Objetivo: La luna, y más allá
Ayer viví uno de esos momentos mágicos que nos brindan los cómics y que, bien mirados, nos dan muchas de las claves de su éxito y de su importancia.
Acabábamos de llegar a París, cansados y por la noche, y nos habíamos echado ya a la cama en casa de mis suegros. Como siempre, leíamos un poco antes de dormirnos, por aquello de relajarse uno de las tensiones del día antes (o para) conciliar el sueño. Côme, el llamado bebé 1, que tiene dos años y medio, hizo lo propio y se cogió lo que él llama un libro (no sin motivo, porque libros son al fin y al cabo). Se trataba, ni más ni menos, de “Objetivo: La luna”, de Hergé. La elección, todo hay que decirlo, venía mediatizada por dos elementos: el parecido del cohete de la portada con el spaceship one de Imaginarium que tiene y la proximidad del cómic a la cama.
A parte del hecho anecdótico de que sea uno de los cómics preferidos de mi padre, el que se pusiera a “leer” motu propio no tiene nada de extraordinario -de fuera de lo habitual, quiero decir-. Es un crío al que le gusta sentarse con un cuento tanto como ir gritando como un indio mientras corre por casa. De hecho, alguna vez incluso se ha ido a “leer” a su cama él solo, sin que le digamos nada, a pesar de que no le gusta demasiado el mueble en cuestión (prefiere la cama paterna, para nuestra desesperación). Por supuesto, con dos años no sabe leer... o quizás debería especificar “no sabe leer palabras”, porque si algo se puso de manifiesto ayer noche es que leer, lo que se dice leer, sí que leía.
En primer lugar, empezó el cómic por la primera página y fue avanzando a ritmo sostenido, pero pausado, hoja tras hoja, hacia el final. Es más, en cada una de las páginas iba siguiendo con la mirada las distintas viñetas, de izquierda a derecha y de arriba a abajo, es decir, en el orden natural concebido por el autor. Por si quedara duda alguna sobre si lo hacía de un modo mecánico, por imitación, o si realmente veía alguna sucesión de hechos, me fue comentando los momentos más destacables de la historia (“mira, el perro hace tonterías”, “suben la escalera”, “brum brum”, “el señor no va a hacer mal a los ositos”, etc.) sin que yo se lo pidiera.
Esto ya de por sí me tenía bastante impresionado -con el cansancio, supongo, me había dado cuenta de que el mecanismo de narración gráfica del cómic, efectivamente, estaba funcionando con alguien que no sabía leer, ni casi hablar-, pero todavía faltaba lo mejor. Viendo una onomatopeya (un “bang” o un “boum” o algo así, no lo recuerdo), la señaló y dijo “¡Pum!”, que no era estrictamente lo que ponía, pero sí algo que encajaba perfectamente con el dibujo de la viñeta y que forma parte de su vocabulario. Es decir, estableció una relación entre una “palabra” de su repertorio y un signo gráfico relativamente arbitrario.
Que Hergé es un magnífico narrador capaz de saltar fronteras y que los “tintines” son unas joyas dentro del género es algo que tengo claro desde hace mucho tiempo. No en vano, según cuenta la leyenda familiar, tanto yo como mis hermanos aprendimos así a leer. Pero lo de ayer, el ver tan claro, tan diáfano, que existe esa potencia narrativa que tiene un cómic bien hecho, me ha dado una nueva perspectiva de lo que ya sabía.
No debemos olvidarlo, no debemos perderlo de vista (y es el motivo último de esta reflexión, más incluso que presumir de lo buen “lector” que es ya mi chico): los cómics, quizás incluso más que los libros, son una puerta a la cultura de una importancia táctica insuperable. Más, a mi parecer, que una película, pues el cómic no sólo resulta intuitivo y fácil de entender, sino que capta al lector y, estableciendo una sutil complicidad, le implica en el propio proceso creativo e interpretativo de la historia. Como decía mi bebé 1: “el señor no va a hacer mal a los ositos”.
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