La venganza palpita en las entrañas de Toledo

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Un relato de terror ambientado en el universo de Espejo Victoriano

Aquella puerta tenía cerca de mil años, pero presentaba un aspecto formidable. Quizás se debiera tan solo a las condiciones del interior de la casa, a la ausencia de humedad, a que había estado protegida de la intemperie, pero en el escenario en el que se encontraban no era difícil dejarse llevar e imaginar explicaciones menos mundanas. Aquella casona en el casco viejo de Toledo había sido tallada en piedra en la Edad Media y, aunque su fachada había mutado con el tiempo, para adecuarse a las modas de diferentes épocas, tenía un corazón antiguo que se asomaba en los artesonados, los alfarjes y los alfices de los arcos que separaban las estancias o que coronaban puertas como la que estaban observando.

—¿Qué le parece? —le preguntó don Pedro, su anfitrión, un hidalgo cuya familia había enraizado en Toledo en tiempos de la llamada Reconquista.

—Es magnífica, sin duda. Y resulta sorprendente su estado de conservación. Es raro encontrar vestigios medievales en tan buen estado en edificios civiles, y menos aún en casa particulares.

Don Pedro alzó su vaso de té hacia el cazador de tesoros en un gesto de aprecio.

—Para mi familia siempre ha sido de una gran importancia el patrimonio histórico. Es por eso que no he reparado en gastos para que pudiera cumplir con su misión. Porque entiendo que ha cumplido con ella. Si no, no se encontraría usted aquí...

John Walkers asintió sin mudar la expresión, parapetado tras su vaso de té aromático. Siempre era precavido con sus clientes, hasta el último momento. Sobre todo cuando las sumas en juego eran tan abultadas.

Aquella entrevista era el colofón a dos meses de búsqueda por un dédalo de documentos enmohecidos archivados en bibliotecas, públicas y privadas, de Europa y buena parte del norte de África, el epílogo de un laborioso viaje que lo había llevado a Lisboa, a Tánger, a Alejandría y, finalmente, a Beirut, siempre tras las huellas de la diáspora sefardí que comenzó en 1492, hacía ya algo más de tres siglos y medio.

—Por supuesto —respondió Walkers con aparente ligereza, pero la sugerencia que hizo a continuación puso de manifiesto que no se sentía cómodo por completo—. Si lo desea —añadió lanzando una discreta mirada a la criada que les había servido el té y que seguía rondando la mesa con la excusa de presentar unos dulces para acompañarlo—, podemos concluir la transacción en su despacho.

—No será necesario —contestó don Pedro—: Miriam es como de la familia. Los suyos han servido durante generaciones en esta casa y no tengo secretos para ella. Además —concluyó con una amplia sonrisa, hambrienta—, ¿qué lugar podría ser más adecuado que este para que me haga entrega de la llave?

La llave. Como cualquier anticuario, Walkers había oído desde que era un aprendiz numerosas leyendas sobre los sefardíes que habían conservado las llaves de sus hogares cuando los Reyes Católicos los habían expulsado de Castilla y Aragón. Los rumores de tesoros escondidos a la espera de un cada vez más improbable regreso se mezclaban con la realidad de un desarraigo tan brutal que sus ecos de nostalgia aún seguían palpitando, dispersos por todo el mundo. Walkers no creía que aquella llave fuera a conducirlos a una bodega repleta de tinajas llenas de oro; sabía que los tesoros de las mouras se encontraban en otros lugares y tenían otros orígenes. Sin embargo, le quedaba la esperanza de que la estancia que velaba aquella puerta no se encontrase por completo vacía. Con un poco de suerte, habría algunos manuscritos o quizás algunos utensilios medievales que no revestirían interés para su cliente, pero que podían convertirse en buena mercancía en sus manos. Sería un jugoso complemento a los emolumentos que ya había recibido por su trabajo.

Con un gesto poco ceremonial a los ojos del hidalgo, Walkers tiró de la cadenita que llevaba en torno al cuello hasta extraer una pesada llave de hierro forjado de su camisa. Medía un palmo de longitud y estaba profusamente decorada, tanto en la medalla como en la guarda y el vástago, e incluso en la paleta y sus gruesos dientes. Era una pieza en la que se había invertido mucho trabajo, muchas horas de algún gran artesano, tantas que Walkers había llegado a sospechar que se trataba de un mero objeto decorativo, de una obra para recordar o conmemorar más que de una auténtica llave pensada para ser utilizada.

Sin embargo, todas las comprobaciones que había hecho lo habían obligado a aceptar que aquella era la llave original que andaba buscando: no solo coincidía su aspecto con el que había podido anticipar gracias a un pergamino conservado en la Biblioteca de Alejandría, sino que había seguido sus pasos, literalmente, sin perder un eslabón de la cadena, desde Toledo hasta Beirut, donde encontró a su último custodio. Este era un anciano que había convertido su casa en un bazar de curiosidades, y que aceptó desprenderse de la llave tras varios días de largas negociaciones fumando en narguile y rememorando tiempos remotos.

