Un relato para Día de difuntos de Pedro Moscatel
—El corazón de una mujer es su tesoro más preciado, y como tal debe ser guardado –decía Julián mientras contemplaba el corazón desinflarse lentamente entre sus manos enguantadas, para después depositarlo con cuidado sobre la escarlata superficie del contenedor de las vísceras.– Las mujeres precavidas, aquellas que verdaderamente quieran proteger semejante tesoro, harían bien en guardarlo bajo llave, del mismo modo en que el avaro guarda aquello que le resulta valioso... pero también del mismo modo en que la gente sabia guarda aquello, cómo decirlo... aquello que puede ser peligroso.
Introdujo ambas manos en la cavidad torácica hasta casi hundir los codos. Era la única manera de sacar los intestinos.
—Por eso es tan complicado llegar al corazón de una mujer. Se puede lograr su respeto, su aprecio... se puede casar uno y, aun así, no haber logrado el amor de su esposa. Por amor de Dios, hay mujeres que no tienen problema en que hagas con su cuerpo lo que quieras, y cuando digo lo que quieras es todo lo que se te ocurra, pero que jamás pronunciarán esas dos palabras.
Cesó de hablar durante el tiempo que tardó en cortar el esternón y la base media de las costillas con la ruidosa sierra radial, sus gemidos de anticipación parcialmente ahogados por el sonido agudo de las revoluciones del disco, más grave cada vez que desaceleraba al tocar el hueso.
—Pero esto no siempre es así, y no hay que desanimarse. Las mujeres crean esas cajas fuertes, esas cerraduras, pero después de todo hay hombres que consiguen abrirlas. El corazón de una mujer se abre cuando uno encuentra la llave. Y, como siempre decía mi madre, “un ramo de flores es una de esas pocas llaves”.
Primero los pulmones, y después estómago, páncreas, hígado, los riñones, el bazo... los órganos rebasaban la redoma, al tiempo que la cubeta inferior (situada en el suelo a tal fin) se llenaba poco a poco de la sangre sobrante.
—Claro, que es normal que lo dijera... después de todo era florista.
Se pasó el dorso de la mano por la frente, dejando a su paso un surco marrón rojizo de sangre coagulada y descomposición sobre la sudorosa piel de su rostro. Sus pequeños ojillos de roedor brillaron durante un breve instante.
—La añoro tanto... —sus manos temblaron mientras se quitaba violentamente los guantes y los arrojaba después contra el suelo—. ¡¿Por qué, mamá?! ¡¿Por qué me abandonaste tan pronto?! ¡Te dije que lo sentía!
Su mirada pareció fijarse durante unos instantes en un punto inconcreto en el techo del sótano.
—¡No fue culpa mía! ¿Cómo iba a saber que seguía encendida?
La mortecina luz de su mirada vibró de nuevo en la oscuridad del sótano; para cuando volvió a concentrarse en su tarea, su rostro parecía relajado de nuevo.
—Como te decía, ella era florista. Le habría encantado estar hoy con nosotros... no aquí, por supuesto... quiero decir que le habría gustado estar viva hoy. Es el día todos los santos, ¿sabes? —de debajo de la camilla donde descansaba el cadáver, alzó un saco de arpillera con aspecto de haber sido utilizado muchas veces en el pasado, y lo dejó ruidosamente sobre aquella mesa que tanto recordaba a un quirófano, haciendo vibrar todos sus afilados instrumentos de metal—. El día de los difuntos —continuó Julián—. Dicen que es el día del año en que más flores se venden. Aunque no sé quién lo dice, y yo no me fío de esas cosas... pero tiene que ser verdad, porque para esta fecha la gente no paraba de entrar y salir de la tienda, cuando yo era un niño. Orquídeas, rosas, amapolas, nomeolvides, gladiolos, tulipanes, jacintos, lirios, jazmines, margaritas, petunias, narcisos, violetas, impaciencias, lilas... zinnias. Dicen que la Zinnia es la flor que honra el recuerdo de los amigos ausentes.
