Y su gloria renacerá
Un relato de Gilles de Blaise
Alzó las manos con autoridad para acallar el creciente murmullo que se elevaba desde la multitud, siete niveles más abajo, orgulloso de poder ser el centro de atención.
Empuñó con firmeza el cuchillo de obsidiana mientras las sombras, pálidas y ondulantes a la débil luz, se acortaban a ojos vista. Elevó su rostro de ojos facetados hacia la enorme bola de fuego rojo que estaba próxima a alcanzar su cénit, el momento tan esperado.
Las placas quitinosas de su espalda vibraron de excitación mientras, con un ademán decidido, rasgaba el exoesqueleto que tanto le había llamado la atención la primera vez que lo vio. No pudo evitar el asco al descubrir la carne blanda y rosácea que se escondía debajo, que palpitaba de forma repugnante.
La criatura había dejado de debatirse hacía ya rato, adormilada sin duda por el néctar de la glavria. «Mejor para todos», pensó el sumo sacerdote G´Khar. Desconocía si la planta tendría algún efecto y no se había atrevido a darle un cáliz durante sus días de cautiverio por miedo a que una dosis excesiva pudiera resultar mortal o a que otra, quizá demasiado leve, pusiera de manifiesto sus intenciones y diera al traste con todos los preparativos.
G´Khar era previsor y había dispuesto que le acompañaran sus cuatro acólitos más fornidos para el caso de que la criatura se resistiese a jugar su papel. Acólitos que tenían órdenes de reducirla de inmediato y de la forma más discreta posible. Era necesario evitar que la colmena tomara aquello como un mal augurio o, en el peor de los casos, motivo de duda. Todo tenía que ser limpio y rápido para que el efecto esperado se consumara sin dilación.
Había llegado el momento.
*******
Hace tres ciclos lunares.
—Sumo sacerdote G´Khar —dijo el acólito mientras se inclinaba con respeto— la partida de caza ha vuelto a la colmena.
—Gracias, T`Dhor —dijo sin levantar los ojos de los papiros que estaba leyendo. Al ver que el acólito parecía no tener intención de retirarse, inquirió—: ¿Algo más? Ya ves que estoy muy ocupado —dijo, con un significativo gesto de la mano hacia el montón de escritos que tenía ante sí.
T´Dhor tragó con dificultad y dudó. Se debatía a ojos vista entre el temor a provocar la cólera del sumo sacerdote y lo que fuera que le había trastornado tanto.
—Excelencia, deberíais verlo vos mismo.
Extrañado, G´Khar se decidió a tomar un merecido descanso y abandonar por un momento su búsqueda, de la que solo los más elevados sacerdotes estaban enterados. «Si esto se sabe, cundirá el pánico», pensó mientras seguía al acólito por los oscuros pasillos excavados en la roca viva por generaciones de abnegados obreros. No necesitaban luz, pues el rastro de sus congéneres en sus órganos olfativos era suficiente para iluminar el camino como el sol en un día de verano. Al menos, en un día de verano de los tiempos antiguos.
Salieron al exterior, a la explanada frente al Gran Cúmulo, para encontrarse con la partida de cazadores que parloteaban entre sí, nerviosos. Su guía, D´Thor, los hizo callar con un brusco chirriar de sus mandíbulas mientras se giraba para dejar pasar al sumo sacerdote.
Lo que vio entonces sacudió su fe hasta los cimientos e hizo vibrar sus antenas con aprensión. Frente a él tenía dos extrañas criaturas, sujetas con firmeza sus cuatro extremidades a unas gruesas ramas de thendor. Eran los seres más excepcionales que había visto, cubiertos por un exoesqueleto blanco y adornado de extraños símbolos geométricos. A diferencia del suyo, de un hermoso marrón terroso y rígido como el pedernal, este era flexible y blando, suave y fibroso al tacto.
Si bien esto era más que suficiente para revolverle las tripas, el rostro de las criaturas era aún más repulsivo: sus ojos sin facetas eran poco más que pequeños globos situados a ambos lados de una trompa patética por lo pequeño de su tamaño; tampoco tenían mandíbulas robustas como las suyas, capaces de triturar la madera hasta convertirla en pulpa, sino pequeñas bocas succionadoras con diminutos salientes óseos ocultos tras los labios. Lo que acabó por sobrecogerlo fue que la carne de la cara estaba expuesta al aire, sin máscara quitinosa que la protegiera.
Miró inquisitivamente a D´Thor, el cual se arrodilló frente a él en señal de sumisión.
—Poderoso G´Khar —dijo—. Hemos encontrado a estas criaturas en nuestro territorio de caza y nos hemos apresurado a acudir a ti pues sin duda, en tu infinita sabiduría, sabrás mejor cómo proceder.
—Y has hecho bien, cazador —convino el sumo sacerdote, mirando alrededor—. ¿Alguien más os ha visto?
D´Thor negó con la cabeza, aún arrodillado.
—Bien, bien —musitó G´Khar, pensativo—. No debéis hablar de esto con nadie hasta que yo os lo diga, y nadie debe verlas —afirmó para, a continuación, dar órdenes precisas al grupo de caza—. Llevadlas al Templo y esperad allí hasta nueva orden. No dejéis pasar a nadie más que a mí o a T´Dhor. Él os acompañará.
Esperó a que el grupo se hubiera alejado un buen trecho y tocó entonces el hombro de D´Thor, indicándole que se levantara.
—Cuéntamelo todo —ordenó.