—Aquí la tiene, don Pedro —anunció tendiéndosela ante la mirada atónita de la criada—. Espero que haya valido la pena.

El hidalgo la cogió con una mal disimulada ansiedad. Su boca se deformaba, sin que se diera cuenta, en una mueca voraz que apenas parecía una sonrisa. Los ojos, también muy abiertos, brillaban de anticipación.

—Oh, sí, estoy seguro de que habrá merecido mucho la pena. ¡Tanto tiempo esperando poder abrir la puerta!

Walkers se recostó en su sillón de enea para observar mejor a su cliente, sus reacciones. El momento en el que se culminaba aquel tipo de negocio siempre era delicado y don Pedro se mostraba particularmente excitado.

—Hay una cuestión que me resulta llamativa —repuso para captar de nuevo su atención—. Por lo que he podido saber, estas llaves eran las que daban acceso a las casas. Sin embargo, su puerta se encuentra en el interior de un salón...

Don Pedro se volvió hacia él con el gesto repentinamente sombrío. El cambio fue tan brusco que puso en guardia al cazador de tesoros.

—Supongo que para un inglés, sobre todo en estos tiempos, es difícil comprenderlo... —replicó su anfitrión—. Tienen incluso un primer ministro judío, he podido leer en la prensa.

—Se refiere al señor Disraeli —puntualizó con un leve carraspeo—. En realidad, se convirtió al cristianismo antes de jurar el cargo.

El hidalgo hizo un vago gesto con la mano que tenía libre, como si quitara importancia a aquel detalle.

—Aquí, en la vieja España, eso es algo impensable. Puede que nuestra reina Isabel no sea descendiente directa de su tocaya, pero permitir un judío en su gobierno... ¡Impensable!

»Durante siglos, el patrimonio hebraico se ha mantenido en secreto en esta tierra. “Marranos” los llamaban. Su conocimiento fue cayendo en el olvido, sus tesoros fueron malvendidos u ocultados en cualquier bodega, en el fondo de los pozos. Por eso se han podido salvaguardar tanto tiempo.

»Esta misma casa lo muestra con cada ladrillo. La puerta que tiene ante usted estaba antes a pie de calle, pero frente a ella se construyó un modesto taller para ocultarla, y sobre este un almacén, y luego una botica, y cuando las circunstancias lo permitieron, así como la prosperidad de la familia, una casona señorial blasonada con el escudo que todavía luzco en mi escudo de armas.

»Esa es la explicación, señor Walkers, y también el motivo por el que le he hecho recorrer tantos kilómetros en busca de una llave. Confío en que ahora comprenderá su importancia».

—Por supuesto, don Pedro —se apresuró a contestar el inglés, como si temiera haberlo ofendido. Entre los británicos, los españoles tenían reputación de carácter sanguino y nada hubiera deplorado más que terminar aquel negocio con una discusión o, peor aún, un duelo.

—En ese caso —replicó el hidalgo con una sonrisa feroz—, espero que me haga el honor de acompañarme en la apertura de este rincón anclado en el pasado. Sus conocimientos me podrían resultar de utilidad al otro lado del umbral.

El anticuario no pudo hacer otra cosa que asentir.

La llave entró en la cerradura con una suavidad inquietante. Se hubiera dicho que aguardaba aquel momento. Giró con cierta dificultad, pero la impresión que había generado era difícil de olvidar. La propia puerta, al girar sobre sus goznes, apenas chirrió, apenas mostró encontrar resistencia. Y, frente a ellos, se abrió un túnel angosto, oscuro y fresco, que tras unos cuantos pasos se sumía en las profundidades de la tierra convertido en una escalerilla enclaustrada en la roca.

Miriam se adelantó para brindar una palmatoria encendida a don Pedro. Este la tomó sin mirar siquiera a la criada, sin dirigirle la palabra: solo tenía ojos para las sombras que lo aguardaban más allá. Tras un momento de duda, emprendió el descenso a las tinieblas.

—Mis antepasados, señor Walkers, eran los custodios de un gran saber, de un conocimiento arcano —desgranó como un cicerone de catacumbas mientras emprendía la bajada de los primeros escalones—. Tras estos muros, en las galerías excavadas en la roca que ahora estamos explorando, se han guardado los secretos que a punto estuvieron de costarles la vida.

Aunque en el interior de la colina sobre la que se asentaba la casona el aire era fresco, el cazador de tesoros no podía evitar una sensación de agobio que se veía acrecentada por la cercanía de la criada a su espalda, quien portaba una segunda palmatoria, cálida tras su cogote. La voz de don Pedro seguía retumbando entre las paredes talladas en la piedra.

