Un entremés de la mano de Sir Gawain
Harold Foster nos da un respiro entre epopeyas con su galán empedernido
Uno de los secretos de la narrativa es saber intercalar los llamados picos y valles de emoción. Si se sube demasiado el listón, se corre el riesgo de descafeinar la historia por exceso, por paradójico que resulte. Es por ello que Foster, sin duda, incluye pequeñas aventuras donde prevalece el elemento cómico, que sirven tanto de respiro para el lector como de excusa para seguir perfilando sus personajes.
De esta manera, entre la sugerente incursión en el África Negra y la siguiente gran aventura, que nos llevará nada menos que al Muro de Adriano, introduce un entremés en el que Gawain es más protagonista, en cierto modo, que el príncipe Valiente. Así, este cambia de compañero, dejando al rudo y amoral Boltar por el galante caballero en la peripecia de Guy Haakon, uno de los rescates más fulminantes de la saga, que no deja de posar una mirada irónica sobre aventuras previas y que casi parece que se va a saldar sin derramamiento de sangre...
Después de esta peripecia enganchamos directamente con el cortejo de la dama Gilbert, un episodio lleno de picaresca y algo burlesco con las historias de caballerías que se salda con la vuelta al estatus de caballeros errantes de Gawain y Val por mor de un marido hasta las narices de galanterías.
Y de ahí pasamos a una aventura más al uso, la de la disputa de sir Hubert con su vecino Hugo D'Arcy. Acogidos por el primero, nuestros dos aventureros se convierten en los espectadores privilegiados de un asedio y descubren un enredo... cómo no, amoroso, esta vez entre la hija del primero, Clair, y el sobrino del segundo, Raoul. Como es costumbre en Foster, nos encontramos con un interesante desarrollo táctico, pero en este episodio brilla sobre todo el cierre caballeresco, en el que el ingenio de Val riza el rizo ya terminada la batalla.
Siguiendo la línea romántico – cómica, llega el hilarante duelo entre Sir Quilos y Sir Malnutrición, en el que el autor se deja llevar ya directamente al terreno de la parodia, pero con tan buena mano que encaja a la perfección en la saga y da pie al siguiente episodio.
Como broche, el ciclo se cierra con un nuevo registro del mismo tema: la dama Anne implora socorro para encontrar a su desaparecido marido Robert de Gaiforte, a quien sospecha en peligro por su rivalidad secular con un tal sir Givric, un antiguo amigo de la familia. Al descubrirse un tercer vértice, este encarnado por sir Dieman, un tipo de mala reputación, la trama va complicándose con ecos de novela gótica hasta presentarnos un panorama que no por terminar siendo terrenal —a este respecto estamos ya sobre aviso— resulta menos espeluznante que uno sobrenatural. De nuevo, el ingenio y la sangre fría de Val terminan salvando el día.
Ya como cierre, como si el círculo de este ciclo se hubiera completado, hay un breve reencuentro con Boltar, quien se encuentra en conflicto con sir Lancelot, y que nos reconduce de nuevo a Camelot y la Tabla Redonda. Se trata de un breve interludio humorístico que nos deja ya listos para la nueva campaña del príncipe Valiente.
Con todas estas pequeñas peripecias, en apariencia banales, Harold Foster se muestra en estado puro, como el gran cuentista que es, capaz de arriesgarse con los registros más dispares y siempre con éxito. No es de extrañar que consiguiera lo que consiguió con esta saga, pues en los detalles, en las cosas pequeñas, es donde reside la grandeza.
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