La comadreja caza al águila

Imagen de Patapalo

Un relato histórico de la mano de Patapalo

 

En el Occidente estaba ya en paz casi toda Hispania, excepto la parte de la Citerior, pegada a los riscos del extremo del Pirineo, acariciados por el océano.

Floro, historiador romano del siglo I

 

El joven se detuvo a tomar aliento. La espesura del bosque lo abrigaba, protegiéndolo de miradas indiscretas, pero todavía tenía la respiración acelerada y el sabor de la sangre en el paladar. Demonios, como auténticos demonios se habían batido. En su mente se agolpaban las confusas escenas de golpes, alaridos, carreras, saltos, presas, mordiscos... Aquellos malditos romanos no se habían esperado su respuesta. Esclavos, ¡ja! Les habían demostrado cuán indómito seguía siendo el corazón de los cántabros aun bajo el yugo imperial. No les había bastado con codiciar los metales de su tierra que quisieron llevarse también su fuerza, y ahora la rebelión se extendía como un incendio por los campos, y no solo de Cantabria era la madera que ardía en aquella hecatombe. Sin poderse contener, se irguió en toda su estatura y lanzó un grito de guerra.

Numerosas aves emprendieron el vuelo, sobresaltadas por el alarido.

—Las criaturas del bosque son discretas —le sobresaltó una voz rasposa, como de corteza seca, a sus espaldas— y no gustan de exhibiciones. ¿Estás seguro de que este es tu sitio?

El joven guerrero se volvió hacia la recién llegada, una vieja descarnada cubierta de pinturas rituales, y se quedó mirándola con curiosidad. Al final, le contestó:

—No lo sé, vieja. Quizás mi sitio esté ahora en los cielos, con los halcones, y no escondiéndome entre los arbustos. —Sonrió con orgullo antes de continuar—. ¿Sabes qué hemos cazado, ahí abajo en los valles?

La anciana sonrió a su vez, mostrando dos hileras irregulares de dientes negruzcos.

—El bosque no habla de otra cosa, chiquillo —replicó señalando con su cayado el hatillo que el muchacho había dejado descuidadamente en el suelo. Un águila dorada brillaba entre los trapos sucios.

El joven se estremeció sin saber muy bien por qué. Las palabras de la mujer parecían haber dotado de vida a su entorno, y ahora percibía discretas siluetas escondiéndose tras la maleza, avanzando furtivas... vigilando, acechando.

—¿Has olvidado que pertenecemos al bosque? —le inquirió la vieja.

—No —se apresuró a responder—, no lo he olvidado. Como tampoco he olvidado las enseñanzas de mi abuelo. Eres una bruja, así que tú también conocerás la historia, la de la comadreja y al águila. —La anciana asintió—. Si la comadreja es lo suficientemente inteligente, y paciente, puede atraer hasta sus dominios al águila y, emboscándola desde el escondrijo adecuado, darle caza a pesar de sus espolones. La rabia, la energía y la astucia de la comadreja pueden permitirle cazar a la majestuosa reina de los cielos, que nada teme cuando planea sobre los otros animales.

La vieja dejó escapar una carcajada que fue creciendo hasta convertirse en un hórrido graznido.

—La comadreja tiene que tener cuidado de no olvidar que sigue siendo, al fin y al cabo, una comadreja. Si se deja embriagar por el vino de la victoria, creerá que le han crecido alas, que puede planear sobre los otros animales y que puede desafiar de nuevo al águila, de igual a igual, y darle muerte en los cielos.

El joven guerrero sintió un nudo en el estómago y cómo se le agostaban las palabras en la garganta.

La vieja empezó a alejarse, renqueante, de vuelta al corazón del bosque. Mientras se sumía en la espesura, le dijo al muchacho, a modo de despedida:

—Deberías enterrar ese estandarte donde nunca nadie pueda encontrarlo... pero no lo harás. Cumplirás con honor tu cometido y lo llevarás hasta los castros. Así, la leyenda de vuestra proeza se perpetuará de boca en boca. Los mejores cantores entonarán vuestras gestas y estas se recordarán en torno a las hogueras... pero se os dará muerte como a comadrejas ebrias de victoria, estranguladas por las garras de hierro el ave rapaz. Está escrito en los astros y en el musgo de las rocas sagradas.

El guerrero miró el trofeo con cierta aprensión mientras las últimas palabras le llegaban como un eco, como el susurro del propio bosque.

—No sufras, joven bravo: hay mucho honor en ser una comadreja, incluso cuando es finalmente cazada por un depredador mayor. Disfruta del triunfo que habéis labrado con astucia e ignora los vaticinios de esta vieja seca. Sí, caeremos, pero no nos borrará el tiempo ni reducirá a polvo nuestra leyenda. No te ensoberbezcas, pero tampoco dejes que el inexorable futuro ensombrezca la luz de tu juventud eterna.

 OcioZero · Condiciones de uso