—Cuando Isabel de Castilla promulgó el edicto por el cual todos los infieles que rehusaran convertirse habrían de abandonar su reino, algunos judíos decidieron alzarse en armas, combatir, pero sus esperanzas eran pocas frente a los hombres de armas cristianos, que habían liberado la península entera de sarracenos.

Unas esperanzas magras, sin duda, pensó Walkers, fáciles de imaginar sobre todo en un momento como aquel, en el que toneladas de roca lo separaban de las ignorantes calles de Toledo, en lo que parecía, sin exagerar, otro mundo, otra realidad.

—Ante la locura de aquel plan, muchos decidieron ocultarse, otros apresurarse en su diáspora. Pero hubo un rabino, un hombre que tenía quizás más conocimientos que sabiduría, que propuso una alternativa. Ese rabino vivió en esta misma casa. Fue él quien hizo construir estos túneles.

Al principio, Walkers no entendió el plural, pero tras avanzar unos pocos pasos más, llegó a la bifurcación en la que se encontraba don Pedro examinando unas inscripciones arañadas en los dinteles de los tres caminos posibles. Habían sido escritas usando el alefato, el alfabeto hebreo que tanto había estudiado las últimas semanas, pero no era capaz de entender lo que ponía en ellas, puesto que no comprendía los términos utilizados. Don Pedro, por el contrario, parecía capaz de desentrañar su significado sin esfuerzo, porque seguía con su discurso.

—¿Ha oído hablar alguna vez del gólem?

Por supuesto, cómo podría no haberlo hecho, pensó mientras su anfitrión se decidía por fin a seguir el ramal de la izquierda, que se le antojó particularmente tosco e inestable. Se apresuró a seguir sus pasos, cada vez más intrigado y, al mismo tiempo, temeroso. Si Miriam no hubiera cerrado el paso tras él, hierática y tranquila, es posible que hubiera intentado dar marcha atrás, pero ¿cómo hacerlo si estaba atrapado entre ambos?

—Esa era el arma secreta que había propuesto el rabino a sus correligionarios, un coloso de piedra y barro que no sentiría la picadura de las lanzas ni dolor cuando sufriera la mordedura de las espadas, un homúnculo capaz de hacer frente a las mesnadas del gobernador de la ciudad. El soldado perfecto.

Por primera vez desde que habían comenzado aquel descenso, Walkers tomó la palabra. Más allá del temor, de la oscuridad, de la sensación de opresión, su curiosidad de erudito se revolvía como un gato inquieto.

—Pero... nunca he oído hablar de esa historia. En todos los códices que he podido encontrar sobre la marcha de los sefardíes, en todos los volúmenes sobre la diáspora, en todos los tratados que describen la época... en ninguno de ellos hay referencia a un gólem en Toledo. ¡Una leyenda así tendría que haber dejado alguna traza?

—¿Leyenda? —replicó don Pedro deteniéndose en el umbral de una cámara excavada en la roca para encararse con él. Luego, con un giro teatral, entró en la misma e iluminó a la criatura: una impresionante mole de barro negro en el que habían incrustado poderosas piedras grises que asemejaban músculos o las placas de una armadura—. No se trata de una leyenda, señor Walkers.

Este parpadeó ante aquella visión. Era grandiosa y espeluznante al mismo tiempo, terrible y fascinante. La mera idea de que aquella escultura pudiera ser medieval... ¿Escultura? No, homúnculo. Sin poder contener una sorda carcajada de estupefacción, incrédula, se acercó al ser diciendo:

—Lo construyeron, realmente lo construyeron. ¿Se da cuenta del valor que tiene esto? —dijo a su anfitrión pensando en exposiciones, en libros de divulgación, en cartas postales con un daguerrotipo de aquella maravilla. La risa sardónica de don Pedro lo sacó de sus fantasías.

—Es usted el que no se da cuenta de su valor. De su auténtico valor —le espetó encañonándolo con un revólver—. Donde usted ve tan solo una curiosidad histórica está la clave para devolver el orden a este maltrecho país. Un ejército de dóciles soldados de barro y piedra será la herramienta que nos permitirá deshacernos de esos malditos progresistas republicanos.

Walkers retrocedió un paso con las manos en alto.

—Don Pedro, por favor, sea razonable —le pidió—. Yo no tengo nada que ver con todo esto.

El aristócrata se encogió de hombros, como para significar que, a aquellas alturas, esa afirmación no era del todo correcta. O quizás, que nada importaba.

—Quizás —dijo—. Pero necesito su sangre —explicó haciendo un gesto con el revólver hacia un rincón, en el que, con horror, el anticuario vio un esqueleto polvoriento cubierto con harapos que bien pudieron haber sido ropajes tardomedievales.