Ayudado por una pequeña paleta de jardinería, las expertas manos de Julián iban rellenando el interior del cuerpo con el contenido del saco.
—Mi padre, sin embargo, odiaba el día de los difuntos. Y eso que él también tenía mucho trabajo ese día... pero es que mi pobre padre odiaba su trabajo. Mi pobre padre... —repitió para sí en voz baja, mientras un aluvión de recuerdos bloqueados acudían momentáneamente a sus retinas, para después desvanecerse de nuevo en las brumas del incierto subconsciente freudiano—. En aquella época, la gente cuyos parientes morían hacia Octubre, o incluso en Septiembre, esperaba hasta el día de Todos los santos para enterrar a sus seres queridos. Así que a mi padre se le acumulaba la faena... ¿No te lo he dicho? —repuso mirando al rostro del cadáver, todavía juvenil incluso ahora que comenzaba a descomponerse. Sin duda había sido una muchacha hermosa en vida...—. Era Tanatoestético. Bueno no, en realidad él era maquillador de muertos, porque entonces la gente no era tan remilgada como para inventarse semejante palabro. Creo que viene del griego...
Una vez el torso estuvo lleno hasta el borde, comenzó a revolver y a amasar la tierra abonada, como si se dispusiese a trasplantar una jardinera.
—El caso es que mi padre, después del accidente... —posó de nuevo su febril mirada en el techo, aunque esta vez solo de reojo—. ...después del accidente, digamos que no tuvo que volver a preocuparse por el trabajo —y después—. ¿Quieres dejarme contarlo a mi manera, por favor? —añadió mascullando por lo bajo, con cierto aire enfadado o quizá avergonzado.
Una a una, como un Hansel dejando sus migajas de pan, iba depositando lo que parecían pequeñas semillas de distintos colores y formas, para después enterrarlas en la tierra con el pulgar.
—Mi madre me guarda rencor, por el accidente. ¿Quieres saber un secreto? —miró primero al techo, y después por encima del hombro, antes de acercarse al oído del cadáver para susurrar a continuación con aire conspirador—: Ella se mató. Se rindió. Fue con pastillas; todo estaba perdido de vómito y sangre... —mientras hablaba, acariciaba el cabello rubio de la joven fallecida, con sus dedos todavía llenos de tierra y otros fluidos menos agrestes—. Digo sangre, porque se cortó las venas... pero no, no murió de eso, sino por las pastillas. Al contrario que tú, ella no sabía el modo adecuado en que debía realizar el corte —adujo alzando una de las muñecas de la joven, con tres largos y profundos cortes desde la muñeca hasta casi el codo—. Pero aunque ignorante era una mujer precavida... por eso no se arriesgó y se tragó todo el botiquín antes de meterse en la bañera y abrir el agua caliente. Una mujer astuta, mi madre.
Tras decir esto último Julián se incorporó de nuevo, y se dispuso a cerrar la caja torácica del cadáver. Los tres cortes habían sido realizados a la perfección: de la ingle al ombligo, y de allí a ambas axilas. De modo que con solo retirar y aplanar el exceso de tierra el envase encajó como si nada hubiera ocurrido, siempre que uno supiese obviar los signos evidentes: algún que otro bulto terroso bajo el abdomen, el pecho izquierdo situado al menos un palmo más arriba que el derecho, el charco de barro y sangre que se había formado entre sus muslos...
—Perfecto —dijo Julián, enhebrando el cordel en la aguja y haciendo la primera incisión. El hilo convencional era demasiado débil como para que las costuras aguantasen, como ya había comprobado en anteriores (y mucho más engorrosas) experiencias—. El caso es que se quitó la vida unas semanas después del accidente. No lo soportó —hablaba ahora con un tono mucho más relajado, como si hubiese olvidado su anterior recelo—. No soportó lo que le ocurrió a mi padre, lo que yo... lo que el accidente le hizo.
