Capítulo VI: La Espada Mágica
Sexta entrega de Elvián y La Espada Mágica
La entrada de la cueva tenía la forma de una gigantesca cabeza de serpiente. Los ojos eran grandes rubíes rojos, y de las fosas nasales salía un humo grisáceo. En la frente de la cabeza estaba escrita con oro la palabra “NEPTAR”. Elvián no le veía significado a aquello, pero Piri parecía reconocer la palabra. Debido a que los animales no podían entrar, Trueno y el burro del nigglob se quedaron fuera, y el príncipe y su acompañante se internaron en la cueva.
El túnel serpenteaba hacia abajo, pero estaba bien iluminado, y el pasillo era amplio. En las paredes había grabados y pinturas que representaban a enanos trabajando en una mina. Un gran mural personificaba a un enano estrechando la mano de un elfo. Tanto el elfo como el enano iban vestidos con ropas especialmente ricas, por lo que Elvián dedujo que eran nobles.
-Parece un acuerdo entre enanos y elfos -comentó Piri mientras examinaba el mural-. Hubo varios, y casi todos fueron para crear armas mágicas. Los enanos construían el arma con los metales de sus minas, y los elfos le imbuían su magia. Apostaría a que tu espada es de la Primera Edad.
-¿Tan antigua es? -exclamó Elvián-. ¿Por qué crees eso?
-La última colaboración de este tipo fue para crear el Hacha de Carahdras -respondió Piri-. Eso fue mil años después del Cataclismo, cuando el Señor de la Oscuridad volvió.
El príncipe asintió. Iba a seguir preguntando, pero su pie pisó una baldosa que parecía un poco descolocada. La losa se hundió en el suelo y una flecha salió disparada hacia él desde algún lugar. El infante se apartó rápidamente, pero pisó otra baldosa, y una nueva saeta corrió hacia él. Elvián volvió sobre sus pasos y alcanzó a Piri, que seguía en su sitio. El nigglob se agachó y examinó el suelo ante él antes de menear la cabeza.
-Es una trampa -dijo-. Cada vez que pises una de ésas, una flecha saldrá disparada. Es fácil de pasar: fíjate en mí y sígueme.
Piri salió corriendo con gracia y pasó las baldosas sin que un solo dardo saliese lanzado hacia él, a pesar de haber pisoteado varias. Elvián observó cómo avanzaba su compañero, y se preparó él también para correr. Sin embargo, cuando se internó en el pasillo y sus pies se posaron sobre las losas, las flechas salieron de su escondrijo oculto, por lo que el príncipe no tuvo más remedio que acelerar su velocidad y seguir corriendo en medio de un aluvión de flechas para no acabar ensartado. Cuando atravesó el breve pasillo, Piri se reunió con él y meneó la cabeza en señal de desaprobación.
-Estos humanos... -murmuró-. Creo que tenéis mucho que aprender todavía.
Elvián le miró con irritación, pero lo dejó pasar. Estaba demasiado exhausto para enfadarse. Siguieron caminando por el túnel, que seguía descendiendo. Ahora, los tapices y grabados representaban batallas de elfos y enanos contra criaturas como orcos, trolls y algún que otro demonio. A medida que bajaban, el calor era más intenso, pero era soportable. No tenía nada que ver con las altas temperaturas del desierto de Kelbo. En algún punto de las profundidades podían ver una misteriosa luminosidad verdosa. El camino ya no serpenteaba, pero no podían vislumbrar el final del túnel. Sólo veían aquel brillo. Pasaron los minutos, y los minutos se convirtieron en horas. Llegó un punto en que los grabados y dibujos dieron paso a paredes lisas y grises, muy cuidadas. La extraña luminosidad era cada vez más intensa, y las dimensiones de la habitación del fondo más visibles. Por lo que podían ver, era un cuarto muy amplio, pero todavía era pronto para examinar los detalles.
Media hora después, llegaron a la entrada del nuevo cuarto, bloqueado por una misteriosa energía verdosa. Piri lanzó contra la fuerza una ramita que guardaba en su bolsón de viaje, y la madera empezó a arder de inmediato. A un lado de la entrada había una rueda giratoria de piedra. Rodeando el aro estaban las letras del alfabeto de la lengua común, y encima estaba escrito también en común: “¿Quién es el Señor de las Serpientes?” Elvián abrió la boca con sorpresa. No tenía ni idea de la respuesta, y creía que Piri tampoco. Pero el nigglob lanzó una carcajada y empezó a girar la rueda, fijando la flecha que tenía dibujada primero en la N, después en la E, luego en la P, a continuación en la T, en la A y por último en la R, y la energía verdosa desapareció.
-¡Neptar! -exclamó Elvián-. ¡Era lo que había escrito en la entrada de la cueva! ¿Quién es Neptar? ¿En serio es el Señor de las Serpientes?
