El fondo del espejo
Primer relato de La corona de llamas y huesos
Hay imágenes cuya naturaleza siniestra incita a evitar su contemplación. El horror crece cuando el propio artífice del reflejo es quién pretende rehuirlo.
El cuerpo del príncipe heredero colgaba de la torre del homenaje como una macabra bandera, como una marioneta abandonada a su suerte por el titiritero. El brujo, señor de todas las tierras que la vista alcanzaba a contemplar, perdía sus horas mirando absorto el siniestro pendón. A su alrededor, la nueva corte de engendros se humillaba buscando su favor, su atención extraviada. Sin embargo, es temerario pretender el interés de los dioses; y peor todavía el de aquellos que, a pesar de su condición más humilde, pretenden ser juzgados como tales.
—Dejadme, majestad —imploraba la voz de ultratumba del despojo— que os entone una épica balada, la de aquel trovador que encerrado en el peor de los infiernos no quiere dejar morir su arte pero detesta verlo contaminado por sus carceleros.
La caterva de bestias sanguinarias que rodeaban aquel cadáver privado de reposo estalló en un pandemonio de chillidos y porcinas carcajadas. Su pretérita condición de cortesanos del rey de aquel castillo hacía todavía más grotesca su mutación. Con cierto asco, el brujo volvió la mirada hacia el interior de la estancia y, al ver el color azulado de la piel del bardo, no pudo evitar una curiosa mezcla de simpatía y repugnancia. Aquel hombre, muerto antes de la caída del reino, había quedado reducido a la grotesca condición del que vive cuando ya ha muerto, pero a pesar de ello, gracias a la fidelidad a su arte, conservaba una dignidad que los cortesanos distaban mucho de tener, e incluso de comprender.
Tal vez todo se redujese a eso, reflexionó. A la lealtad al camino elegido. El suyo era ya demasiado largo, demasiado tortuoso, demasiado oscuro. La corona de llamas y huesos estaba al alcance de su mano. Y era precisamente en ese momento en el que empezaba a dudar de la conveniencia de aquella búsqueda. Sabía, no obstante, que mil puñales que por él habían matado no dudarían en clavarse en su propia espalda cuando mostrase un momento de debilidad. Sí, la lealtad a la imagen construida, al reflejo de la propia alma. A la existencia.
—Torturadle —ordenó sin alzar la voz. El gesto autoritario de su mano no permitía réplica—. Nuestro bardo todavía no alcanza los registros necesarios para divertir en nuestra corte. Dadle más dolor, enriqueced con él su sangre.
Los rostros bestiales de los cortesanos se deformaron en una mueca de satisfacción anticipada. Como una manada de lobos enloquecidos, saltaron sobre el pobre ser que a los pies del brujo sollozaba, no de miedo, sino de rabia. Con escandalosa satisfacción lo sacaron a empujones de la sala, dejando a su nuevo soberano solo con sus guardias.
El brujo volvió su mirada hacia el heredero al trono, hacia su cadáver oscilante bajo la luz incierta del anochecer. El tiempo dejó de tener sentido de nuevo y a la vez, en aquel vacío momentáneo, adquirió una importancia absoluta. Faltaba poco para que sus demonios personales avistasen la corona de llamas y huesos en el fondo de las mazmorras. Muchos siglos había permanecido olvidada en aquellas profundidades; pero no los suficientes.
—Amo —la voz cavernosa del más fiel de sus servidores lo sacó de sus ensoñaciones—, los señores de la guerra quieren postrar a vuestros pies el fruto del saqueo.
Aquellas correosas criaturas, oscuras como las noches asesinas, terribles en su mirada bermeja, se retorcieron serviles, atemorizadas, cuando el brujo volvió la vista hacia la sala. Por mucha locura que bebiesen con la sangre derramada, jamás conseguirían sacarse el yugo de su servidumbre. Su amo lo sabía, pero conocía también la importancia de los rituales.
Mayestático, paseó la mirada por los presentes puestos a sus pies: armas melladas, armaduras desgarradas, monedas de oro y joyas esparcidas por el suelo, pergaminos con las vanidades de este mundo y de los otros amortajados en su amarillenta piel, vidas y vidas de orfebres talladas en ricos materiales, huesos de los soldados muertos todavía rojos de carne sajada y sangre fresca; todas las vanidades del mundo rindiéndole pleitesía.
Él era el horror y la muerte. Él era el poder que se alzaba sobre el poder y humillaba las coronas. Él era el peregrino en busca de la corona de llamas y huesos.
Sus ojos se detuvieron entonces en la superficie bruñida de un escudo de plata. Y el horror se dibujó en su rostro.
Sus ojos desorbitados se encendieron con una luz demoníaca y de sus manos crispadas saltaron ígneos arcos que fulminaron a sus señores de la guerra. Estos se postraron, sin intentar la huida, para sufrir su castigo humillados. La voz de su amo atronaba sobre sus agonizantes cuerpos.
—¡Prohibidos quedaron los espejos! ¡Desterrados de todos mis reinos! En el infierno os lo recuerden vuestros tormentos, estúpidas criaturas de carne y sangre.
Agotado tras el esfuerzo que le suponía convocar las llamas, el brujo se desplomó sobre el trono y en él quedó postrado, sumido en el silencio y la oscuridad. El olor a carne quemada inundaba sus fosas nasales y le recordaba que el tiempo se terminaba, pero no quería alzarse todavía. La búsqueda debía finalizarse, pero quizá pudiera salvaguardarse de aquellos espejos.
De pronto, sin que su guardia hubiera podido preverlo, el brujo estallo en dementes carcajadas. Se levantó de su asiento y caminó con paso ligero hasta las montañas de cadáveres calcinados que otrora fueran sus señores de la guerra. Sin cesar en su risa, tomó el escudo bruñido y, limpiando la superficie con su propia mano, se contempló con demente delectación en él. Y las carcajadas aumentaron.
Los engendros que lo circundaban se fueron relajando y, poco a poco, se unieron al aparente regocijo de su amo. Que no lo comprendiesen no era óbice para participar de su alegría, de su alivio. Y aunque el sentido de las lágrimas que resbalaban por su rostro fuera tan opaco a sus mentes como lo era su lobuna sonrisa, no dudaron en lanzarse sobre sus antiguos señores para devorar sus restos todavía calientes en orgiástica celebración de la ira aplacada.
El brujo, ignorando aquel espectáculo repugnante, depositó con cuidado el escudo sobre su trono y se contempló una vez más en él. Sin apartar la mirada un instante, ordenó a su más fiel servidor acercarse a su lado.
—Serás rey en mi ausencia, mi escabel —se pronunció recuperando su habitual tono de voz, aquel helador susurro—, y cuidarás del descendiente del rey. Nada le ocurrirá a ese niño, que ha de crecer en el seno de tu corte. Ahora beberás mi sangre una vez más, pues de ella naciste, mi peor pesadilla, mi mejor servidor.
La criatura sonrió cruelmente antes de postrarse a los pies de su amo, ansioso por el vital líquido. A sus espaldas el escándalo del obsceno banquete crecía, pero el brujo ya no podía escucharlo. Sus sentidos estaban más allá.
La búsqueda se aproximaba a su fin. La corona de llamas y huesos aguardaba su llegada.
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