Un relato de Maundevar para la vivisección de Mitos de Cthulhu
―Ferdinand ―insistió―. Acabado en “d”.
―Lo siento, señor mío, pero para qué hay una “d” si no se pronuncia ―requirió doña Ercilia con el ceño fruncido.
El caballero francés dejó la boina sobre el mostrador, y se quedó unos instantes pensativo.
―Si quiere, apunte Fernando. Es como se traduce al castellano, querida.
―Casi mejor ―sonrió la patrona de la casa. Anotó con lentitud el nombre del nuevo inquilino y salió de la portería―. Si me acompaña, le enseñaré la habitación.
Ferdinand cargó con su maleta y siguió a la anciana por unas estrechas escaleras. Lienzos pintados al óleo colgaban de una pared cuyo empapelado estaba rasgado ya en muchos sitios. La madera de los peldaños chirriaba a cada paso que daban, y un quinqué de petróleo difundía más sombras que luces en aquella casa oscura y maloliente.
―Y si no es indiscreción, don Fernando ―inquirió Ercilia mientras subían―, ¿cómo viene desde Francia, en mitad del alboroto que se vive en este país? Yo de usted me habría quedado allí.
―He escuchado decir que el general Primo dio el golpe para controlar el desorden que había en España, ¿no es así? ―consultó Ferdinand con un marcado acento galo―. El Rey apoya al general, así que qué temer de estos movimientos.
―Eso dicen ―respondió la señora poco convencida―. Si nuestro Rey cree que es bueno, lo será. Yo, ¿sabe qué le digo? Que allí en África no hacemos nada. ¿Conoce lo de Marruecos? ―dijo a la vez que se paraba para mirarle.
―Sí, señora. Mi país también está en esa guerra ―respondió cansado―. Puede continuar subiendo. La bolsa me pesa y…
―Pues vaya. Perdóneme, señor mío. No le ayudo con el equipaje porque tengo la espalda muy mal, ¿sabe? ―Ercilia inició de nuevo la marcha―. Como le decía, allí tan solo mandamos a los hombres a morir. Y donde tienen que estar es aquí, trabajando. ¿Entiende lo que le digo? Y si con el general termina la guerra, pues bueno será, ¿no cree?
―Oui. Es probable. El tiempo dirá.
Llegaron al segundo piso desde donde corría el pasillo que daba a las alcobas. El suelo estaba desordenado: zapatillas rotas, calcetines sucios y otros objetos. El techo se encontraba en aquel lugar manchado por el hollín de los quinqués. Se cruzaron con una joven vestida con un jubón blanco y un corpiño rojo sin mangas que desvió los ojos de Ferdinand hacia sus pechos. Pronto apartó la mirada, pero la joven ya se había percatado y sorprendió al galo con una leve sonrisa. Tras sus faldas, un niño asomaba y miraba al nuevo inquilino.
―Mademoiselle… ―saludó cortés el francés.
―Buenas noches, caballero ―contestó la chica―. Roberto ― inquirió al niño―, saluda al señor.
―Hola ―siseó tímido el chiquillo.
Con un leve movimiento de la boina y una sonrisa, Ferdinand respondió al niño, y éste último y su madre se fueron por el corredor.
Doña Ercilia le explicó las distintas normas de la casa: horarios de las comidas y cenas, y la prohibición de las visitas nocturnas, fueron las reglas en las que más insistió. La patrona le solicitó un adelanto del primer mes del alquiler y, tras una aburrida monserga de relatos sobre el trajín de militares y multitudes, que circularon por las calles del barrio desde el golpe de estado del año anterior, le dejó solo en su alcoba para que se acomodara.
Desde la cita con aquel librero iraní en un café de Madrid, no tuvo ningún instante de soledad para disfrutar de su nueva adquisición. Cerró la puerta de su habitación con llave.
Se quedó durante unos instantes observando su alcoba. Era un lugar angosto en el que no había espacio libre por ocupar. Entre la cama, una pequeña cómoda y el armario, ya nada quedaba para poder caminar. Parecía increíble que la puerta pudiera abrirse sin que el inquilino tuviera que subirse al colchón. Hacía años que aquella habitación no había sido ventilada convenientemente, y podía captarse el polvo que circulaba por el aire. Observó las paredes y descubrió un tragaluz que daba al patio central del edificio. Por aquel orificio de un palmo de ancho no entraría el aire suficiente para refrescar el ambiente, y Ferdinand decidió no abrirla, no fuera a ser que en lugar de aire, acabaran entrando una tropa de mosquitos u otros insectos.
