La soga
O de por qué demonios seguimos viendo películas en blanco y negro y diciendo que Alfred Hitchcock es un genio
El tema de La soga tiene que ver con pintar la Capilla Sixtina con claras de huevo, el llamar fresco al fresco porque si no está fresco se te jode un mural de varios metros cuadrados o decir que la pobreza agudiza el ingenio. Que cualquier herramienta es buena en manos de un maestro es algo que difícilmente se puede poner en duda, pero que el enfrentarse a nuevos desafíos estimula la inteligencia me resulta, después de ver esta película, innegable. Así que, a veces, la humanidad debería estar agradecida con ese destino puñetero que priva al genio de la herramienta perfecta.
Empecemos por el principio: el plano secuencia. Para el que no lo sepa, que nadie nace aprendido y muchos no tienen el privilegio de tener algún colega en el mundillo de las cámaras, un plano secuencia consiste en mantener la cámara funcionando sin hacer cortes. Es decir, tú grabas y pasan cosas, y pasan bien a la primera, porque aquí no puedes repetir un trozo y luego intercalarlo. Todo va de tirón.
Este recurso, que tiene algo de teatral –porque las obras de teatro tampoco abundan en cortes-, dio, en su momento, una nueva dimensión al cine. Esta dimensión fue llevada al extremo por Alfred Hitchcock cuando decidió hacer una película entera en plano secuencia: La soga.
Sí, en los setenta y siete minutos de largometraje (más de hora y cuarto) la cámara no corta en ningún momento. Hay alguna transición aprovechando fondos oscuros en alguno de los giros, pero, en sí, la película no tiene cortes ni cosas raras.
De este modo, James Stewart, Farley Granger y John Dall mantienen un duelo de interpretación en vivo y en directo, y sin poder permitirse fallos –recordemos que en esta época se filmaba en película, que es de donde vienen cosas como metraje o, propiamente, película-. Rizando el rizo, la película incluye a varios personajes secundarios más e incluso música de piano en vivo. Así, durante el transcurso de la cena que es el eje central de la trama, todo discurre a la primera, cambiando el registro cuando toca y con una profesionalidad encomiable.
Sin embargo, todo esto no sería sino un alarde si no existiera un motivo de peso para usar este recurso, esta herramienta. O, dando la vuelta a la tortilla, ¿en qué podría tener utilidad una cosa como un plano secuencia de setenta y siete minutos?
Aquí es donde sale el genio del director: tensión.
Sí, intrínsecamente va a palparse tensión. El propio hecho de no permitir al espectador salir de la escena, va a incrementar esta sensación de intensidad. ¿Y qué mejor modo de introducir tensión que el de empezar con el muerto?
Al contrario que la mayor parte de las películas de terror o suspense, La soga empieza con el cadáver. El público ve cómo estrangulan a una persona X y, a partir de allí, cómo se organiza una cena sobre el baúl dónde está escondido el cuerpo. Como el espectador sabe que ahí está el muerto, no puede pasar un minuto de la película en paz.
¿Y de dónde saca Hitchcock una idea tan macabra? De la mayor fuente de inspiración de todos los tiempos: la realidad. Efectivamente, el crimen narrado en La soga se basa en otro homicidio, éste real y cometido por unos tales Leopold y Loeb.
Con este planteamiento, el espectador se ve conducido por los actores a lo largo de una cena que los dos homicidas preparan para una inocente comitiva que pretende dar, rizando el rizo, con el muerto que tienen bajo sus narices y que no saben, obviamente, que ha fallecido. Las retorcidas mentes de los asesinos entablan, además, un discurso entrelazado –sin saberlo los invitados- con el propio drama que se desarrolla.
Horrorizado, conmovido y tenso hasta la última fibra, el espectador acaba trascendiendo el propio film para entrar en la auténtica reflexión de la película: la vida y la muerte, la dignidad del hombre como ser mortal.
La obra maestra está servida. Alfred Hitchcock consigue que todo el mundo pase por el aro en un plano secuencia de setenta y siete minutos, y los actores lo bordan, la historia se revela en todo su horror como de ningún otro modo hubiera sido posible, los espectadores sufren –y disfrutan haciéndolo- y el genio queda inmortalizado.
La soga es una película que no es en blanco y negro, ni en color, ni es teatro ni cine. Es algo más. Es un trabajo magistral y una lección no sólo a los futuros cineastas, sino a todo aquél que se precie de contar historias o pretenda llegar a hacerlo.
Usar técnicas apabullantes no deja de ser como sacar conejos de las chisteras si no hay algo detrás. Tener una buena historia y no saber cómo contarla es una auténtica pena. Cuando tienes una buena historia y una técnica perfecta para contarla, haces La soga y el público sigue quedándose boquiabierto sesenta años después, con efectos especiales digitales y todo el monario de por medio.
Son hechos innegables. Y ni siquiera hemos hablado de la banda sonora. Ésa queda como sorpresa para el que no haya visto la película, porque seguro que le suena.
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