Había atravesado la Rue du Chocolat como tantas otras veces, los pies congelados y el frío calado en sus huesos. No será en este texto donde explicaremos por qué aquella calle se llamaba Rue du Chocolat, aunque tenga su explicación; quizá el lector se congratule al encontrar su significado, o sea su existencia, en algún otro remoto lugar ajeno a esta narración. Decíamos que acababa de atravesar la dicha calle, él, nuestro inocente protagonista, que se moría de frío y buscaba un refugio para el cese de su calvario. Sus pasos no le habían guiado aleatoriamente hasta aquel lugar; desde hacía algún tiempo su pelo se encrestaba con facilidad y no le gustaba el aspecto del cabello tan largo, así que pensó que era un buen día para pasar por la peluquería acostumbrada, donde su peluquera de costumbre le haría el acostumbrado corte de pelo. Ya saliendo con su abrigo se percató de algo que no había previsto: el día comenzaba a empeorar.
Había nubes largas y negras que se arremolinaban por el cielo como hermanas peligrosas que estuvieran dispuestas a atacar contra la ciudad entera, de un momento a otro, inminentemente aterradoras. Él las observó con incredulidad, agarrando con fuerza su paraguas en el preciso instante en que unas gotas mojaron su frente, su nariz, sus labios… Llovía. Alzó el paraguas abriéndose hacia el impuro cielo. Siguió caminando hasta llegar al lugar de destino, a pesar del cambio en el tiempo. Una vez encontró el sitio, pudo contemplar las luces apagadas desde dentro, aunque todavía quedaba la puerta entreabierta. Decidió llamar, pura modestia y confusión. Nadie respondió a su reclamo.
Abrió la puerta y se adentró en el descansillo cerrándola de un golpe, aunque fuera el viento el que trajo tal impulso y no su deseo. Le dio al encendedor que había más cerca para iluminar un poco la estancia. Pasó sus ojos por las revistas, que permanecían abiertas sobre la mesa como si hiciera relativamente poco tiempo que alguien las hubiera manoseado. Contempló un cenicero sobre el que reposaba un cigarro a la mitad. Aún podía ver desde la distancia cómo el pequeño fuego iba acercando el papel a su fin, consumiéndolo lentamente. Se quedó un rato ahí plantado, como si el avance de aquella línea roja fuera lo único que importase en ese momento. Afuera el viento aulló como mil demonios y se escucharon unos golpes de objetos contra los coches. "En menudo día de perros me he venido yo a meter", farfulló para sus adentros.
-Buenas tardes, señor.
La voz venía desde más lejos: sí… más lejos del cigarro. Perdió la línea de fuego, y el cenicero, y las revistas, y la mesa, y la estancia… Estaba fuera de todo ello, encima de la tarima que abría paso al lugar de la acción, donde multitud de sillas vacías escondían el cuerpo de un hombre delgado y muy alto. Todavía desde aquella distancia no pudo ver bien su rostro, aunque el tono agrio y oscuro de la voz de aquel hombre le supuso un breve escalofrío en el estómago.
-Perdone… no sabía que estuviera cerrado. Son las seis de la tarde.
El hombre dio unos pasos más y se acercó hasta el punto en que nuestro protagonista pudo escudriñarlo con detenimiento. Su cara estaba llena de arrugas y surcos en las mejillas. Tenía las cejas enarcadas hacia la tapia de la nariz como si estuviera siempre enfadado, una melena blanca enorme que le llegaba hasta los hombros y una sonrisa esquizofrénica que cualquiera hubiera obviado por no sentirse intimidado. Llevaba gafas y sus ojos pequeñísimos apenas se podían distinguir entre los cristales de las lentes. Pero nada de esto fue lo que le causó a nuestro inocente hombrecillo más impresión; fue algo ajeno a su aspecto físico, a pesar de que éste también le embaucara con una extraña sensación de desconfianza: aquel hombre había aparecido con unas enormes tijeras en sus manos, aún sucias con algunos pelos negros que ni siquiera quiso el otro pensar a qué cabeza pertenecerían.
-¡Tranquilícese, amigo! Mire, como el día auguraba tormenta y pensé que nadie pasaría a estas horas ya por la Rue du Chocolat, pensé que podría irme a casa… Pero ha sido usted una sorpresa que no pienso desaprovechar. ¡Ahora mismo le estoy preparando la silla y la toalla para que se acomode! Y luego le haré un magnífico cambio de look en su cabello. ¿De acuerdo? Venga, venga, no perdamos tiempo, que seguro tanto usted como yo tenemos grandes cosas que hacer con nuestras vidas tras esto- y mientras dijo todo aquello no dejó de sonreír como un feliz idiota.
-Bueno, si me lo dice así… Pero… espere, ¿qué ha pasado con Anís? ¿Ya no trabaja aquí? (Hablaba de su acostumbrada peluquera).
-Desgraciadamente no, je. Soy yo el nuevo peluquero para este turno. ¿Qué te parece, eh, eh, eh?- rió abriendo la boca como un payaso- No temas, a veces puedo parecer pesado pero en el fondo guardo un enorme sentimiento por mis clientes. ¡Ellos son mi pasión: sus hermosas cabezas llenas de hermosos cabellos y entramados horribles…! Dios, qué pasión tan grande la que esconden algunos insondables cabellos, fascinantes, embriagadores, mágicos, alucinógenos… Yo creo que la gente debería hablar más de sus cabellos por la calle. Acuciar más el arte de los rizos de oro o las cataratas ónice de algunas féminas que arrastran consigo toda la belleza de la nocturnidad. ¿A usted qué le parece?
Nuestro protagonista se sentía atrapado. No supo decir que no.
¿Saben qué ocurrió luego?
Pues claro que lo saben. Pueden imaginarlo, hacer ese pequeño ejercicio de reflexión inmediata, el que yo ahora les impongo. ¡Que sean lectores activos! Creen, inventen. El mundo está ahora a sus pies.
Nuestro protagonista puede ser víctima de un viejo loco en un día de lluvia, con sus enormes tijeras recortando sus orejas, la piel de su cara a tiras, los labios para luego dárselos de comer al perro…
O también pueden visualizar a este loco teniendo un infarto, para así matarlo antes de que el protagonista, el que todavía no ha podido (y este es el "fallo" de este texto) empatizar con ustedes, lectores exigentes, siga viviendo.
Pueden jugar a ser niebla en Unamuno, o Unamuno en Niebla, y matar al personaje porque no es más que una ficción. Pero nunca olviden que siguen matando: ficción o realidad, qué importa, siguen siendo mundos paralelos que a menudo se confunden.
Sí, observe detrás de sí. Es el protagonista que anda en su habitación.
¡No, no, espere! Es el viejo de las tijeras. Ahora está sentado en la silla de una peluquería. Afuera llueve... Y la historia continúa.
Está sudando, le tiemblan las piernas y no sabe cómo moverse para no levantar sospechas. El viejo con apariencia esquizoide y sonrisa terrorífica le observa a través del espejo. Clava en usted su mirada. Sus tijeras se abren. Una punta se separa de la otra, el filo afilado de sus tijeras se conmueve ante el hecho que está a punto de acontecer. Ya casi ve la sangre, su sangre; la puede oler. ¿No siente el color rojo resbalando por su nuca, su cuello, su espalda...? ¿Acaso no siente pavor al ser protagonista de historia tan trágica? ¡Empatize!
Las tijeras se cierran, y la historia continúa.
Tijeras o no tijeras
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...(...) "y porque era el alma mía, alma de las mariposas" R.D.