esfuerzo de cargar los pesados proyectiles.
-¡Alto!- Gritó el alférez.
El retumbar paró. Los soldados se quitaron sus orejeras. Aún sonó algún tiro esporádico, pero pronto la batería quedó muda. Ortega se puso el abrigo sobre su camiseta sudada, y sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo. Con calma, se puso uno en la boca y lo encendió. Exhaló una nube de humo, mientras posaba sus ojos en el cielo. Acto seguido, miró a sus compañeros.
-¿Alguien quiere?
Se sentaron a fumar y charlar. El resto del regimiento pronto volvió a su rutina, pasando el rato mientras llegaba alguna nueva orden.
Mientras tanto, a cuatro kilómetros de allí, la vanguardia de las fuerzas blindadas imperiales entraba en la ciudad.
La lucha es como un círculo, se puede empezar en cualquier punto, pero nunca termina.