—Las leyendas dicen que basta con inscribir el nombre de Dios en su frente para que... —intentó buscar una salida, pero don Pedro lo interrumpió.

—¡El nombre de Dios! —exclamó presa de una hilaridad incontrolada que le dio un aspecto todavía más diabólico. Walkers sintió cómo se licuaban sus tripas—. ¿¡Y cómo diablos iban a saber unos... judíos cuál es el nombre auténtico de Dios!? El gólem es pura hechicería, magia negra.

—Usted no es descendiente del rabino... —La expresión de don Pedro mudó, como si lo hubiera insultado, y Walkers temió todavía más por su vida, pero era incapaz de dejar de hablar: su cerebro bullía como una marmita sobre el fuego—. Pero, entonces, ¿cómo ha podido conocer toda la historia...?

El hidalgo dio un respingo, como si amagara un paso hacia el inglés. Luego, dejó escapar un borbotón de sangre por la boca, remedo de un exabrupto, y se miró confundido la pechera manchada de rojo. Un instante después, el revólver y la palmatoria caían de sus manos inertes, justo antes de que doblara las rodillas y se desplomara sobre aquel polvo antiguo con una daga bien hundida entre las costillas.

Tras él, Miriam lo contemplaba con los ojos brillantes.

—Usted...

La joven criada asintió.

—Era su familia...

Asintió de nuevo.

—¿Cómo es posible?

—¿El haber servido durante tantos años a quienes se quedaron con nuestra casa, con nuestros muebles, con nuestros recuerdos... con nuestros secretos? —Miriam hizo una pausa—. Era necesario. Alguien tenía que vigilar al monstruo, de cerca. ¿Quién mejor que una discreta y fiel sirviente? —declaró con los ojos llenos de una vibrante rabia contenida.

—Entonces, el esqueleto... Es el rabino, ¿no es cierto? El rabino de la leyenda. Pero, entonces...

La joven se acercó hacia el gólem y pasó una mano sobre su frente, ahí donde estaba escrita la palabra mágica que habría de devolverlo a la vida.

—Hubo muchas cosas que don Pedro no llegó a comprender. La criatura no porta el nombre de Dios en su frente, sino emet, la verdad. No es un soldado, ni un guerrero. El soplo divino da la vida, no está concebido para la muerte. Si no, el gólem no sería más que un monstruo, una aberración.

»Fue construido para la esperanza, pero eso es algo que don Pedro no podía comprender, como tampoco pudo entenderlo su ancestro, aquel que asesinó al rabino cuando este rehusó ordenar a la criatura alzarse contra los que ya estaban siendo oprimidos».

Walkers, emocional y físicamente agotado, se dejó caer hasta el suelo y hundió la cabeza entre las manos. Seguía sin conseguir encajar todas las piezas, quizás porque se empecinaba en ver otro rompecabezas, uno distinto al que se presentaba ante él.

—Pero entonces, la llave, ¿cómo terminó en Beirut? —siguió con sus preguntas erráticas.

—La llave era solo una llave. Cualquiera hubiera podido abrir la puerta sin ella. Fue usada como un señuelo, con la esperanza de atraer a otros capaces de activar al gólem, al igual que usted fue utilizado. Seguramente don Pedro llegó a pensar que era importante, una auténtica clave. Es difícil encontrar la verdad cuando uno se encuentra tan sumido en la mentira.

—¿Y el gólem? —concluyó.

Miriam sonrió, cansada.

—Es tan solo barro y piedra, señor Walkers. Solo barro y piedra. La materia más básica de la creación, la cual, en manos de los hombres, puede servir para construir un hogar o, de la misma manera, arrebatar una vida. No hay más magia que esa. Tampoco más monstruo.

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Dr. Ziyo
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Otro muy buen relato, también muy bien escrito, aunque me sigue gustando más el otro, el de los chavales del Támesis.

Una frase me ha llamado la atención y he tenido que leerla varias veces porque me sonaba rarísima:

...apenas chirrió, apenas mostró encontrar resistencia.

Creo que sobra ese encontrar. Da la sensación de haber sido una frase escrita de dos maneras diferentes y que al final ha sufrido una hibridación errónea de las dos versiones.

Como siempre, muy bien recreada la atmósfera y muy bien llevados los diálogos.

Me ha gustado el relato, por supuesto, pero encuentro que el otro tiene un plus, un algo que me llega más, me parece más inquietante, más aterrador y también más original.

 

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Patapalo
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A mí también me gusta más el otro, qué le vamos a hacer no

Y sí, tiene toda la pinta de haber sido una frase reescrita. Cosas de ir con prisas. Me lo apunto para las correcciones. Muchas gracias, compañero.

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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Dr. Ziyo
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De nada, Capitán, para eso sirven estos comentarios. blush
 

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