Cortó el hilo sobrante con los dientes. Le dedicó una mirada crítica al cadáver, y a continuación encendió un cigarrillo con aire satisfecho. El cigarrillo tenía una de esas boquillas de plástico, para evitar que los dedos se manchasen de nicotina.
—Tengo algo para ti —dijo exhalando el humo y dando media vuelta para buscar algo entre los armarios. Volvió al instante con un ramo de flores muertas prácticamente desojado. En vida bien pudieran haber sido rosas rojas; ahora, los tallos lucían un enfermizo tono gris. En los pétalos apenas se distinguía un color que no fuese el marrón negruzco.
—Un ramo de flores es la llave —repitió dejando las rosas sobre el putrefacto pecho de la joven, inclinándose lentamente sobre esta hasta casi tocar su rostro con la nariz. Respiraba por la boca abierta, jadeando como un enfermo de asma, el sudor manando de sus poros en supurantes corrientes de frío a cada violento latido de sus sienes. Cerró la boca y aspiró con fuerza contrayendo las aletas de su nariz, y no paró hasta que el olor a muerte, una mezcla entre heces, basura, sudor y azufre inundó por completo cada rincón de sus fosas nasales, de modo que hasta cada trago de saliva supiese a Día de los difuntos—. ¿Tenía mi madre razón? —susurró acercando sus labios a los del cadáver, proyectándole el humo y el vaho de su aliento—. ¿Me abrirás tu corazón? —masculló relamiéndose, sus pequeños y brillantes ojos viajando a toda velocidad por el próximo rostro de la joven, ahora a los bizqueantes ojos entreabiertos, ahora a los labios agrietados, ahora a sus oídos rezumantes—. ¿Harás eso por mí? —imploró sin respuesta, acariciando sus senos blandos como la fruta podrida y fríos como la pared de un sepulcro.
Un ruido lejano, proveniente probablemente de otra habitación, le sacó violentamente de su trance.
—Ya veo —dijo lanzándole una dura mirada al cadáver, invadido por una repentina ira, un aire de rechazo y ultraje—. En fin, quizá el año siguiente... —y sin más la cogió en brazos, su cabeza y brazos colgando sin vida, sus ojos y lengua de través.
—Aun así lo comprendo. Me caes bien —dijo Julián tras apenas un minuto, mientras recorría los pasillos mugrientos, empujando con los pies la infinidad de dobles puertas de la institución abandonada—. Nunca he forzado a una mujer. No soy un depravado ni un pervertido.
Avanzaba en la penumbra que los tragaluces apenas conseguían iluminar, acercándose más y más a aquél sonido que cada vez llegaba más definido, menos distorsionado por la acústica del antiguo y enorme edificio.
—Lo de mi padre... fue solo una bajada de tensión. Le ocurría a menudo. Perdía el sentido, pero siempre se recuperaba en seguida. Solo había que mojarle un poco la cara, la nuca, las manos, y se levantaba del suelo como nuevo. Como si resucitase.
El ruido se diferenciaba ya en dos sonidos reconocibles... uno rítmico, como un crujido, un gañido que se repetía cada tres o cuatro segundos. Y por debajo, aquél zumbido, aquél susurro como el de un millar de abejas revoloteando furiosas en mitad de una tempestad.
—Pero aquella vez fue diferente. No se levantaba, y yo era solo un niño... ¿Necesitaba agua, no? ¡Era lo lógico! ¿Cómo iba yo a saber que ocurriría aquello?
Uno, dos, tres, crujido...
Uno, dos, tres, crujido...
Y de fondo siempre aquél extraño zumbar, el rasposo ulular de una lejana ventisca, el frotar de mil urracas afilando sus picos en la arena.
—Le mojaba, le mojaba, y no se levantaba... primero con un paño, después a puñados de agua, y después cubos enteros, ¡y sus ojos no se abrían! —su histérica voz se entremezclaba con aquel omnipresente zumbido en el resonante eco de los pasillos vacíos—. Tuve que hacerlo, tuve que meterlo en la bañera con lo puesto, con todo lo puesto.