Soltó su maleta de cuero sobre el catre. Estaba nervioso y expectante. Extrajo con cuidado un paquete envuelto en papel. Fue retirando el envoltorio hasta que descubrió las tapas exteriores de un cuero cuarteado y envejecido. El corazón se le aceleró. Era el manuscrito que le mostraron días atrás. Lo supo por el fuerte olor que proyectó el libro al contactar con el exterior. Era una esencia muy característica que no supo definir la primera vez que la captó. El árabe que se lo vendió le comentó que se trataba del aroma de la muerte. Pero era un olor generado en la mente. Aquel incunable no emitía fragancia alguna. El agitar del corazón de los hombres al observar el manuscrito era producido por el alma del libro. Manipulaba la mente de sus lectores. El librero se lo advirtió: “Léalo con cuidado señor, o su mente viajará al Infierno para no volver”.
Agarró el manuscrito y retiró los últimos jirones del embalaje. Controló una arcada repentina e hizo caso omiso de un extraño susurro en su oído.
―No son reales ―se dijo.
Abrió la cubierta y descubrió emocionado la grafía original manuscrita: al-Azif. Ferdinand lo había logrado. No era un sueño. Existía, y el galo había dado con un ejemplar. Era el original árabe del Necronomicón. El libro de los muertos directamente reproducido por discípulos copistas del maestro Abdul al-Hazred. Nada de intermediarios griegos o bizantinos. Tenía ante él la puerta original de acceso a los Antiguos, el modo más limpio y puro de lograrlo.
Frotó la escritura del título y, de repente, las paredes de su alcoba se tiñeron de sangre. Apartó alarmado la mano y todo volvió a la normalidad. Debía tener cuidado. Leerlo poco a poco. Asimilar todo el saber en pequeñas dosis que no le llevaran a un torbellino de locura.
***
La joven madre instó a su hijo para que bajara a la cocina.
―Ve a ayudar a la Petra con la comida.
―Pero madre. Ya sabe que no me gusta esa señora ―respondió el chico disgustado.
―Ve ya mismo si no quieres que te dé unos azotes.
El niño, ante aquella reprimenda, bajo la vista y se encaminó escaleras abajo.
Quedó Teresa junto al nuevo inquilino. Se acercó un poco más a él mientras observaba el vendaje de su mano. Aquel traje oscuro, el pañuelo al cuello y su acento tan sugerente llamaron desde un primer momento la atención de la joven moza. Y sabía que el hombre estaría receptivo a sus encantos.
―¿Y cómo dice que se lo hizo? ―consultó Teresa―. Debería haber cambiado ya estas vendas. Están algo sucias.
―Al cerrar un cajón me pillé el dedo ―respondió Ferdinand―. Es lo malo que tiene andar con la cabeza en otros asuntos ―sonrió.
―Creo que en mi habitación tengo algo para limpiarle la herida.
―De verdad que no es necesario, señorita.
―Por favor, don Fernando, no es ninguna molestia ―le respondió Teresa llevándole del brazo.
Entraron en la habitación de la joven y ésta cerró la puerta tras de sí. Ferdinand estaba algo nervioso. Quería solventar aquella situación de forma educada, pero hacía días que tenía los sentidos algo alterados.
Las visiones se habían ido incrementando desde que inició las lecturas del grimorio. Y la última consecuencia de ello fue el incidente de su mano. La pasada noche se descubrió en su habitación seccionándose su propio dedo. Recobró el control de su mente con la suficiente presteza como para no llegar a perder su dedo índice. Debía tener más cuidado con aquellos conjuros. Avanzaba en el saber antiguo a gran velocidad, pero sería mejor espaciar las lecturas con tiempos de descanso más extensos.
Teresa rebuscaba en un cajón de su cómoda. La habitación, aunque era bastante más estrecha que la del francés, tenía una amplia ventana por la que penetraba la luz del mediodía. Una cortina de encaje, deshilachada y con numerosos remiendos, velaba la claridad del día y protegía la alcoba de la intensidad del calor del verano.
―Estas cintas nos servirán ―dijo Teresa―. Siéntese en la cama, señor. A la luz, para que veamos bien la herida.
