De haberlo querido, hubiera sido el rey del mismísimo averno. Era temerario y despiadado. Curioso y metódico. Experimentaba con víctimas que recopilaba en los lugares más variopintos. Su lema principal era: “Si se puede imaginar se puede hacer”.
Creció entre familiares lejanos, demasiado ocupados en sus negocios, que buscaban cualquier excusa para desentenderse de él, al descubrir que el único heredero de la inmensa fortuna de sus padres (fallecidos en trágicas circunstancias) era él. Su preparación académica pasó de mano en mano. Tal vez, por eso sus profesores no daban importancia a sus extravagancias y aludían invariablemente a la dura experiencia que había vivido. Eso sí, todos destacaban la aguda inteligencia que se le adivinaba.
A duras penas acabó la enseñanza obligatoria. De hecho es probable que no lo hiciera. Puede que incluso el culpable del incendio que asoló su último colegio fuese él, pero no hubo pruebas.
Sus juegos macabros se iniciaron a edad temprana. Al principio con insectos. Más adelante con animales a los que hacía sufrir para dotarles de nuevos sentidos o aspecto. Jugaba a crear nuevas criaturas que ineludiblemente morirían. Odiaba todo tipo de música. Su discoteca particular contaba únicamente con los mil y un discos, en todos los formatos, de los alaridos de sus víctimas. El colmo del paroxismo para él era escuchar unos casetes de cuarenta y cinco interminables minutos con el suplicio de su primera víctima oficial en su enfermiza colección: una mujer indigente a la que violó durante meses y a la que sometió a todo tipo de vejaciones. Cada viernes le amputó un dedo de la mano, siguiendo por los de los pies, pero también se agotaron y retocó las mutiladas manos en la trituradora. Luego forzaba a comer el resultado a la torturada mujer. Por fortuna para ella, la locura ya se alojaba en su cabeza a raíz de lo vivido (él se entretenía leyéndole los pasajes y anotaciones de sus inusitados cuadernos de bitácora) y no era consciente de su infortunio. Por último le amputó la lengua, pero como no gritaba cuando la forzaba sexualmente, decepcionado optó por enterrar vivo lo poco que quedaba de ella.
Su única compañía durante décadas fueron los animales que malvivían hacinados en medio de excrementos, orines, ratas y moscas junto a restos de comida, haciendo irrespirable aquel sótano. Sin embargo, sorprendentemente… tuvo a los siete años un amigo, hijo de un matrimonio vecino. El amigo, un pobre pelele, de aspecto débil y enfermizo, tan solitario como él… apareció muerto en el lago del pueblo, el mismo día que su familia de acogida entregaba el relevo a otros parientes. Hay quienes piensan que esas tres muertes influyeron en su carácter. Otros piensan que era el engendro del mal antes de aquello. Algún ingenuo le califica de demente, de desarraigado. Otros aducen a algún tipo de ritual satánico en sus costumbres. Yo, en cambio, opino que nació pensando que podría ser dios y murió creyendo que lo había conseguido.
Muy gore, excesivamente macabro para mi gusto. Confieso que me gustan más las atmósferas que las barbaridades. En cualquier caso, el relato es sólido y está bien hilado, y la frase de cierre -así como algunos momentos intermedios- es muy buena. Un buen trabajo. Desagradable, que bien realizado.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.