Veraspada XI

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Undécima entrega de esta novela de fantasía de Capitán Canalla

 

Helar caminaba en silencio por los pasillos apenas iluminados. En algún lugar, Ur'el hacía su guardia pero no tenía ganas de hablar con ella. Quería pensar.

¿Qué hacía en Veraspada? Los primeros meses habían sido increíbles: sin miradas acusatorias; sin más insultos o amenazas que los que se ganaba por una razón u otra; controlando su vida por primera vez, todo gracias a su destreza con la espada y sus pocos redaños a la hora de matar por dinero.

Pero lo vivido en los últimos días había sido un auténtico desengaño: solo por pura casualidad conservaba su libertad; seguía respirando y fuera de las fábricas gracias a tres desconocidos. Había perdido el control y a su mente volvieron sus peores recuerdos.

Su abuelo tatuando su condición de propiedad del praesorio junto a la marca del bastardo. Sin parar de sonreír.

La noche en el Cerro de la Mano, encerrado en su propia mente mientras el frío devoraba el calor de su cuerpo.

La primera y última Limpieza de Espíritu. Aquellas palabras susurradas por un anciano al que conocía desde siempre y que le habían hecho huir de su mundo rumbo al sur.

Oyó a la mujer bajar del torreón por las escaleras de caracol; pensó en esconderse para evitar hablar pero desechó la idea, ya que estaba seguro de que Ur'el le vería y le obligaría a dar una explicación. Aquello podía ser vergonzoso, puede que peligroso si le tomaba por un intruso.

Quería evitar las mutilaciones.

 

Aunque en la estancia eran tres, en realidad estaba solo; su madre dormía agarrada a la mano de Seete, quien llevaba días siendo purgado y envenenando. Sabía que ninguno de los dos le quería: le tenían miedo y lo entendía. Él tampoco les quería, era incapaz, algo en su interior no era normal.

A oscuras leía la carta de un informante del Parpado; compartía sus sospechas sobre el ataque, la Escombrera era un peligro, sus habitantes tenían que ser purgados hasta el último, Seete debía permanecer vigilado y controlado para evitar un mal mayor. La contaminación y el caos no debían extenderse, Veraspada debía sobrevivir.

Cuando terminó de leer la carta y memorizarla la quemó en la chimenea. El olor del papel quemándose junto a la leña le relajaba. Liberó su mente de todo pensamiento y le dio paz.

Una paz que terminó cuando oyó a su madre gruñir en sueños, susurrando el nombre de su primogénito. Mesal la tapó con una manta y quemó algo de su incienso favorito.

No sentía nada por ella, pensaba. Creía que era un líder fuerte, una comerciante hábil y una política peligrosa, y todo aquello era excelente aunque ocultase una personalidad debilitada por emociones. Verla protegiendo a su retoño más estúpido de un mal que se había provocado a si mismo confirmaba aquello.

Pero por otro lado no había matado a Seete como le exigía la lógica. Su hermano era un peligro potencial, su llegada al trono de Veraspada era casi tan peligrosa como su contaminación. Le costaba imaginar alguien menos capacitado para gobernar: sin duda intentaría expandir el dominio hacia los Valles o las repúblicas de los jelkiren en el Oeste solo emular a algún antepasado del que solo conocía tontos cuentos. Traería la ruina de la ciudad, haría peligrar su industria, debilitaría el control sobre las plantaciones y las Casas, arruinaría la economía de toda una potencia persiguiendo quimeras. Si tenía que liderar las tropas de Veraspada, fuesen de carne o de metal, en la guerra contra la Hegemonía la condenación estaba asegurada.

Pero ahí seguía vivo ¿por qué? La excusa de evitar el caos provocado por su muerte era pueril, sus otros hermanos no tenían como objetivo gobernar nada que no fuese sus bacanales; las otras Casas de Veraspada eran débiles y estaban asustadas ante la idea de la inminente guerra, deseaban el férreo y seguro dominio que su familia proporcionaba; no había ninguna potencia de la Costa de los Viejos Tronos capaz de influir en el dominio; y por último estaba él, el rey que todos temían tener.

Quizás, se dijo, sí me importe mi madre y no quiera hacerle daño.

Desechó la idea.

 

Era su primera noche en la ciudad y ya había matado a tres humanos, que habían visto en el solitario jelkiren un futuro galeote. Ahora se descomponían en una ciudad que hedía como un enorme cadáver mojado en medio de una forja en llamas. De no ser por el olor a mar casi podía pensar que estaba en Netrol.

Ocultó sus cuchillos y movió los cadáveres de tal forma que parecían haber muerto a manos de varios atacantes, luego los mojó con el vino que uno llevaba en la bota y siguió con su camino. En algún lugar de Veraspada uno de los suyos mataba engañado por oscuros intereses, como él y otros cientos de compañeros a lo largo de todo el continente.

Sabía a quien buscaba: alguien había buscado en el código de los Creadores una cura para el horror del Kirenau. Pero tal cura no existía ya, la habían convertido en un veneno que retorcía a los creadores.

Tenía que encontrarlo; debía escuchar que todo era una mentira.

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