Infancia clandestina
Crítica de la película de Benjamín Ávila y Marcelo Müller
Por simplista que suene, me temo que puedo decir que no hago, por lo general, buenas migas con el cine argentino. Suele dejarme con la sensación de que se ha sacrificado la narración en aras de los actores, que los diálogos se les han ido de la mano hasta comerse demasiado metraje para nada y que, además, el 80% de la película iba destinada a hacer una oda a sí misma. Siempre. Por eso, cuando entré al cine a ver Infancia clandestina, movido por la curiosidad y atraído por lo que había visto en el tráiler, no pude evitar cierta desconfianza a pesar de la ristra de premios que ha ido cosechando. Por fortuna, si mis temores no eran infundados, sí eran vanos: salí encantado de la sala.
Infancia clandestina es argentina hasta la médula. Y además eso es algo, en esta caso, bueno y necesario. Por primera vez, este planteamiento me pareció no solo acertado, sino indispensable. Era el único modo de contarnos la historia que venían a contar.
Estamos ante una película en primera persona, en la que un adolescente arrastrado a un modo de vida desgarrador —sus padres, activistas decididos a derrocar la dictadura, han vuelto bajo identidades falsas a Argentina con sus hijos— va descubriendo la vida en un entorno que dista mucho de ser el ideal. En el filme, lo que importa es la mirada del niño que deviene hombre, y gracias a ella no hay inexactitudes que valgan. Ese, y no otro, es el mundo que ven sus ojos, el de unos padres entregados a una causa violenta, el de unas escuelas encorsetadas en el uniforme y la disciplina, el de unos ideales inculcados desde la cuna, el de un exilio en Cuba, el de hombres con los ojos cubiertos con vendas y escondites secretos. No hay juicios sumarios, sino sentimientos con los que se tantea la existencia.
El modo en el que Benjamín Ávila ha dirigido la película sabe sacar partido a este enfoque. La resolución de las escenas de acción, deudoras del noveno arte, o los momentos oníricos en los que la existencia termina de superar al protagonista, son una buena muestra de ello. No hay un discurso por parte del director, sino un deseo de transmitir una visión personal. Infancia clandestina es, sobre todo, subjetiva. Honesta y a pecho descubierto. Sumergirse en ella es participar, en cierto modo, de las vivencias del protagonista.
La película no es perfecta. Gran parte de su peso recae en los actores más jóvenes y la ambiciosa puesta en escena llega a forzarlos en exceso. Sin embargo, el resultado global es magnífico. Sabe aunar la recreación histórica, las emociones del despertar de la adolescencia sin ñoñerías, las contradicciones del ser humano, la misma grandeza de este aun en su imperfección, el humor y la tragedia. Lo hace con suavidad, sin dejar que se vean las costuras, con un ritmo envidiable y un gran sentido del tempo.
Después de haber visto tantas películas de argentinos pretendiendo mostrar cuán argentinos eran, al terminar Infancia clandestina tuve por primera vez la impresión de haber visto una historia que de verdad era suya, una historia que no tendría sentido sin sus “che”, su voseo, sus fiestas con pinta de guateque y su modo de relacionarse, entre pendenciero y seductor. Una historia en la que se mezclan con desesperación el orgullo de ser quienes son y el dolor que eso implica. Una historia de las que llegan al espectador.
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