Devorando a Cronos (F)

DEVORANDO A CRONOS
Salgo de prisa, casi corriendo y dejo detrás algunas cosas, no se cuales. Tengo esa incómoda sensación originada por el descuido. Algo estoy olvidando. Llego a la parada y espero. Nada, ni un autobús. Lunes, terrible lunes. Ensombrecida jornada de inicios y confusiones. No poco indeseables serán las horas transcurridas, no poco tristes e inservibles. Poco le importó en la madrugada al televisor mi sentimiento de oscura soledad, es más, diríase que le daba igual, sólo está ahí, en cierta forma para hacer ruido y darme la falsa impresión de compañía, ésa es la vocación del maldito aparato. Mejor me voy en taxi, pienso. Tengo el tiempo contado. Llego tropezándome al parque de esta vieja y fea ciudad, ahora ruinosa. Arrastro un extraño estremecimiento, justo aquel de no ser yo con un nombre propio deletreado en los estanques por el amanecer. Es la trampa de la semana recién nacida, es la sutil argucia para asustarme con el rostro del silencio matinal. Ahí voy, en feroz persecución por llegar justo, pretendiendo alcanzar algo y no ser rebasado por el fracaso. Varios cuentan conmigo, a mí me tocó llegar primero este día. El sorteo apuntó su índice, casi huesudo y declaró él tendrá esa tarea, cinco días sin excusa. Resguardará a los demás con su sacrificio. ¿Pero a estas alturas, en verdad qué soy? ¿Ése sin realidad concreta, únicamente obligado a tener por siempre dos pies y andar sin rumbo, tener dos manos y tocar las piedras? Soy un ser ingenuo y simple, corriente como guijarro, destinado mi cuerpo a romperse en esquirlas negras, arrojado sobre una tumba de granito.
 
De pronto, por la ventanilla abierta del taxi, entra un flujo sibilante de aire, un hilo apenas, un breve soplo del recuerdo. Contengo el aliento, repaso mis actos. Todo bien, me digo, no olvidé nada. Aquí traigo lo más importante.
 
– Ahí en la esquina déjeme. ¿Cuánto es?
– Mhh, cincuenta pesos –me cobra el tipo.
– ¿Cincuenta? –maldita rata. Le entrego el billete. Desgraciada ciudad. Ruin y arruinada.
 
            Zancadas y vistazos al reloj. Ya casi es la hora, todo debe de ser preciso. Ni un minuto más. Entro, parándome ante el aparato. Maldito artilugio de manipulación y control. Yugo electrónico. Te enfrentaré así todos estos días, hasta el viernes. El artificio me observa con el cristal de su ojo rubí, implacable. Meto la mano en mi bolsillo y acaricio confiado el aro metálico con nueve cilindros de goma. Unos son largos y otros no tanto. Haremos copias en caucho. Con eso burlaremos a la máquina. Pero alguien deberá de cubrir al resto de nosotros cada semana. Sorteémoslo. Bien, te corresponde a ti, así lo dictó en esta ocasión la suerte. Lenta, la brasa de mi ansia roza apenas en un alarde ciego y anacrónico el preciado aro. Levanto la mano, acercando al ojo el primero de los cilindros de látex, colocando el extremo en el rojo del cristal. Escaneando. Un láser registra el extremo del cilindro. Aceptado. ¡Bienvenido! dice una voz sintética. Repito el mismo paso siete veces, posando por un instante cada cilindro ante el escrutinio del fotón. Al final omito uno y pongo mi dedo índice, el único cilindro de carne. De nuevo la voz. Mismo mensaje. Cada cilindro es llave diaria de la puerta en la nómina.
 
     Guardo de nuevo, con sumo cuidado, el aro con las réplicas en látex de nuestros índices, copias exactas del dedo para checar de los compañeros del trabajo. El dispositivo digital ha registrado exitosamente la “llegada puntual” de todos en la oficina. El viernes nos pusieron este aparato infernal y nos dijeron desde el lunes deben de comprobar su llegada en este reloj checador por huella. Pero pronto resolvimos el problema. En verdad, nadie quiere madrugar. Al rato llegarán los demás, cada quien en calma y a la hora que desee, pero con su entrada marcada a las 8.
 
Desde hoy, todos llegamos temprano.