Reseña de la novela de Darío Vilas publicada por Dolmen
En estos tiempos no abundan los buenos escritores. De hecho, conozco muy pocos buenos escritores y sí un montón de ellos que se creen mejores de lo que son. Es una realidad palpable: acudid a cualquier librería y comprobadlo con vuestros propios ojos y dinero. Como mucho encontraréis escritores correctos, que no arriesgan, que no inventan, en modo fotocopiadora. En la mayoría de los casos, sin embargo, los que firman serán gente que ha escrito, pero que me niego a denominar escritores. Le tengo demasiado respeto a esto, porque es mucho más que una profesión. No hablaré, sin embargo, de buenos o malos escritores. Hablaré de buenos lectores, porque aunque parezca mentira, abundan aún muchísimo menos que los buenos escritores. Puedo hacer memoria y contarlos con los dedos de una sola mano. ¿No me creéis? Pues entonces pasaos por cualquier página de reseñas: quizá encontréis una que merezca la pena de cada cinco o diez. Una que realmente le saque el jugo a la obra de la que es rémora y se alimenta. Una que no esté subyugada a amistades, enemistades, úlceras u onanismos varios.
No lo voy a negar, yo soy muy amigo de Darío. Pero al caso es lo mismo, pues no voy a escribir una de esas reseñas pelotas, ni tampoco una que ensalce las virtudes de Lantana: donde nace el instinto, la última obra de Vilas. No, lo que voy a intentar es una suerte de ensayo sobre el arte de no mentir y la astucia de no profundizar. No puedo decir que Lantana sea una obra mala o buena, porque cualquiera que ame el arte sabrá que el óleo, la carbonilla, el celuloide y todos sus hijastros y bastardillos nacieron un buen día en que reinaba el subjetivismo en el cielo y sus rayos cegaron cualquier posibilidad de verdad absoluta. No, no voy a ser maniqueo ni absolutista. Puedo decir, eso sí, que Lantana me llegó adentro cuando tuve el placer de leerla, y que volveré a emocionarme y sorprenderme (para bien o para mal) cuando vuelva a leerla ahora que ya está presentable en librerías. Porque se pueden decir muchas cosas sobre esta novela editada dentro de la línea Z de Dolmen, pero lo que tengo bien claro es que es una obra/traje, que sienta bien no por ser grande, pequeña, bonita o fea, sino porque es capaz de encontrar a quienes posean los hombros de su horma. Sienta bien a quienes comulguen con su propósito, con su naturaleza y con su verdad.
La primera mitad de la novela es un ensayo de soledad. Devastador. Real. Demasiado real, tanto que cualquiera que haya mantenido largas conversaciones bajo la lluvia de sus propios pensamientos tendrá que sentirse identificado con ella. Y aún me arriesgo más: cualquiera que la lea verá, sentirá y sufrirá/disfrutará de nuevas sensaciones según sea su estado de ánimo y su situación personal en ese momento de su vida. Ese es el auténtico valor de Lantana. Las novelas que me gustan (y no diré las buenas novelas) son las que tocan fibras interiores sin que sepa si ese cosquilleo me gusta o no. Las novelas resultonas, en cambio, son las que te han gustado sin atisbo de duda. Esas dejan un gustillo dulzón. Las primeras no se olvidan.
Si habéis llegado hasta aquí, entonces os haré una confesión de regalo: Darío os la ha metido doblada si estabais buscando una novela de acción. Tampoco es su culpa porque lo venía avisando. No, aquí la acción es novia del inmovilismo, del interiorismo en su más minimalista decoración. Pero no es una obra mentirosa, pues todo tiene un propósito. Acaban apareciendo zombis y subtramas que, reconozco, aisladas pueden parecer calzadas, pero no sufráis: todo tiene un propósito, y si bien cada obra es independiente de la anterior, el sentido último está ligado a su totalidad. De tal forma que al thriller que suponía Instinto de superviviente le ha seguido este ensayo humano y puede que humanista que es Lantana. Después vendrá una historia de acción épica para cerrar la trilogía. Es de locos, pues la coherencia de esta superestructura novelada no se puede juzgar por una sola de sus obras ni atiende a lógicas temáticas. Instinto Z, como trilogía, es y será una amalgama de la búsqueda de identidad de su propio autor, y como tal se puede considerar una obra iniciática, de autoexploración, libérrima e intensa a nivel emocional, pues en ella el autor se pone distintos abrigos por encima de su propia piel. Parece que viste extravagante, pero en realidad va desnudo. Cualquiera que quiera podrá verlo.
Los habrá, claro, que solo vean ausencia de zombis. El intelectual dirá que el zombi es el protagonista y lo demás es un contexto alegórico. El de músculo en el cerebro pensará que el tipo es un colgado y está preocupado por estupideces en mitad de un holocausto zombi. El listillo irrumpirá entonces y exclamará: todo es un tópico de género, el zombi como metáfora de la sociedad actual. Y yo me reiré de todo esto, porque siempre me han hecho gracia las disputas de contextos, las charlas intelectuales o la tendencia a lo más simple y lo más complejo. Lantana no está creada para una doble lectura. No es compleja, ni mucho menos simple. Es un disfraz. ¿Te resultas complejo cuando te levantas torcido una mañana y no sabes qué te ocurre? ¿Crees que eres al único al que le sucede eso? ¿Eres el culmen de la enrevesada obra magna de un dios inconforme? Qué va, eres como yo y como tantos otros. Eres solo una persona, y Darío ha creado en Lantana una persona, no un personaje. Como tal, me niego a juzgar Lantana como novela, con sus defectos y sus virtudes. Me niego a juzgarla porque no soy de juzgar a las personas, y en esta novela hay una persona que podría ser yo, el propio Darío o tú, lector, que estás leyendo esta reseña con las cejas arqueadas. Las personas no tienen dobles significados. Comen, cagan y piensan en estrellas. Lantana nos habla de eso mientras tira de la cadena.
Ignacio Cid
Ahora tengo todavía más ganas de leerme la novela. Estoy muy intrigado con esta novela de zombis sin zombis. A ver si de aperitivo me puedo poner por fin con Piezas desequilibradas...
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.