Reseñamos la emblemática obra de Mills y O’Neill publicada por ECC
Un chaval que acaba de hacer la Primera Comunión y aún juega con sus G.I. Joes suele pedir cada dos por tres a sus padres que le compren tebeos. Pide los Marvel Two-In-One de Thor y Capitán América y luego mete de tapadillo algún ejemplar de Inferno, el crossover mutante, que da más cosilla. Un día, el chaval se siente fuerte y lo que compra de rondón es un cómic más caro de lo normal y con un aspecto más fiero. Se llama Marshall Law. El chaval, que se las da de listo pero es sólo un niño, no tiene aún el suficiente bagaje para digerir lo que se presenta al pasar las páginas. Ahí están los mismos códigos que en los títulos que compra habitualmente, pero utilizados de forma diferente. Ese chaval aún hoy recuerda la agradable y turbadora sensación que le noqueó aquel fin de semana.
Marshall Law es una de las consecuencias más urgentes que generaron Alan Moore y Frank Miller con Watchmen y El regreso del señor de la noche, en especial este último. Si Watchmen ya presentaba esa querencia de Moore por leer la cartilla al género y al aficionado (acentuada en los últimos tiempos hasta convertirle en “la loca de los gatos” del sector), la obra de Miller se decantaba más por el terreno del sarcasmo. Pat Mills mezcló ambos aspectos al idear a Marshall Law, un policía a medio camino de Punisher, el Juez Dredd y los Village People que tiene como misión liberar al mundo de superhéroes ciclados y enloquecidos que han convertido San Futuro (la antigua San Francisco) en una ciudad de pesadilla. El propio Law es otro superhombre de aspecto fascistoide, dispuesto a emplear cuanta más violencia mejor para impartir justicia. Y si en Watchmen había un asesino de héroes, en Miedo y Asco, la primera aventura de Marshall Law, hay un asesino de chicas que se disfrazan de Celeste, la superheroína más popular. El guionista se apropia también de uno de los recursos más logrados en El regreso del señor de la noche, el del monólogo interior, para que sea el motor narrativo del cómic, de manera que los principales personajes de la historia dan rienda suelta a su locura, adentrado al lector de forma inmejorable en ese Jardín de las Delicias postapocalíptico que es San Futuro.
Pero donde Marshall Law adquiere una personalidad inolvidable es en la parte gráfica. Kevin O’Neill ideó una ciudad delirante habitada por superhombres dopados en cuerpo y alma, un festival del exceso que hace que Miller parezca Oscar Wilde. Mensajes subversivos llenan cada rincón de la viñeta y los uniformes -como los uniformados- son un festival de la hipertrofia y el patetismo. Marshall Law, dibujado a machetazos, su brazo derecho envuelto en alambres, parece la peor pesadilla de un aficionado al sadomaso con escrúpulos de conciencia. A todo lo que aparece en este cómic le ocurre aquello que rezaba el póster de Akira: está a punto de e-x-p-l-o-t-a-r.
Hoy es raro que pase un mes sin que aparezca un cómic que se pavonee de su condición de rompedor, de su vocación gamberra, de estar de vuelta de todo; pero hay que ver cómo palidecen todos ellos, los pobres, cuando se les compara con una fiera corrupia como este volumen publicado por ECC. Miedo y asco en un estupendo monumento a la desfachatez cazurra, una barbaridad que dejó turulato hace más de veinte años a aquel chaval que lo compró medio a escondidas y que hoy escribe esta reseña encantado de la vida y, en fin, un resumen lúcido, sabroso y explosivo de las obras maestras de su tiempo.
El maravilloso mundo del cómic mezclado con el maravilloso mundo de los descubrimientos infantiles XDD Muy buena la reseña.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.