Un relato de FAGLAND para Empresas
Es muy fácil decir que tengo lo que merezco, pero nadie sabe lo que tuve que aguantar a ese mamón. Sí, puede que yo sea algo impulsivo y rencoroso, pero al menos se aceptarme a mí mismo y no voy por la vida como si fuera un santurrón.
Lo que más me enerva de todo lo que ha pasado es imaginar lo que dirá toda esa gente que conocí de pequeño y que fruncía el ceño cada vez que me miraba. Desde los profesores de colegio, que me tenían por un caso perdido, a las madres que prohibían a sus hijos salir conmigo; todos ellos merecen pudrirse en el infierno.
De hecho, la única persona que conozco que salvaría de la quema es a Sonia. Ella me visita todos los días y trata de comprenderme, aunque la pobre jamás llegará a diagnosticarme enfermedad alguna porque yo no estoy loco, sólo me gusta jugar fuerte.
Pero dejadme contaros mi historia como es debido, de principio a fin, y luego podréis escoger mi bando o el de toda esa gente que me trata como a un monstruo sin sentimientos.
El primer punto de mi relato puede ser el día en que dejé el colegio, o más bien me echaron con una carta dirigida a mis padres y una palmada en la espalda. Mi madre se mostró comprensiva, pues creía que mi único defecto era un déficit de atención que la edad podía curar. Mi padre, sin embargo, me trató de subnormal para arriba y me dio unos buenos latigazos con su cinturón. Aún recuerdo los lloros de mi madre ante cada golpe, y el chasquido y las heridas en mi espalda producidas por aquella maldita hebilla de oro.
“Si no vales para estudiar, tendrás que trabajar- me dijo el gordo chiflado que me había concebido muy a su pesar, como no dudaba en confesarme. Así que pasé la adolescencia en trabajos basura que no iban a ninguna parte: buzoneé un montón de propaganda sin sentido, repuse botes en un supermercado y hasta conseguí cubrir una baja maternal de una barrendera.
Con este currículum y un padre borracho e intolerante podréis intuir que la vida era un sendero de apatía; no tenía verdaderos amigos y aquellos con los que me juntaba me toleraban porque no les quedaba más remedio, o así lo veía yo.
Recuerdo que en el colegio nos decían que todos tenemos alguna cualidad, una destreza que nos haría hombres de provecho; pues bien, yo tenía una, y eran las bromas. Me encantaba gastar todo tipo de bromas a la gente, desde tirar petardos por donde pasaban las viejas a meter bichos muertos en los bolsillos de las chicas; todo valía para provocarme una sonora carcajada.
Bueno, puede que mis profesores tuvieran razón, porque acabé entrando en la empresa Broma y Chanza S.A. con dieciocho veranos recién cumplidos. Había redactado una petición de empleo que recopilaba todas las bromas que conocía y había practicado, y a mi futuro jefe debió parecerle brillante, porque me ofreció un contrato de mileurista que era mucho más de lo que yo había tenido hasta entonces. Un trabajo estable de ocho horas sonaba estupendamente y era el primer paso para dejar la casa de mis padres.
La fábrica de Broma y Chanza era gigantesca y yo iba a ser la mano derecha de uno de los jefes. Éste era un cuarentón que siempre lucía barba de dos días y que se enfundaba en traje y corbata, un hombre serio que irónicamente se ganaba la vida inventando bromas.
Los primeros días, mi trabajo en la empresa se limitaba a llevar los recados y organizar el almacén y las herramientas. Me desenvolvía bastante bien con el resto de trabajadores, pero comencé a coger aversión por mi jefe pasadas unas pocas semanas.
No es que me importara que ningunease todas mis sugerencias, o que me fastidiara tener que quedarme hasta bien tarde para recoger los desaguisados que montaba creando los futuros artículos de broma. No, lo que realmente me sacaba de quicio era su aura de superioridad y el hecho de que me convirtiera en el sufridor de cada broma pesada que se le ocurría.
