Reflexiones sobre la odiosa comparación entre estos dos oficios que a veces cruzan sus destinos
Estos días he empezado a mover fichas para un proyecto largamente pospuesto: el lanzamiento de la primera novela ambientada en Megazoria a través del sistema de crowdfundig. Es un motivo como otro cualquiera para retomar este blog y, también, para hablar de la relación entre escritores e ilustradores, ya que una de las primeras gestiones en las que estoy metido es encontrar portadista. Sobre este tema concreto ya hablaré más adelante. De momento, quería compartir algunas reflexiones y experiencias propias sobre ese tándem escritor / ilustrador.
Lo primero que me ha llamado la atención es que da la impresión de existir una relación jerárquica en nuestro imaginario colectivo, la idea de que el ilustrador —sobre todo si “solo” es portadista— está supeditado al escritor. Debe de ser algo muy arraigado, porque recuerdo que de crío, gran lector de los cómics de Conan el bárbaro, aprendí mucho antes quién era Roy Thomas que John Buscema, a pesar de haber leído más de este último. Supongo que se debe más a quién toma la palabra que a posibles prejuicios infantiles —sobre todo porque, en aquel entonces, yo dibujaba y escribía por igual e igual de mal—.
Algunas conversaciones muy posteriores, en las que ilustradores me comentaron su experiencia en sellos donde ellos estaban supeditados a las composiciones de página del diseñador / maquetador parecían confirmar esta idea, pero, al final, esta no resulta más que un espejismo. Un espejismo que, además, por lo que he visto estos días en los foros de ilustradores, genera situaciones sonrojantes, como que un escritor que todavía no haya publicado ni un mal relato vaya ofreciendo graciosamente a artistas con toda una cartera a sus espaldas trabajar para él, como quien te hace un favor por dejarte firmar tu propia obra en la cubierta de una novela que tal vez nunca vea la luz.
Lo que es evidente es que existe una brecha, pero quizás no la que pensamos a priori. De ahí lo del espejismo. Estoy convencido de que esto cambia con la posición de cada uno en la pirámide editorial, y que igual que a Arturo Pérez-Reverte no le dicen cuántas páginas tiene que tener su próxima novela a Luis Royo tampoco le exigirán que se adapte a un tamaño o una técnica por imperativos de una colección. Pero lo que está claro es que al nivel que me he movido yo, mayoritariamente, el pez pequeño no es ni mucho menos el ilustrador.
En los sellos que he conocido que trabajaban con ilustradores profesionales de un modo profesional —porque de todo se ve, o se rumorea, incluso agenciarse ilustraciones por Internet sin tener los derechos pertinentes—, estos cobraban, por lo general antes de la publicación del libro y por una portada, cantidades que superaban lo que iba a cobrar el escritor (o escritores) por derechos de autor en el improbable caso de que se vendiera toda la tirada. Y, por supuesto, al año del lanzamiento del libro. Como decía un colega escritor cuyo hermano era ilustrador, sale más a cuenta dedicarse a esto último.
Por supuesto, hay matices, y lo que pone de manifiesto este particular es, sobre todo, que los escritores, por regla general, tragamos mucho más que los ilustradores. Tampoco creo que merezca la pena entrar en equilibrios de mercado de oferta y demanda. Además, juzgar comparativamente trabajos artísticos —o como mínimo artesanales— tan dispares es tan complicado como arriesgado. Voy a evitar, incluso, entrar en apreciaciones sobre si es más difícil escribir de un modo profesional o ilustrar de un modo profesional.
Sí que hay algunas cosas que están claras: el gasto de material suele ser muy superior en un ilustrador que en un autor. El primero se apaña con un ordenador que, salvo raras excepciones, ya tiene para otros menesteres, mientras que el segundo gasta en fungibles o invierte en accesorios para el ordenador que, de algún modo, tiene que amortizar. La cantidad de veces que se abandonan al amor al arte —que lo hacen, como hemos tenido la suerte de experimentar en Saco de huesos y, muy particularmente, en Calabazas en el Trastero— tiene que limitarse si no quieren arruinarse, está claro. Es mera aritmética. De hecho, los propios escritores también deberíamos planteárnoslo de vez en cuando, porque el tiempo, qué demonios, tiene su valor y sus costes asociados.