La mente de Ferdinand le replicaba una y otra vez: «¿Qué haces aquí? Vete. Pon cualquier escusa», pero algo instintivo y profundo le llevó a sentarse junto a la joven. Sentía la necesidad de arrancarle aquel corpiño rojo y tomarla. ¿Podría ser que el Necronomicón confundiera su mente y lo lanzara a pensamientos y actitudes pecaminosas?
La joven retiró los vendajes y dejó a la vista la fea herida de su mano. Con la cinta de algodón le envolvió de nuevo el dedo, mientras lo miraba sonriente.
―Creo que con esto ya evitará cualquier infección.
Se quedaron los dos mirándose en silencio. Ferdinand no pudo controlar más sus impulsos y se lanzó a besarla. Teresa no se lo impidió y respondió con igual ímpetu. Pero algo notó el galo que le hizo apartarse de repente. Un olor nauseabundo en el aliento de aquella moza. Tenía los dientes negros, rotos y podridos. La apartó de un empujón.
―¡Pero qué te crees que haces! ―le gritó Teresa―. ¿Estás loco?
El francés se frotó asqueado los labios y al observar de nuevo a la joven ya no vio purulencia alguna.
―Yo… ―titubeó―. Perdone señorita, no quería…
―¡Váyase! ―le gritó la joven―. Maldito loco. Váyase ahora mismo de mi habitación.
―No hace falta que grite, querida. Ha sido un malentendido ―se excusó mientras se acercaba de nuevo a la joven.
Teresa se levantó del suelo y agarró unas tijeras del interior de la cómoda.
―Le he dicho que se vaya ―le dijo empuñando las tijeras.
Ferdinand abrió la puerta y salió a trompicones al corredor para dirigirse escaleras abajo hasta la calle.
«Maldita zorra ramera ―oyó en un murmullo de su mente―. Vuelve ahí arriba y fóllatela ―replicó otro susurro».
***
Roberto no podía dormir. Aquella noche hacía un calor infernal y aún durmiendo en calzones sobre el colchón, no lograba conciliar el sueño. Además no tenía a su madre. Como otras noches, había salido a la calle a ganarse unas pesetas. Al chiquillo no le gustaba que su madre saliera a esas horas. No le gustaba que le dejara allí solo. Los gritos de los borrachos, los ruidos de la casa… Todo le atemorizaba mucho más al saber que no podría abrazar a su madre.
Tenía sed. Mucha sed. Aunque el temor de andar por la casa le hizo aguantar varias horas, llegó un momento en el que no pudo soportarlo más. Se levantó, encendió la lámpara de aceite y salió al pasillo.
Miró a ambos lados del estrecho corredor. La llama del candil bailaba proyectando luces y sombras que no alcanzaban a desvelar el final del pasillo. Los chasquidos de las vigas de madera de la casa, semejaban a la bodega de un barco en alta mar. Chirriaban con el viento de la noche, que también se colaba por los marcos de las ventanas en silbidos espeluznantes.
Roberto hizo acopio de la voluntad necesaria, y se encaminó con paso ligero por el pasillo en dirección a las escaleras. Pero algo llamó su atención. Algo le hizo parar. Un sonido distinto a los acostumbrados de la noche. Era una voz, un leve susurro. Y venía de la alcoba del francés.
Días atrás, su madre le dijo que no se le ocurriese acercarse al nuevo inquilino. “Es un bastardo, un gabacho afeminado” le advirtió. Pero el niño no pudo controlar su curiosidad y se acercó lentamente a la puerta, cuidando en no hacer sonar los tablones del suelo. Dejó la lámpara en el suelo y se quedó en silencio para captar los sonidos del interior.
Varias voces susurraban en aquella alcoba, y ninguna de ellas se parecía a la del francés. Roberto se percató de la claridad que surgía desde el cerrojo. Apoyó el rostro contra la puerta para ver en el interior.
El francés se encontraba sentado en una silla en el centro de la habitación. La luz mortecina de un quinqué sin casi petróleo iluminaba a duras penas la alcoba. Ferdinand estaba desnudo con los brazos caídos a los lados. En una de sus manos sostenía un cuchillo ensangrentado. Tenía el cuerpo cubierto de llagas y los ojos en blanco. Movía los labios acompañando los susurros de una audiencia irreal. Sobre un estrecho escritorio el niño descubrió un gran libro. Una brisa que entraba desde el tragaluz hacía mover sus páginas que iban pasándose cada poco, como manejadas por una mano invisible.