Todo lo aguantaba porque allí ganaba un buen dinero, tanto que sumado a la ayuda del gobierno me permitió alquilar un piso con diecinueve años. Vivir solo me hizo ganar confianza en mí mismo, ni siquiera se me hizo duro tener que afanarme en las tareas de casa; lo que fuera con tal de alejarme de la cara de cerdo de mi padre, mal rayo le parta.
Bueno, cumplido el primer año de trabajo comencé a cansarme de mi estúpido jefe y sus bromas: un día me regalaba chicles llenos de tierra y otro me chamuscaba las cejas con su encendedor de llama gigante. Cada vez era más cruel conmigo, pues descargaba toda la ira que le producían los artefactos desestimados usándolos contra mí, y yo iba acumulando resentimiento como una de esas probetas de experimento: pueden caer cien gotas sin que se desencadene proceso alguno, pero la ciento uno resulta ser demasiado.
En mi caso, la gota que colmó el vaso llegó el día que contrató a un joven para que me atacara con un cuchillo de broma; yo grité espantado creyendo que era un ladrón y cuando su hoja pareció alcanzar mi yugular estuve a punto de mearme encima. Entonces saltó el chorro de tomate de la punta del arma y mi jefe entró soltando sonoras carcajadas. Humillado, llegué a la conclusión de que había que tomar represalias.
La idea para mi gran broma surgió un día en que mi jefe estaba ensamblando una de sus ratas de plástico a pilas. Uno de los cables soltó un chispazo y el idiota profirió un sonoro exabrupto como si hubiera sido alcanzado por un rayo.
Ahí tenía mi broma. Al día siguiente la llevé a cabo. Ni corto ni perezoso empalmé dos cables a los plomos y los pegué a un guante aislante. Me senté en mí puesto de trabajo y esperé pacientemente a que mi jefe ocupara el suyo.
Con todo el disimulo y la sangre fría que me caracterizaban, felicité a mi bigotudo jefe por la creación del día anterior y extendí la mano enguantada. Él no estaba demasiado atento a lo que yo hacía y respondió al apretón mecánicamente.
Y entonces ocurrió lo incomprensible: su mano se aferró a la mía con fuerza y el pobre diablo soltó un grito agónico y terrible que debió resonar por toda la fábrica. Vi como sus pupilas se dilataban y el pelo de su bigote se erizaba mientras una peste a carne quemada invadía mis fosas nasales. No sé si fue el susto o la mórbida satisfacción de la broma bien hecha lo que me hizo mantener el apretón, incluso aumentarlo, mientras aquel hombre trataba de liberarse y sufría dos terribles espasmos antes de caer al suelo con un último estertor sibilante.
Al ver su cadáver allí tirado sentí una extraña satisfacción, me sentía importante, realizado por aquel acto que todo el Mundo calificó de inhumano y aberrante.
Me cayeron diez años de prisión por homicidio imprudente, ya que se pudo demostrar que los plomos no cumplían la legislación y que en condiciones normales mi broma no habría resultado mortal.
Llevo tres años en chirona y aún recuerdo aquellos ojos salidos de sus órbitas y el hilillo de sangre de sus labios y me estremezco de placer. La psicóloga, Sonia, está empeñada en llamarme enfermo, pero a mí entender lo único que he mostrado es una excesiva pasión por el humor negro.
Buen, pues ahora tú también sabes mi historia, querido lector, y a mí me gustará saber cuál es tu veredicto. ¿Fue mi acto tan terrible? Piensa bien lo que dices porque, si me enfadas, puede que responda con una broma macabra.
Me ha parecido un buen relato, bien escrito y con sus buenas dosis de humor negro, así que te confirmo que me ha gustado, aunque tiene algunos errores ortográficos como la tilde de mi en "a mi entender" y alguna cosilla más, pero tampoco cantan mucho. Pues eso, que es bueno.
Hola, me llamo Íñigo Montoya, tú mataste a mi padre, prepárate a morir.
Retrogaming: http://retrogamming.blogspot.com/