El criado de Velázquez

Imagen de Manuel Fernando Estévez Goytre

Reseña de la novela de Juan Manuel Sáinz Peña publicada por Aldevara

 

Realidad y ficción en torno al mundo de la pintura. No cabe duda de que el siglo XVII fue grandioso en cuanto a arte se refiere, especialmente en los años que coincidieron con el Siglo de Oro, periodo en que se centra la historia que nos ocupa. Juan Manuel Sáinz Peña (Jerez de la Frontera, 1970), curtido como escritor desde su infancia y merecedor de más de una treintena de premios literarios, da fe de ello en su novela El criado de Velázquez, ganadora del V certamen ciudad de Almería 2013. Se puede decir con la cabeza bien alta que estamos ante una novela histórica escrita en mayúsculas que, protagonizada por Lorenzo Manrique, considero asequible para lectores de cualquier género. Llamarla obra maestra no sería pecar de exceso. Salpicada de anécdotas creíbles y lógicas, de esas que permanecen como referente en la mente del lector a través de los años, se estructura en una introducción denominada “lujuria”, que avanza, como la portada y el título ya sugieren, una historia entretenida, desenvuelta y acorde con la época en la que el autor centra los avatares de sus personajes; cuarenta y cinco capítulos con numeración ordinal que cumplen fielmente lo que se espera de ellos; y un epílogo que, aunque el lector no espera por dónde va a saltar la liebre, cierra la historia de una manera lógica y satisfactoria para todos y, por supuesto, a la altura del resto de la novela. Muy hábil el autor al construirlo.

En cuanto a sus dos tramas hay que resaltar que una de ellas está narrada en primera persona por Lorenzo, que se dirige directamente a los lectores, muy cercano y directo. La segunda está protagonizada por Custodio y Parmenio, personajes venidos a resolver los asesinatos en serie de varios pintores. Muchos de los capítulos están fechados, lo que ayuda a comprender aún mejor la trama al situar al lector en el momento y el lugar exactos. Aunque el autor es locuaz cuando hay que serlo, los párrafos son, probablemente por exigencia del texto, cortos y precisos en su mayoría, en muchas ocasiones de una sola oración, lo que llama especialmente la atención en una novela histórica, cuyo género es muy proclive a largos pasajes descriptivos y escenas y escenarios sofisticados y de difícil comprensión. En este caso las descripciones son, si bien sutiles, muy detalladas, a veces deliciosas.

Sáinz Peña se expresa en un tono desenfadado y suelto y maneja un estilo formal, muy estudiado, fluido y ágil, un estilo que podríamos interpretar como recién salido del horno en cuanto a frescura se refiere, es decir, como si hubiese sido escrita en aquellos años de luces y sombras en que se ambienta la historia. Ni le sobra ni le falta nada. En cuanto al lenguaje, es obvio que el autor navega por aguas que conoce bien, pues es especialmente rico y adaptado a las circunstancias y a las necesidades con las que se ve obligado a lidiar a lo largo del texto. Expresa sin complejos la inmundicia en que vivía la gente, punto sobre el que se despacha a sus anchas con el hospedero, un tipo cochambroso y descuidado donde los haya. Juan Manuel nos da una lección detrás de otra, buen ejemplo de ello sería la documentación en cuanto a la indumentaria de la época o en cuanto a materiales de pintura se refiere. “Al abrir la puerta chocó contra ellos el penetrante olor de los disolventes, los barnices y los aceites. Un bosque de caballetes apareció ante sus ojos, pero hallaron también bastidores sin lienzo, paletas manchadas y dos mesas salpicadas de goterones de pintura. En el centro del caótico habitáculo había un soporte enorme, cubierto por una tela blanca… El estudio de Dimas Parra estaba plagado de obras religiosas, pero también de paisajes de Madrid, de bocetos, y de retratos de la gente noble y religiosa de la Villa y Corte, todos pintados a óleo sobre lienzo romano”. El autor, asimismo, pone de manifiesto diversos oficios de la época que en nuestros días casi se diría que llegan a asombrarnos, como el damasquinado, la buhonería o la ataujía, trabajo de artesanía que consiste en realizar en metal lo que en taracea se hace con la madera.

Antes de analizar el argumento, me gustaría resaltar que la novela es un enorme homenaje a la pintura. Se trata de una historia cargada de aventuras y desventuras relacionadas con esa parcela del arte en la que el autor está perfectamente documentado en cuanto a cargos (capitán de corchetes), mobiliario (muebles de carey, araña de cristal austriaco), arquitectura u objetos varios (alfombras turcas, bomboneras de cerámica), vinos que perduran hasta nuestros días (Pedro Ximénez) o detalles de la vida de Velázquez, como el hecho de que fumase en pipa. Describe al detalle la vida en el campo, en los pueblos y en las ciudades por las que el protagonista pasa o se va asentando. Dedica capítulos tanto a la gente que pasa hambre como a la nobleza, pasando por los comerciantes, artesanos o prostitutas. Se entretiene hablando de las mancebías como lo que eran en aquella época: el pan nuestro de cada día. La ambientación de la historia pasa por Alcalá de Henares, Trujillo, Jerez o Madrid, poblaciones cuyas calles y plazas conoce y nombra con una facilidad pasmosa.

