Sonia, jadeante, me agarraba de la cintura sin saber que yo podría estar más cansado que ella.
― ¿Qué fue aquel sonido? ¿me lo puedes decir, eh?―dijo nerviosísima.
― Y yo qué voy a saber, chica.
― Tú siempre tan amable. Tú ya no haces honor a tu nombre, Amancio.
Pero esto fue lo último de lo que discutimos. Ella resbaló y se desnucó con una piedra puntiaguda. Mi dolor en aquel momento es algo de lo que me veo incapaz de describir. Proseguiré con los acontecimientos acaecidos de la mejor manera que pueda.
Nos faltaba poco para llegar a la cima de aquel monte, de cuyas laderas emergían pinos piñoneros, puntiagudos como estalactitas que buscan su estalagmita en alguna cueva inmemorial. Dios, cuánto la echaba en falta. Los mortales nunca llegamos a comprender por qué el destino nos trata tantas veces de una forma cruel.
Durante el camino hacia arriba, decidí coger una piña y lanzarla al vacío. El árbol escogido se asemejaba a una pareja en unión íntima y esto me hizo enfurecer aún más. Al fin, alargué mi brazo y arranqué el fruto que aún conservaba su verdor.
Me sentí al instante mareado y como expulsado hacia arriba por aquellas ramas luengas y resinosas. Siempre me había gustado aquel olor tan característico.
Un fuerte dolor de cabeza me despertó. El panorama que pude ver mientras me frotaba los ojos, me hizo estar algo descolocado: una enorme extensión de pinos me hizo sentir el hombre más pequeño del mundo.
El tiempo se había parado. Mi segundero había muerto totalmente y, como corazón de mi reloj, me presagiaba algo sumamente extraño. La bruma era espesa y era como una gran nube que, poco a poco, descendía hacia mis pies como invadiéndome todo. Si cuando miré por última vez el reloj eran las primeras horas de la mañana, ahora no había sol ni la iluminación típica de aquellas mañanas que recordaba.
Pero no me podía quedar allí parado, así que, una vez más, divisé el pinar y la gran nube y comencé a andar hacia alguna dirección sin estar nada convencido de lo que estaba haciendo. Al caminar sentía un ligero cosquilleo por mis piernas, como si se me hubiera congelado la sangre por sus arterias. Anduve y anduve largo rato sin llegar a ningún punto en concreto y una cancioncilla luchaba por asomarse entre algún lugar recóndito de mis incansables neuronas. La melodía sonaba y sonaba (y yo no era capaz de descifrar el lenguaje; era, para mí, como un soniquete roto y mal facturado, sin duda). Do-fa-re-mi. Y un paso. Do-fa-re-mi. Y otro paso. Do-fa-re-mi. Y otro paso. Do-fa-re-mi. Y ni un paso más. Y nada. Quietud.
Un grandísimo pino (en lo alto y en lo ancho) era movido bruscamente por el viento molesto, que me atacaba con su calor bochornoso y que, de vez en cuando, traía gramíneas primaverales y yo qué sé clase de frutos del bosque, que caían sobre mi cabeza, que empezaba a sentirse pesada y torpe, demasiado torpe para mi edad. Me senté como y donde pude, si es que allí se podía emplear el concepto ‘sentarse’. Palpé el “suelo” y encontré una piña, la cual mordí rápidamente en un acto de locura instantánea impropia del Amancio del ‘día-a-día-y-de-los-pies-puestos-sobre-la-tierra-y-las-manos-donde-pueda- verlas’.
Mis músculos estaban apresados de alguna forma que no supe explicarme en aquel momento. Olía a lluvia de noviembre y a hojas de octubre y sol de septiembre y a pesar de tal imagen hipersensorialmente tranquilizadora, sentía un miedo como nunca había sufrido mi cuerpo. Mi cabeza pugnaba por echar un vistazo alrededor y lo único que veía eran los pinos de siempre pero con una diferencia: eran tremendamente más pequeños y yo sentía vértigo y el viento árido más molesto que antes en mi cara. Y mis brazos y mis piernas estaban apresados por algo y otra vez la melodía y yo iba a explotar, sinestésico, esparciendo todos mis miembros por algún lugar de ese maldito bosque que me estaba haciendo perder la cabeza como un colocón de una noche loca.
― Tú, maldito ser entre todos. Vas a estar encadenado hasta que yo te lo diga. Puedo oler tu miedo desde todos los puntos de este sagrado bosque. Puedo hacer que sientas frío y al instante, calor. Yo soy todopoderoso, y tú eres demasiado insignificante para mí. ¿Cómo osas presentarte así, de forma tan terrenal ante mí?¿cómo osas no traerme ninguna dádiva con la que pueda distraerme en estos tiempos de sequía que corren?¿cómo osas no dominar el lenguaje del cuerpo y el lenguaje musical de las siete esferas, tan sobradamente conocidos?
Y me hablaba a mí. Pero yo no veía a nadie. Tan solo se movía la gran nube gris, pero sin romperse, y todas las ramas de los árboles enérgicamente. Una punzada en mi espalda me hizo gritar enfurecidamente. Dios, estaba empezando a sentir ganas de llorar. Por una vez en mi vida no estaba controlando la situación de los hechos.
De pronto, el habla se me entrecortó y el corazón me empezó a latir fuertemente como de una manera rápida y lenta a la vez, sintiendo los latidos en las sienes, concordados con mi pecho y mis muñecas temblorosas. Entonces la vi.
Su melena rubia al viento y sus andares graciosos estaban de nuevo frente a mí. Y yo no podía hacer absolutamente nada. La deseaba más que nunca en ese momento y por más que intentaba gritar (porque yo no me oía mi voz) y por más que intentaba moverme (porque yo no sentía mis movimientos, solamente los pensaba), era todo en vano.
Y ella, fugazmente, me lanzó una mirada como de odio y yo sentí frío y calor y ella desapareció.
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Y ahora, una vez más, me despierto y tengo en mi mano la piña mordida que tengo en aquella cazadora que siempre guardo en el armario del olvido eterno.
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