Conan: Los fantasmas de la Costa Negra
Reseña del volumen de Victor Gischler y Attila Futaki publicado por Planeta DeAgostini
A primer vista, Conan: Los fantasmas de la Costa Negra podría pasar por una historia más de Conan. Tenemos trama con hechicero, viaje a lugar remoto, monstruos y, para terminarla de arreglar, a Bêlit por medio. Sin embargo, en los detalles está la clave, y en este volumen, en concreto, en el tono.
La historia nos presenta a un Conan ya rey que se ve acosado por el recuerdo espectral de la malograda reina de la Costa Negra, algo que va a aprovechar el hechicero de turno para llevárselo de tourné. Un gancho bastante tópico, sin duda, que va divergiendo a medida que percibimos a un cimerio más de vuelta de todo y más, como debería ser natural, perro viejo con esto de los magos. La incorporación de más secundarios, muy bien trazados y originales por la propia consciencia del género a la hora de crearlos, como el capitán del barco, el chamán de la isla perdida, etc. hace que Conan pase a un discreto segundo plano que, paradójicamente, le da más personalidad. Se le nota taciturno de verdad, veterano, duro.
En toda la historia de Gischler hay como un fondo de humor socarrón que, lejos de interferir en la trama de aventuras, la hace más palpable. Los dibujos de Attila Futaki funcionan muy bien en este registro narrativo, mejor incluso que en las escenas de acción o combate, lo que hace que el lado oculto de Conan pase a primer plano. Al final, la trama se cierra con tanto acierto como se ha ido desarrollando, dejando con la extraña —y agradable— sensación de haber leído una historia muy canónica que, al mismo tiempo, resulta muy fresca y diferente.
Como cierre vienen tres historias cortas: Dos pájaros, de Howard Chaykyn, que es como una especie de entremés de opereta humorístico costumbrista y, por ello, bastante inesperado, Muerte blanca, de Pete Doree y Sean Phillips, una historia que entra por los ojos y que, a pesar de ser de sota, caballo y rey, funciona bien, y como cierre Conan y las joyas de Hesterm, una historieta innecesariamente laberíntica de Paul Tobin y Wellinton Alves que encierra muy buenas ideas pero que no consigue escapar de un esquema clásico mientras pide a gritos más extensión para desarrollarse.
El resultado es un tomo muy original, entretenido y autoconsciente que se disfruta de tirón. Sin llegar a ser memorable, propiamente, se desmarca de tantos otros tomos sobre el cimerio por su carácter propio.
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