De repente las voces acallaron. El francés se había quedado quieto, helado, como muerto.
―Cógelo y mátalo ―se escuchó en un murmullo―. Vamos a devorarlo.
La cabeza de Ferdinand giró en un crujido de sus vertebras y fijó su mirada en la cerradura. El chico se apartó asustado y una brisa surgió bajo la puerta apagando su lámpara. El niño y el corredor se fundieron en la oscuridad de la noche.
***
La cena estaba resultando un éxito, y el logro de Ferdinand no merecía menos. Había conseguido leer el contenido del grimorio y controlar los vaivenes de su mente. Salvo algún descuido puntual, supo atar con fuerza su alma al cuerpo sin que ningún espíritu maligno, ni aliento de los Antiguos, lo desposeyeran de su cordura.
―Esta carne está exquisita ―comentó doña Ercilia―. Tiene que pasarme la receta, señor mío.
―Pues aún puedo hacer algún bistec más si les apetece repetir―respondió Ferdinand mientras cortaba un fino filete―. Hay de sobra para todos.
El francés miró a la mesa. El hijo de Teresa levantó el brazo solícito. De sus cuencas vacías surgían larvas que resbalaban hasta caer en el plato, pero el galo estaba ya acostumbrado a aquellas visiones. Parpadeó y vio al niño sonriente mientras le pedía un nuevo plato de “steak tartare”. Se aproximó a la mesa y le dispuso dos buenas tajadas. Un reguero de sangre se proyectó sobre la mesa salpicando la cara desencajada de Ercilia. Dos nuevos parpadeos y todo retornó otra vez a la normalidad. Era increíble. Un éxito rotundo, se dijo.
Esperó hasta que los comensales terminaron sus platos y se dispuso a hablar.
―Doña Ercilia, Mademoiselle Teresa y señorito Roberto ―inició su discurso―. Se estarán preguntando el motivo de esta cena, el porqué de un banquete tan copioso. Habrá algo que celebrar, se estarán preguntando. Pues ciertamente así es.
Un leve susurro en su interior distrajo a Ferdinand de su charla: «Ahora viene lo bueno ―escuchó».
―Esto… Bueno, pero antes de comentarles, quiero que disfruten del mejor… ―El francés titubeó por un instante. No tenía claro el sentido de lo que iba a hacer, pero decidió proseguir―. Van a disfrutar del mejor postre que hayan degustado en su… …en su… ¿vida?
Un instante de silencio. Los comensales, expectantes. «¡Hazlo ya, maldito bastardo! ―retumbó en sus oídos».
Y Ferdinand sonrió, agarró el largo cuchillo del jamón, y se abrió el abdomen de un solo tajo, vertiendo sus vísceras sobre la mesa.
***
“30 de julio de 1924. Lugar del crimen: calle Oliva nº 12” era lo único que había anotado de momento.
Aún no acababa de creérselo. Era un espectáculo dantesco, casi irreal. El sargento Pinedo había dejado de escribir en el pequeño bloc de notas. ¿Qué había llevado a aquel demente a cometer tal atrocidad? Cuidando de no pisar sobre los charcos de sangre, avanzó por la cocina para observar el escenario desde otro ángulo.
Una anciana, una joven prostituta y un niño. Los tres sentados en los bancos de una mesa de comedor. La vieja degollada, el niño con una herida mortal en el pecho y los ojos arrancados, y la puta con una única puñalada en la entrepierna. No habían muerto en aquella sala. Habían trasladado sus cuerpos desde otros lugares de la casa hasta la cocina.
Tumbado sobre la mesa yacía el asesino. Un hombre de mediana edad con la camisa rasgada y el vientre abierto en canal. Todas sus vísceras habían resbalado desde la mesa hasta el suelo. Un largo cuchillo había quedado sobre el tablero en contacto con su mano. Su otro brazo estaba mutilado, y finos filetes de su extremidad yacían en platos que estaban distribuidos por la mesa.
―Sargento ―le inquirió un compañero desde la puerta―. Ya han recogido todas las pertenencias del hombre. Según las anotaciones de la portería, se trata de un tal Fernando. A parte de ropa, han encontrado este libro. Nada más.
El agente le entregó un enorme libro de dos palmos de alto con unas cubiertas de un cuero rasgado y envejecido. Pineda lo apoyó sobre la poca superficie de la mesa que no se encontraba salpicada por la sangre.
―¿Qué cojones es esto? ―comentó mientras lo abría por una de sus páginas―. Esto no es papel, es como piel curtida.