Sentado en su estancia, rodeado de legajos que ahora, tras décadas de estudio, mostraban de súbito su significado, G´Khar meditaba sobre el sorprendente relato que el cazador había hilvanado, apremiado por el sacerdote. A pesar de las lagunas, las vueltas y revueltas, se había podido hacer una buena imagen mental de todo aquello.
Unos días antes, el grupo había sido testigo de cómo un bólido de fuego cruzaba el cielo en la oscuridad de la noche, para perderse tras la línea del horizonte. Al alba decidieron seguir el rumbo marcado por su estela, bien visible allá arriba y al caer la tarde del día siguiente se toparon con las criaturas, que al principio quedaron tan sorprendidas como ellos.
Comenzaron un extraño ritual con el que parecían querer comunicarse, pero su comportamiento era demasiado extraño para las mentes supersticiosas de los cazadores. El relato no dejaba claro por qué D´Thor ordenó reducir a las criaturas, aunque G´Khar sospechaba que el miedo fue la razón fundamental.
Después de eso, D´Thor dividió el grupo, así que mientras unos pocos se quedaron junto a los prisioneros, el resto siguió tras sus huellas, marcadas todavía en la arena y la tierra blanda.
Llevaban pocas horas de camino cuando distinguieron un punto en el horizonte que brillaba con intensidad bajo la débil luz del sol. Apretaron el paso con los ojos puestos en su meta, para llegar hasta una gran esfera de metal que había dejado un surco en el suelo de centenares de metros de longitud tras caer desde el cielo y de la que partían las huellas que habían seguido. La esfera estaba caliente al tacto, pero por más que buscaron no encontraron la más mínima imperfección en la superficie pulida, ni rastro de puertas o ventanas.
Todo estaba claro en la aguda mente de G´Khar. Y esa comprensión hizo que ordenara ocultar a las criaturas en los subterráneos más recónditos de la colmena, en estancias a las que solo él tenía acceso.
Allí bajaba día tras día. Al principio no pensó que esas criaturas fueran inteligentes, no más que khativar, pero luego percibió patrones de conducta que le hicieron dudar. Ordenó entonces que permanecieran bajo vigilancia a todas horas, la mayor parte de este tiempo sin que supieran que estaban siendo observadas. Así descubrió que los sonidos que emitían, constituían un lenguaje articulado, si bien extremadamente complejo y raro.
El grado de su excitación no conocía límites y ardía en deseos de aprender, de comunicarse. A buen seguro que esos viajeros de las estrellas podrían ayudarle a comprender lo que ocurría con su sol y qué era necesario hacer para salvar a su pueblo. Aquello por lo que había esperado tanto tiempo estaba por fin al alcance de su mano.
No podía imaginar hasta qué punto era cierta su suposición cuando un día, al acercarse como tenía por costumbre a pasar un rato estudiando a las criaturas, encontró muy nerviosos a los cuidadores. Un accidente, habían dicho, aunque sospechaba que no era del todo cierto.
Uno de los especímenes había perdido el control y se había abalanzado sobre el acólito que entraba en ese momento con su ración diaria de gachas y néctar. Los cuidadores se vieron obligados a defenderle y no tuvieron más remedio que abatir a la criatura.
Un accidente.
Yacía moribunda en el suelo, sobre un charco de sangre que se hacía cada vez más grande, al tiempo que la vida escapaba de su cuerpo. No vio el cuenco de gachas, derramado sobre la mesa.
Un afortunado accidente.
Ante sus ojos tenía la solución a sus problemas y la salvación de su pueblo, descubierta al fin por azares del destino. Todos sus esfuerzos se concentraron luego en mantener vivo al segundo ejemplar hasta que llegara la hora de culminar el plan que germinaba en su enfebrecida mente.
*****
Hoy.
Clavó con fuerza el cuchillo ritual en el expuesto tórax de la criatura, que emitió un estertor mientras su sangre manaba a borbotones de la herida. Roja como el sol que ahora se encontraba en lo más alto del cielo y que pronto renacería en toda su gloria, olvidada muchas generaciones atrás.
Con la sensación del deber cumplido sonrió con satisfacción mientras agrandaba la herida, no sin cierta saña, arrullado por las excitadas vibraciones de las antenas de sus acólitos.
Cuando la criatura dejó de debatirse, G´Khar alzó una mano empapada en el rojo líquido. Arriba la estrella parecía palpitar como un inmenso corazón y el frenesí de la colmena aumentó hasta el paroxismo.
Entonces sucedió lo impensable.
Como si un gigantesco dios lo hubiera aspirado, el sol se contrajo hasta apenas convertirse en un pequeño punto que brillaba tanto que dolía mirarlo. Los gritos de alegría se transformaron en amargas súplicas, gritos de dolor e incredulidad. G´Khar, desconcertado, trataba de calmar a su pueblo, ocultar su pasmo y comprender.
Un latido después, un destello como el de mil millones de estrellas fundió sus ojos. Aún ciego y vencido por el dolor, sus antenas vibraron de alegría.
*****
La pantalla de plastiacero se opacó en unos nanosegundos para proteger a los ocupantes de la nave exploratoria Beyonder, que orbitaba en los límites del sistema solar.
—¡Buen Dios! —exclamó Jules Cardain. Giró su butaca en el centro de la sala de mando y miró a su compañera, espantado— ¿Has visto eso?
Magda Konarova se precipitó al panel de instrumentos en busca de una explicación al fenómeno. La computadora escupía datos con rapidez, mostrando la cruda realidad.
Eta Eridani acababa de entrar en nova.
No había esperanza para Mazuki y García.
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