Juan Alberto Belloch no tiene reparos en lanzar un bochornoso crossover de imaginarios ideológicos y culturales para pescar en caladeros conservadores y postularse al Gobierno de Aragón. Utilizando la Ley de la Memoria Histórica, plantea cambiar el nombre de una calle con uno de los generales encargados de atacar Catalunya en la Guerra Civil –el general Sueiro– por el del fundador del Opus Dei, José María Escrivá, uno de los responsables de controlar las almas y las mentes durante buena parte del franquismo (por algo recibe del dictador la Gran Cruz en 1960 y 1964). Para promover la patria chica, el ex juez llega a equiparar su popularidad universal con la de Luis Buñuel y a llamar sectarios a los críticos de su partido, expresando sin tapujos que “a un hombre no se le pone por consenso una calle, sino por méritos, y un santo tiene méritos, nada menos que eso, ser santo”. Buena parte del callejero es ejemplo de falta de conciencia de cómo los marcos simbólicos y discursivos construyen realidad política e histórica todos los días.
Sin duda es difícil pensar qué puede ser la cultura progresista en el complicado y mediático mundo que nos ha tocado vivir. Ante los múltiples movimientos que acompañan una crisis de dimensiones civilizatorias, las izquierdas están desorientadas y desarmadas en todo el mundo, sin una agenda compleja de transformación. Pero en pocos sitios existe tan poca conciencia estratégica de lo que se juegan en el ámbito cultural como en las disputas de memorias, donde se están librando luchas por la hegemonía ideológica mucho más complejas que los maniqueos manifiestos de intelectuales y artistas al uso.
Los “pragmáticos” pactos de la transición bien pudieron ser necesarios dada la correlación de fuerzas de esa delicada coyuntura y además posibilitaron la modernización social y económica que hizo que a España no la reconociese “ni la madre que la parió”. Pero, pasadas tres décadas, cabe preguntarse si las fuerzas progresistas nos hemos quedado presas tanto de esos pactos como del discurso propagandístico con el que se vendió al mundo nuestra ejemplar transición. Respecto a los pactos tendremos que seguir diciendo que son pesados y que su gravitación sigue limitando las dinámicas emancipadoras. En el campo político, un sistema electoral que descompensa el cleavage izquierdas/derecha –la única unificada de toda Europa, sin ultraderecha, pero que nos hace “comulgar” con ministros autoproclamados de centro cuando pertenecen a sectas como los Legionarios de Cristo o el Opus Dei– garantiza a los conservadores un importante poder de veto político. En el social, un modelo económico planificado por la banca y el empresariado forjados en el franquismo desarrollan un aparato productivo dominado por una construcción altamente especulativa, generando el “bienestar insuficiente” y la “democracia incompleta” que uno de nuestros socialdemócratas coherentes, Viçenc Navarro, no duda en relacionar con los problemas de memoria.
¿Pensamos cómo esa propaganda de la transición pactada servía para no pensar en las consecuencias del “pacto de olvido”? Si bien posiblemente era necesario “aparcar” un tema incómodo por una cuestión de tempos políticos, claramente no era necesario en la esfera pública negarlo como han venido haciendo durante tanto tiempo la inmensa mayoría de políticos, periodistas y académicos. Son muchos los representantes de la generación del 68 que últimamente han coincidido con los argumentos de los revisionistas, aceptando el remozamiento de las tesis franquistas (equiparación de las responsabilidades, las violencias y las víctimas) y lanzando advertencias por poner en peligro lo pactado por “todos”, remover el pasado y despertar un secular odio fraticida.
Esto es una muestra del fabuloso éxito de las políticas de memoria del franquismo y del absoluto fracaso de las puestas en marcha por la democracia, que intentó bloquear la memoria y, cuando la generación de los nietos la recupera, juega a saturarla y confundirla. ¿Puede ser todavía por miedo la dificultad de abrir un debate digno de tal nombre y no empezar a tramitar la institucionalización de un trauma colectivo?
Si no se puede hablar tras tres décadas de constitución democrática de una guerra de hace 70 años, algo falla en nuestra ejemplaridad, más allá de que los analistas mainstream enfaticen nuestra tendencial “normalización” en los estudios que nos comparan con nuestro entorno europeo. El interés mostrado por el periodismo internacional sobre el particular hace evidente que en el “extranjero” consideran que estas preguntas tienen sentido “democrático” y están sin contestar en la sociedad española. Y el “morbo” informativo no sólo es porque Franco fuese del bando de Hitler y Mussolini, sino porque hay cierta conciencia de que la lucha antifascista española y el exilio republicano constituyeron un importante vector en la globalización de la cultura y el pensamiento progresistas.
Ante dirigentes socialistas que reclaman homenajes para integristas católicas en sede parlamentaria, o que pierden las formas democráticas en cacerías elitistas de evocación retrograda, parece necesaria la reconstrucción de imaginarios y debates ciudadanos con preguntas pendientes como: ¿qué significa en términos de pensamiento crítico haber tenido tres generaciones socializadas bajo el franquismo? ¿Cómo la cultura autoritaria pesa en representación simbólica de lo democrático y lo público, campo clave para balizar potencialidad de la participación y crítica democráticas? ¿Qué conciencia histórica de ciudadanía puede haber con la negación de la República y de sus defensores antifranquistas? ¿Qué significa en nuestra subjetividad colectiva el no haber reconocido el dolor de estas víctimas? Las dificultades de la identidad nacional española –banderas contestadas, himno sin letra, encaje autonómico– ¿no tienen nada que ver con todo esto?
Ariel Jerez es Profesor de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid
Emilio Silva, Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica
plasplasplasplas
PD: Un pensamiento que me ha venido: cuando se lee un texto con cierto nivel en el foro se nota en las primeras frases. Hay palabras llenas de significado y matices que un simple periodista o alguien que pasaba por ahí no diría.