Visita nocturna

Un relato de Patapalo sobre conspiraciones estatales

Detuvo el coche al lado del muro y apagó los faros. Sin decir nada, con la vista fija más allá del parabrisas, encendió un cigarrillo. El reflejo encarnado de la brasa le daba un aspecto siniestro, como si hubiera hecho aflorar una nota de demencia. Su compañero, con la voz algo trémula, le inquirió:

─Entonces, no bromeabas. Hablas totalmente en serio.

─Nunca he hablado más en serio en toda mi vida ─replicó exhalando una densa bocanada de humo─. Nunca.

Salieron del coche en silencio y fueron hasta el maletero. Allí, sobre una manta a cuadros manchada de barro seco, se encontraban las herramientas que iban a necesitar: una lámpara, unas pinzas para cortar metal, una pequeña azada y una videocámara. El copiloto, al verlas, flaqueó de nuevo. Pidió un cigarrillo y, mientras se lo encendía, intentó alargar la conversación iniciada en el interior del coche. No parecía tener muchas ganas de continuar con lo que estaban tramando, tal y como delataban las miradas furtivas que lanzaba al maletero y que parecían dirigidas a un cuerpo descuartizado. Rezumaban culpabilidad.

─¿Cómo puedes estar tan seguro? Esto es muy grave ─dijo vehemente, lanzando las palabras con dificultad, como si le pesase el simple hecho de pronunciarlas.

─Lo sé. Es por ello que estamos aquí. ¿Crees que hubiera venido a un sitio así, en plena noche, sólo para pasar el rato? ¿Tal vez para asustarte?

Su voz contenía un doloroso tono sarcástico. El aludido bajó la cabeza algo avergonzado, lo que no le impidió seguir con sus reparos.

─Estás totalmente decidido…

Algo irritado, el conductor lo tomó por los hombros y lo obligó a mirarle fijamente a los ojos. Una determinación absoluta, algo febril, brillaba en ellos.

─¿Cuándo has visto que el gobierno gaste dinero en algo que no se lo devuelva con creces? ¿Por qué te crees que existe algo así en un sistema capitalista? Piénsalo: no tiene sentido.

─Creo que tienes razón en que hay algo, pero no termina de cuadrarme ─protestó sin mucha convicción─. Las incineradoras, por ejemplo…

─Gastos de operación ─le interrumpió como si la respuesta fuese obvia─. ¿O vas a decirme que has visto arder otra cosa que cajas de madera?

─Cierto, en eso tienes razón. Pero, ¿no podría deberse todo a las epidemias? Igual estamos sacando las cosas de quicio.

─¿Qué epidemias? ─replicó el otro apartándolo autoritario para coger las cizallas─. No estamos hablando de control de enfermos, sino de control total. Hasta en los municipios pequeños han instalado nichos. ¿Sabes lo que eso significa?

El copiloto, tal vez porque no conocía la respuesta, tal vez por el horror de pronunciarla, no dijo nada y esperó callado mientras el otro cortaba la cadena de la puerta de entrada. El cigarrillo se consumía en sus labios.

─Fácil acceso ─completó el primero arrojando la herramienta sobre la manta. Después cogió la videocámara y se la dio a su acompañante. Le palmeó el hombro de un modo paternalista y le dedicó una sonrisa para inspirarle valor─. Prepárate para filmarlo todo. Yo me encargaré de picar.

Como si fuese su última oportunidad, el copiloto todavía protestó. Necesitaba encajar todas las piezas antes de embarcarse en una aventura de ese calibre.

─Pero, ¿para qué querrían ese acceso? ¿Para qué todo este tinglado?

─Industria agroalimentaria ─replicó el otro con un tono francamente siniestro. Frente a ellos, bajo la pálida luz de la luna, se extendía el camposanto.