El libro comienza cuando el rey Planeta, Felipe IV, tras un intento fallido de mantener relaciones sexuales con una novicia, pretende limpiar su conciencia y encarga un cuadro, un “crucificado”, a varios maestros, entre ellos Velázquez, un pintor que, “más apreciado fuera que dentro de España”, dedica la mayor parte de su tiempo a pintar para el soberano. El protagonista, Lorenzo Manrique Benavente, nacido en Talavera de la Reina el 16 de agosto de 1611, es hijo de un artesano dedicado a la ataujía que viaja de pueblo en pueblo ofreciendo sus productos. José Manrique es un hombre violento, alcohólico y aficionado a las mancebías que abandona a su familia a la primera de cambio, lo que se puede interpretar como un alivio para su esposa, Jimena.

Lorenzo y su familia, errantes por campos castellanos y extremeños, conocen a los hermanos Matamala, que se dirigen a Cádiz, y a Bosco, su hermano adoptivo, un muchacho de un rostro bellísimo que sin embargo se llena de quemaduras en un incendio y se convierte en una especie de monstruo que se oculta tras una capucha. Después de unos hechos dignos de la mejor narrativa, acaban en la capital del reino, donde Lorenzo acaba entablando una buena amistad con Lino Santacruz, personaje que lo introduce en el Madrid de los bajos fondos, de las tabernas y la prostitución. Es en esta ciudad donde tienen lugar los mencionados asesinatos en serie, todos ellos cometidos bajo los mismos patrones.

Cuando la primera víctima, Dimas Parra, aparece muerta, la historia adquiere un cariz más que interesante que pone en marcha la locomotora de la mente del lector y lo obliga a sacar sus propias conclusiones sobre el desarrollo y el desenlace de la historia, como toda novela de calidad requiere y merece. Es el momento de presentar a Custodio Espinoza y a Parmenio Bablia, protagonistas de una trama que Juan Manuel Sáinz Peña diferencia claramente de la anterior y que en un principio, aproximadamente hasta la mitad de la novela, la ocupan unos pocos capítulos que el autor va introduciendo con habilidad y lógica a partes iguales. A partir de entonces Lorenzo tiene la oportunidad de entrar al servicio de Velázquez, y si anteriormente el autor se había ganado la confianza de los lectores, en el último tercio de su obra se los mete, literalmente, en el bolsillo. El protagonista confía a Bosco la falsificación de los cuadros que el rey había encargado. En la parte dedicada a la huida por el pasadizo de la casa de Casio Púrpura habría que quitarse el sombrero ante el autor: el movimiento y la agilidad que consigue al relatar la escena nos introduce en un laberinto de sensaciones y emociones imposible de obviar. Genial a todas luces.

Además del protagonista existen una serie de personajes de obligada mención en esta reseña: su madre y su hermana Ana, quien ingresa en el convento de San Plácido el Real de Trujillo por imperativo de su padre, un hecho tan típico como cruel en los siglos precedentes; su hermano Sebastián, joven inquieto y culto que lee todo lo que cae en sus manos; Daniel de la Mayor, un artesano de Madrid; por supuesto el sevillano don Diego Rodríguez de Silva y Velázquez; Custodio Espinoza, encargado de las gestiones para resolver los asesinatos de los pintores, un tipo hermético y autoritario incapaz de sonreír que se muestra inflexible con los detenidos y nunca duda en reprender las acciones de sus subordinados; Parmenio Bablia, corchete aficionado al vino empleado a las órdenes del anterior; Lino Santacruz, Pilar Martasolís o Valeria Bari, que obsesionada con el amor del protagonista le regala un libro donde escribe mil veces Valeria ama a Lorenzo y ríe y llora según el día o la hora, de lo que se desprende, aunque el autor no lo insinúa, que podría padecer un trastorno bipolar; Casio Púrpura, napolitano, dueño de un palacete, que hace negocios con Adiv; Juan de Pareja, esclavo de Velázquez.

Otros personajes, más o menos pintorescos según demandas de la trama, que desfilan por las páginas de la novela serían: sor Margarita de la Cruz, el conde Jerónimo de Villanueva (fundador del convento de san Plácido), Gerardo y Martín Matamala, Antonio Tudela de Marcos (actor en la corte y profesor de Bosco), Dimas Parra y Bruno Baptista (pintores asesinados), Emelina (sirvienta del anterior), Mateo Lobo, Gertrudis, Damián, Juan Sanmartín (dueño de la pensión) y su esposa, Evelina, Quimera (a quien temían en Madrid desde el primer asesinato), Francisca y Juana (hija y esposa de Velázquez, respectivamente) o la prostituta Carmencita la Tremenda.

También habría que resaltar el elenco de artistas o personajes históricos que el autor va desgranando a lo largo del texto, como Felipe IV, don Gaspar de Guzmán (conde-duque de Olivares, válido del rey), Zurbarán, Berruguete, Miguel Ángel, Leonardo Da Vinci, Homero, Petrarca, Horacio u Ovidio, entre otros muchos.

En definitiva, se puede afirmar sin temor a la confusión que nos encontramos ante un libro altamente recomendable que ni se puede ni se debe dejar pasar de largo, un libro para leer y releer que, no cabe la menor duda, no tiene nada que envidiar a las mejores novelas históricas de los autores más conocidos y vendidos. Enhorabuena al autor.

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