Visitas a media noche

Imagen de Manuel Fernando Estévez Goytre

Un relato de Manuel Fernando Estévez Goytre

 

Me preguntas la hora en un susurro fragmentado en delirios asténicos y deshilachados cuyo significado no habría entendido nadie salvo yo, que de momento me encuentro, ¡a Dios gracias!, a salvo entre tus manos. «¡La hora!, ¿qué más da?», respondo, adoptando una de las muchas expresiones que utilizo para comunicarme contigo, a veces considerada, encantadora, a veces descarada y vanidosa, otras, en cambio, impasible y despreocupada. Aunque me tienes tan cerca, en ciertas ocasiones te siento tan lejos. Miras tu reloj de pulsera, te abres a mí y por fin te convences de que el escenario real que compartimos merece al menos una función diaria.

Eres una persona de costumbres tan rutinarias, tan obsesiva, tan perfecta, que me cuesta creer que no consigas ubicarte, que la desorientación te impida percibir con exactitud en qué momento del día te encuentras. Pero no te preocupes, cielo, intentaré abrir tu mente recordándote que siempre te acuestas a las doce en punto. Llegas a casa después de una dura jornada de trabajo y tras tu ducha de rigor preparas una suculenta cena y das buena cuenta de ella en un abrir y cerrar de ojos; después de acomodarte en tu butaca y pasarte hora y media mirando la pantalla del televisor sin prestarle la más mínima atención te acuerdas de mí, hasta ese momento sumido en la más completa ignorancia; me tomas con tus manos y me acaricias con una devoción que agradezco arropado por una sonrisa ancha y profunda. Es entonces cuando intuyo en tus pupilas, que no dejan de crecer por momentos, el placer que como cada noche esperas que te proporcione. ¡Qué ansiedad la tuya por escuchar mis historias, por bucear por sus entrañas y compartirlas incondicionalmente conmigo! ¡Qué afán por leer mis textos, que ordeno en capítulos con una disciplina militar, y deshojarlos, comentármelos con un pitillo en una mano y una copa en la otra! Tiemblas de pasión cuando grito un “te quiero” a pleno pulmón y hago lo imposible por llamar tu atención, por seducirte con unas palabras que te acarician el alma y te introducen en un mundo de cuento que difícilmente existiría si faltase uno de los dos. Te estremeces con mis metáforas y mis pleonasmos, mi tono irónico y mi humor fabricado con virutas de los mejores autores clásicos.

Somos únicos, mi amor, lo sabes, formamos un equipo envidiable, y así ha de seguir siendo. Sin embargo, cuando me propones algo obsceno, un trío quizá, una orgía incluso, no puedo evitar ruborizarme y encerrarme en un mundo que, proscrito a los demás, sólo me pertenece a mí. Aun así, no puedes negarlo, noto que la incomodidad se apodera de tu ser. ¡No! ¡Nada de funciones perversas! Lo hemos hablado muchas veces. Tú, y sólo tú, representas cuanto necesito y no consentiré que nadie asista a nuestras citas. ¡No te compartiré con nadie!

Uhm…, pero pensándolo bien, y no quiero desconcertarte con mi ambigüedad, si los otros no participan activamente de nuestros encuentros, si sólo permanecen en nuestros aposentos como meros espectadores, creo que no me importaría tanto. Me avergonzaría, por supuesto, no podría remediarlo, porque soy muy celoso de mi cuerpo y sobre todo de las ideas que comparto contigo. Pero no me hagas demasiado caso, creo que estoy desvariando; con lo que me gusta estar a solas contigo, introducirme en tu subconsciente y desde allí contarte mil historias distintas; leyendas medievales, fantásticas, de terror, costumbristas o eróticas, sobre todo eróticas, y hasta te recito poemas que consiguen hacerte vibrar de placer, sucumbir a mis encantos sin ningún tipo de pudor; te hacen reír, llorar, amar, odiar, pero siempre, ¡siempre!, porque a fin de cuentas eres una persona complaciente, intentas aceptarme tal y como soy, con mis virtudes y mis defectos, que he de reconocer que los tengo, porque nadie es perfecto, mi vida. Y eso viene ocurriendo desde la primera vez que contactamos, desde que llegaste con tu cartera gruesa y pagaste por tenerme. ¡Compraste mi amor!, sí, lo compraste, pero no me importa, por tal de tenerte a mi lado. Yo, por mi parte, intento mostrarme generoso contigo, darte todo a cambio de nada. Haría cualquier cosa por ti, lo sabes, por acariciar tu piel suave y clara, ¡tu piel!, cómo me gusta, desnuda, sudorosa, tatuada con dibujos quizá un tanto abstractos pero que tanto significan para nosotros; cómo disfruto al verla deslizarse sobre unas sábanas que vibran bajo nuestros cuerpos, que se empapan de nuestros mejores momentos en un orgasmo que se desboca y se deshace en esquirlas de pasión como campos de violetas que el jardinero riega con primor. ¡Qué felicidad! ¡Qué dicha! ¿Y tú, precisamente tú, me preguntas la hora?

Pero la rutina, quizá el cansancio…, ¡no puedo soportarlo, mi amor!, tus párpados caen por su propio peso sobre tus cuencas oculares, despacio, muy despacio, hasta que las cubren completamente. ¡Estás agotada! Un suspiro más lento y profundo que los anteriores rompe el tono desmedido y veloz de tu respiración. ¡Y tu corazón…! ¿dónde está el latido de tu corazón? ¿Acaso has tenido un mal día? ¡No! No es sólo éste; últimamente son todos los que te acuestas a mi lado. ¿Qué no te lo reproche? ¿Cómo no voy a recriminarte si ya no me haces el menor caso? ¿Vas a dejarme en el cajón del olvido hasta la siguiente sesión de amor? No puedes hacerme esto otra vez. ¡Eres cruel! ¿Es que ya no me deseas, te has cansado de mí, de mi forma de narrar historias, de mi estilo barroco o exageradamente realista?

Apenas ha pasado media hora desde el primer beso de la noche y me dejas con la palabra en la boca, te das media vuelta y me abandonas en la orilla de la cama sin darme una explicación convincente. ¡Con lo que hemos disfrutado el uno del otro! Pero no puedo resignarme al olvido, mi amor, no puedo doblegarme a tu egoísmo, después de tanto tiempo invertido en crear un mundo para ti; temporal, cierto, pero un mundo a fin de cuentas. Me muero por estar contigo, tengo que decírtelo, por clavar mis versos en tu corazón, me rompo en mil pedazos porque te dignes a deslizar tu mirada por mi cuerpo rebosante de deseo. Aunque sé que algún día me olvidarás definitivamente, hasta eso lo entendería viniendo de ti, prefiero agarrarme a un clavo ardiendo y pedirte que hagas todo lo posible por mantener esta relación que tanto nos enriquece a los dos y me dediques un rato cada día. Sólo tienes que hacer uso de tu condescendencia, que sé que la tienes, y mucha, detenerte ante el anaquel donde forzosamente me haces descansar durante tus largas ausencias y guiñarme uno de tus lindos ojitos, acariciar con tus dedos las letras grabadas a fuego en mi lomo de piel y llevarme contigo a la cama.

 

Granada, Enero de 2013

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Patapalo
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Bonito homenaje a la pasión lectora, aun cuando la llama a veces se extingue.

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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