-Así es -respondió Piri-. Muchos conocimientos de la Primera Edad se perdieron en el Cataclismo. Neptar era un ente que descendió junto con los Dioses en los albores del mundo. No era uno de ellos, sino que estaba por encima de ellos. Él fue quien dio vida a los dragones, para crear un poderoso ejército contra Satán y sus demonios. Se cree que viajó a los Mundos Superiores como hicieron los Dioses, pero en realidad se quedó en la Tierra.
El príncipe quedó impresionado con los conocimientos del nigglob y, al ver que la misteriosa energía verde se había esfumando, se adentró en la estancia. Reconoció el lugar al instante. Era exactamente igual a como aparecía en sus sueños. A los lados había arbustos y ramas rotas, y en frente estaba la espada, flotando sobre un pequeño altar. Delante había dos estatuas de sendos guerreros. En algún lugar se oía el rumor de las aguas de un riachuelo subterráneo. Elvián se acercó dos pasos, y las estatuas empezaron a vibrar. Sus cuerpos de acero destellaron y se convirtieron en fuego, y empezaron a caminar hacia el infante.
-¡Rápido! -gritó Elvián dirigiéndose a Piri-. ¡Dame tu cantimplora!
-¿Para qué la quieres? -preguntó el nigglob mientras se la tendía.
El príncipe no respondió, sino que se limitó a alzarla con la mano derecha y lanzarla hacia uno de los guardianes de fuego. Se oyó el sonido del cuero al ser consumido por las llamas, y después el silbido característico que se produce cuando el agua toma contacto con el fuego. Por un momento, Elvián vio una mueca de dolor en el rostro llameante del guerrero, pero se le pasó pronto y volvió a la carga en seguida.
-¡No lo entiendo! -exclamó el infante-. ¡En mis sueños se me decía que el secreto para derrotar a los Guardianes de Fuego estaba en el agua!
-Eso ya lo sé -dijo Piri-, pero no creo que la cantidad de agua de las cantimploras sea suficiente para detenerlos. Escucha el murmullo del agua a nuestro alrededor. Debe haber un río subterráneo, y seguro que en algún lugar hay un mecanismo para mojar a los Guardianes.
-Pero, ¿cómo vamos a hacer para...?
Elvián calló de pronto cuando se quedó mirando a los arbustos que había en la estancia. En medio de la floresta, vio una curiosa rama de la que partían dos ramitas en un extremo, como pequeños brazos. Era una rama bastante larga y de un color entre beige y marrón, que reconoció como madera de olivo. El príncipe miró a su compañero, esperanzado.
-Piri -dijo-, hazme el favor de entretener a los Guardianes de Fuego. Creo que ya sé lo que hay que hacer.
El nigglob asintió con la cabeza y corrió hacia los dos guerreros. Elvián se dirigió hacia los arbustos mientras esquivaba las ocasionales llamas que le lanzaban los centinelas. Entonces, agarró los dos extremos de la rama y esperó a ver el resultado. Pronto, sintió que una fuerza guiaba la madera, y empezó a moverse por sí sola, sin que el príncipe la moviera, apuntando a un punto concreto. Elvián caminó hacia donde señalaba la rama, y vio que en aquella parte de la pared parecía haber un misterioso mecanismo, oculto bajo una espesa capa de musgo. Cuando lo apartó, se encontró con una gran rueda metálica. Miró hacia atrás, y vio que Piri tenía dificultades para zafarse de los ataques llameantes de los Guardianes de Fuego. Elvián no perdió más tiempo y giró la rueda. Inmediatamente después, a ambos lados del mecanismo se abrieron sendas aberturas, y por ellas salieron dos mangueras que disparaban agua. El príncipe cogió una de ellas y la dirigió a uno de los guerreros. El agua acabó por consumir al vigilante, que cayó al suelo convertido nuevamente en acero. El otro de los centinelas se volvió hacia el infante y le disparó una llamarada. Elvián lo esquivó por los pelos, pero la manguera quedó inutilizada. El príncipe cogió la otra y disparó más agua, y el guardián acabó igual que su compañero. Por algún tipo de sortilegio, las mangueras volvieron a guardarse en sus respectivos huecos, y el agua dejó de manar.
Piri corrió hacia su compañero y le ayudó a levantarse. Elvián jadeaba un poco, pero todavía tenía energías. Ante él estaba la Espada Mágica, con la que tanto había soñado. Se acercó lentamente al altar sobre el que flotaba, y acercó una mano hacia ella. Cuando su mano se cerró en torno a la empuñadura, notó que una energía recorría su cuerpo, una energía revitalizadora. Desenvainó su otra tizona y la tiró al suelo, al tiempo que guardaba la Espada Mágica en su vaina.
-Misión completa -dijo el príncipe sin mirar al nigglob-. Ya podemos irnos. Te pido que me guíes a la torre de Malvordus, pero no necesito que te enfrentes conmigo a él. Me ocuparé yo solo del brujo.
-¡Tonterías! -exclamó Piri-. ¿Quieres acaso que me pierda la diversión? ¡Voy a ir contigo, y nada podrá evitarlo!
Y juntos dejaron la cueva de la Espada Mágica.
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