En cualquier caso, no creo que esto sea el motivo principal que marca perspectivas tan distintas, sino la propia naturaleza de lo creado. Un escritor, para valorar si le gusta el trabajo de un ilustrador, solo tiene que mirar su galería de ilustraciones. Aunque algunos matices se le escaparán —como el potencial de una ilustración para hacer de cubierta, algún tema de perspectiva o proporciones, etc.—, tendrá rápidamente una imagen clara de si es lo que busca o no.
Por el contrario, ¿qué puede hacer el ilustrador? Puede catar tus textos y tu propuesta de proyecto, pero para tener un conocimiento lo bastante sólido sobre tu obra va a tener que invertir un buen puñado de horas de lectura —a no ser que te descarte rápidamente, claro—. Después de llevar años en comités de lectura os aseguro que no es una tarea ni grata ni ligera. En el caso de un ilustrador de talento, que puede recibir un buen puñado de propuestas de colaboración cada mes, se convierte en misión casi imposible. Sobre todo si tenemos en cuenta que una ilustración hecha ex-profeso para un texto no es tan fácil de reciclar para otro proyecto como el texto en sí, con lo que, si las cosas salen mal, el que tiene más papeletas para quedarse bloqueado es el ilustrador.
Hay una asimetría evidente, no pasa nada por señalarlo ni hablarlo. Es más: deberíamos ser conscientes. Yo, como escritor, entiendo la frustración que se puede sentir cuando tienes un trabajo en el que has metido mucho tiempo y no encuentras a un ilustrador no ya que se apasione, sino que tenga el tiempo o las ganas siquiera para evaluarlo. Puede llegar a ser tan complicado como encontrar editor. De hecho, es normal que estos terminen poniendo en contacto a unos y otros en muchas ocasiones.
Al final, como con todo, vale la pena ponerse en el pellejo del que tienes delante. Es un modo aproximado de hacerte una idea más precisa de todas las implicaciones, de tener una imagen más completa, ¿no?
Pff, no es fácil comentar sobre este tema si uno no está tan metido en el mundillo como por ejemplo tú, Kachi, pero que nada fácil. O bueno, más bien, no es nada fácil si a uno le da cosa meter la pata, porque si no le importa es fácil decantarse por uno u otro bando según sea el propio.
Leyendo lo que has escrito (y aprendiendo con lo leído; muchas gracias por ello), uno se da cuenta de que sí que existe una cierta simetría entre escritores e ilustradores, el hecho de que hayas dado casi la misma cantidad de argumentos a favor de unos y otros lo indica. También, eso sí, está lo de la profesionalidad, semiprofesionalidad o puro y simple amor al arte. Creo que es ahí donde está la verdadera asimetría, cuando uno de los dos está a un nivel de profesionalidad (o reconocimiento, algo que puede parecerse el algún caso pero que en ninguno es lo mismo) muy diferente al otro.
Por mi parte, la única vez que he tratado este tema de tú a tú con un ilustrador para uno de mis trabajillos ha sido con Nogales a cuenta de la posibilidad de sacar una saga de bolsilibros en electrónico. En este caso creo que el nivel de profesionalismo o amateurismo de ambos es parecido, así que no hubo problemas a la hora de hablar de porcentajes (porcentajes de algo que es casi cero, que todo hay que decirlo): ¿cuánto tardas en hacerme una portada? La conclusión es que tardaba más menos lo mismo que yo en escribir un capítulo y, teniendo en cuenta que las susodichas novelitas tenían diez capítulos y, ajustando al alza por aquello de los costes de materiales, me daba un 10% para él y un 90% para mí de todo beneficio que se pueda sacar con esta historia. No sé si es justo o no, pero como el tema está tan parado, quizá no importa. Además, teniendo en cuenta que ambos somos colegas, es fácil llegar a un acuerdo o cambiar lo pactado si hace falta, cosa complicada sin esa falta de conocimiento, contacto personal y amistad de la que te hablo.
En fin, un placer leerte, socio.