―Pergamino ―le comentó el agente―. Como los manuscritos de las iglesias.
―Pero ―dijo el sargento hojeando su contenido―, para qué un manuscrito tan antiguo, si están todas las páginas en blanco.
«Para matar ―escuchó Pinedo en un susurro de su mente».
―¿Qué dice Pérez? ―le preguntó al agente.
―¿Yo? No he dicho nada, señor.
Se quedó unos instantes mirando a su subordinado. Algo se movía en el lagrimal de uno de sus ojos. Parecía una especie de gusano o larva. Parpadeó, y la imagen desapareció.
«Para matar… ―volvió a escuchar, esta vez procedente del libro».
Lo cerró y se lo entregó al agente.
―No lo abran. No vaya a ser que se dañe. Que lo examine un experto en antigüedades.
―De acuerdo señor ―respondió el policía. Recogió el libro y se marchó fuera de la cocina en dirección a la calle.
El sargento Pinedo se quedó mirando la escena. De nuevo palabras procedentes de un lugar incierto circularon por su mente. Algo le contaron y el agente consultó a aquellas voces:
―¿Ferdinand? ―preguntó―. ¿Atrapado? ¿Dónde?
Al cabo de los años, la locura acabaría por devorar la mente del sargento, al igual que sucedió con muchos otros que osaron husmear en los pasajes del al-Azif.
El caso de los asesinatos de la calle Oliva se cerró y archivó a los pocos días. Pero la fuente del mal no llegó a destruirse. Quedó resguardada en una vieja caja de cartón y el polvo y el olvido fueron enterrándolo con el paso de los años. Allí quedó el grimorio: en Madrid, en algún sótano donde permanecerían protegidos los archivos del antiguo Ministerio de Orden Público. En aquel lugar descansó el último ejemplar del al-Azif hasta un fatídico día del año 2013.
***
Era un lugar oscuro y abandonado, pero el ruido de una llave introduciéndose en una cerradura, ofreció aquel día los primeros sonidos del almacén tras un siglo de calma.
La puerta se abrió. La luz penetró, y algo de claridad iluminó a la vieja caja de cartón. El foco de una linterna atravesó potente la oscuridad, y un humano cruzó el umbral.
Jorge López del Olmo, becario de Patrimonio Nacional. ¿Su objetivo? Una tarea ardua: organizar los viejos archivos del antiguo Ministerio de Orden Público de la primera época de la dictadura del general Primo de Rivera.
El pobre diablo avanzó lentamente entre los montones de papeles y archivadores. Cruzó entre las estanterías de madera con un pañuelo húmedo en la boca. Una densa polvareda saturaba el aire y las telarañas se rompían rodeándolo a su paso.
Para Jorge, caminaba curioso entre los estantes sin ninguna meta concreta. Para el al-Azif, estaba siendo atraído irremediablemente hacia la locura y la muerte.
« Ven, Jorge ―le susurró al-Azif al oído―. Ven a mí».
Hola Maundevar. He empezado a ojear tú relato sin animo de leerlo, pues iba a echarme la siesta... y al final me has robado la siesta.
Me ha sorprendido gratametne el principio, no es habitual que unr relato empiece con un dialogo, cuando me he querido dar cuenta llevaba ya medio párrafo. Francamente engancha desde la primera frase. La estructura en varias escenas diferenciadas tambien me ha parecido interesante, puede distraer un poco pero permite dosificar muy bien la información, que pienso que es lo que pretendias. Y el final... lo del becario me ha hecho mucha gracia, es un toque muy actual.
Se supone que hay que sacar alguna "pega" en esto de las vivisecciones. Quiza el final de la segunda escena es muy brusco, te deja con la duda de si Ferdinand vuelve a la habitación de la chica o no, pero me parece un detalle menor
En realidad el unico "defecto" que le encuentro al relato es que... ¿Cómo explicarlo? El hecho de que al leer un libro el lector se vuelva loco me parece atrayente, pero esa caracteristica se le podria haber atribuido a otro libro prohibido, incluso a atro propio de los Mitos como El Culte des Goules o el Vermis Mysteriis... No sé, el Necronomicon es el libro prohibido por excelencia, uno espera un terror, unas consecuencias, más espectaculares, más sobrenaturales. Casi decepciona un poco...
Pero por el resto, repito, me ha gustado mucho. Enhorabuena.
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