Los crujidos aceleraban al tiempo que el rumor se acercaba y la voz de Julián se alzaba.
—¿Y qué si iba vestido?
Uno, dos, crujido...
—¿Y qué si se le mojaban los zapatos, los calcetines?
Uno, dos, crujido...
—¿Y qué si se empapaba su cartera, su dinero, sus papeles?
Uno, crujido, uno, crujido...
—¿Qué más daba si se le mojaba eso?
Crujido...
Crujido...
—No sabía que estaba conectada, no lo sabía...
Crujido, crujido, crujido, y de fondo aquel zumbido eléctrico, el sonido de un televisor mal sintonizado...
—Lo llevaba en el bolsillo, con ese auricular tan pequeño en la oreja. ¿Cómo podía saberlo? ¿Cómo sabía que se electrocutaría con la radio?
Crujido, crujido...
—Los médicos dijeron que ahora mi padre es un vegetal. Vegetal. Es gracioso...
Crujido, crujido, crujido...
—Mi madre no pudo aguantarlo, pero no importa, yo sí que lo aguanto. Yo cuidaré de él.
Crujido, crujido...
Crujido.
El sonido cesó al mismo tiempo que los pasos de Julián, quedando tan solo el zumbido y su desacompasada respiración. “Sala de autopsias, Hospital Ernest Lluch” rezaba el cartel amarilleado por el tiempo, junto a las dobles puertas, las últimas dobles puertas.
Abrió la puerta empujándola con su hombro izquierdo y recorrió lentamente la distancia que le separaba del centro de la habitación, iluminada por la titilante luz de los fluorescentes. Evitaba mirar hacia las cámaras frigoríficas abiertas, las más recientes todavía ocupadas por lo que casi podían pasar por restos humanos; las más antiguas, repletas de flores como en un velatorio especialmente tétrico. Había de todos los tipos: orquídeas, rosas, amapolas, nomeolvides, gladiolos, tulipanes, jacintos, lirios, jazmines, margaritas, petunias, narcisos, violetas, impaciencias, lilas... zinnias.
—Es día uno —dijo Julián, dejando el cadáver en el centro de la habitación, a los pies de la vieja mecedora que todavía crujía un poco bajo el peso de su ocupante—. Uno de Noviembre.
Giró el dial del transistor, y el zumbido cesó.
—¿Me oyes papá? —insistió Julián—. He traído otra, para que te acuerdes de mamá. ¿Te acuerdas de sus flores? ¿Te acuerdas? —repetía una y otra vez, y las lágrimas se acumulaban entre sus arrugados párpados mientras acariciaba el poco cabello que todavía reposaba sobre la ya negruzca calavera, mientras besaba las vacías cuencas de los ojos del que un día fuese su padre—. Cuando entraba toda aquella gente, gente de todas partes que quería comprar nuestras flores, pero tú estabas muy ocupado en el tanatorio y yo tenía que echar una mano... ¿Te acuerdas?
Encendió de nuevo el transistor, y se dispuso a abandonar la sala de los cadáveres para no volver hasta el año siguiente.
—Florecerá en primavera —dijo antes de cerrar las dobles puertas tras de sí, y el desacompasado crujir de una mecedora le acompañó hasta la salida.
Aunque correcto y adecuado a la convocatoria, me temo que he conectado poco con el relato. Creo que se debe a que das más importancia a lo macabro que a los personajes. Cuando lo he ido a publicar en la sección me he dado cuenta de que me han calado más algunas imágenes que la historia del protagonista, y creo que ese es un fallo importante, porque es el vehículo de toda la narración.
En el aspecto formal, poco que comentar (aunque te insisto en que no deberíamos poner tildes a los determinantes; a los pronombres no hace falta, aunque, si quieres, puedes ponerlas. A los determinantes es incorrecto. Sería algo así: "Aquel coche vino" vs "Aquél vino").
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.