Todo jugador sabe que en una partida, tarde o temprano, pasan cosas raras. La mayor parte de las veces, éstas ocurren en el mundo imaginado. Otras, sin embargo, son reales como la vida misma… aunque nadie lo diría.
Hay veces en las que el tiempo que hace invita a jugar a rol. Cuando cae una tronada en mitad del verano, una de éstas que no escampa ni a tiros y no para de echar agua, es mejor quedarse a cubierto. Los románticos, como yo, vemos en este tiempo un marco perfecto para jugar. Los pragmáticos, por el contrario, aceptan jugar porque poca otra cosa hay que hacer. El problema es que, aunque se esté de acuerdo, en realidad se discrepa.
En una de éstas montamos una enésima partida de El señor de los anillos en mi pueblo. No sé por qué, tengo la impresión de que hay juegos para cada sitio e, indiscutiblemente, éste era el de las vacaciones de verano. El caso es que, como máster dado a la ensoñación y a las cosas nuevas, decidí incluir un pasaje en la aventura en el que Nahim, el mago elfo del grupo, pasaba un examen mágico en la Torre de Alta Hechicería. La idea provenía de un relato que había leído hace poco en un compendio de cuentos de la Dragonlance (“La magia de Krynn”, creo que se titulaba) y me parecía una excusa perfecta para, por una vez, dar protagonismo al mago, que siempre acababa mirando con cara de póquer cómo todo el mundo se daba leña.
Como máster inexperto, o menos experto que actualmente, no calculé el desequilibrio que aquello creaba en la partida. Todo se centraba demasiado en el mago y la parte del grupo que sólo tenía ganas de refriega se sintió un poco de lado. La atención de aquéllos que disfrutaban con la narración en sí, con la aventura como tal, la tenía ganada: eran los más pequeños y los más románticos, los que me había ido ganando con los años gracias a mis cuentos de fantasmas y ahorcados. Por el contrario, el sector pragmático se impacientaba.
En concreto un jugador, aquél que llevaba al guerrero enano, estaba francamente quemado. “Encima de la tormenta me cae esta aventura” parecía decirse. Y, como pasa siempre que uno se aburre, afloraron los tics más irritantes. El tipo pilló un dado de diez y empezó a hacerlo girar como si fuera una peonza. Sin parar. Una y otra vez. Eligiendo siempre la superficie en la que, al repiquetear, hiciera más ruido.
Os podéis imaginar la situación: la partida pendiendo de un hilo, el mago que, después de tanto tragar aventuras de destripe y batalla tenía su gran momento, la tormenta revolviendo el aire y enrareciendo la atmósfera… y aquel dado girando, y girando, y girando.
No pararás con el dadico de los huevos…, pensaba yo para mis adentros.
El caso es que, al final, decidí tomar cartas en el asunto. Si aquello continuaba así la partida se iba al garete y la tropa a jugar al Risk, y no me parecía justo que, por una vez que el mago se lucía, se adoptase ese tono boikot. Pero, como ya he dicho, era un máster inexperto.
—Dame el dado que tengo que hacer una tirada —dije con la astucia de un niño de tres años.
—Hay un huevo de dados. Píllate otro —me replicó él poco dispuesto a cooperar.
—Ese dado nos va a traer alguna desgracia —dijo lapidario mi primo Diego, del cual nunca se sabía si hablaba en serio o de coña.
—A que te tragas el dado de los huevos —terminé estallando ante las expectantes miradas de los jugadores.
Lo que no me esperaba era la respuesta.
—Pues no es mala idea —dijo. Y acto seguido lanzó el dado al aire para atraparlo como se hace con los cacahuetes.
Para cachondeo de todos, lo atrapó, pero en vez de festejarlo como hubiera sido normal, vimos que ponía cara de pánico. Lo cierto es que lo escupió muy rápido -casi ni nos dimos cuenta de que se había atragantado-, pero se ve que se asustó lo suyo porque, todavía rojo, pilló el dado y lo lanzó hacia la ventana.
—Mecagüen el dado —gritó.
Pero claro, la ventana estaba cerrada, porque había tormenta, y el dado chocó violentamente contra ella, rebotó en la pared de al lado, y fue a darle en plena cara a Nahim, el mago, que seguía atónito la trayectoria del dado.
—Se ha hecho justicia —dijo con mucha seriedad uno de los jugadores más pequeños, David alias “David el Gnomo”, como trasportado por la épica del momento e inspirado por el exceso de películas Disney que había visto en su corta vida.
Y entre las risas y los cabreos, como me temía, acabamos abandonando la partida y jugando al Risk.
Joder, menuda anecdotuela.
"Me he buscado a mi mismo"