Un relato de Tokrand para Día de difuntos
La noche llegaba fresca y apacible, tan sólo un ligero viento hacía zozobrar los árboles que circundaban el lago, dibujando sobre la superficie de sus aguas efímeras ondas que, inquietas, se apresuraban a huir de la orilla hasta desaparecer entre las sombras que el velo ennegrecido de las horas postreras levantaba sobre el bosque. Una luna menguante y cautivadora, semioculta entre los abetos, se dejaba ver con luz fantasmagórica y apagada al leve movimiento de las ramas para arrojar un atisbo de luminosidad sobre el páramo en silencio. Su halo caía despacio como un enigmático vaivén de luces y sombras, y su mortecina vida penetraba en las pupilas de una niña que se encontraba a orillas del lago, tan calma y armoniosa como la noche misma.
La pequeña Laura, que tenía ya siete años, acunaba entre sus brazos a su gato Canuflo, un felino color azabache con unos profundos iris ambarinos desde los que contemplaba a la niña con la tranquilidad y la dulzura de aquel que se siente protegido por una mano amiga. Mientras tanto, Laura hundía la mirada en el núcleo de las aguas tratando de desentrañar una respuesta oculta que talvez se deslizara hasta su conciencia arropada por aquella atmósfera conciliadora. Tal vez, dejando fluir su pensamiento en el espacio, las musas que habitan los sosegados rincones fondearan los abismos de su percepción hasta hilar una realidad justificada que se le mostrase dentro la inverosimilitud de todos los acontecimientos de los últimos días para ayudarla a comprender. Siempre que había algo que la consternaba o la inquietaba, la noche junto al lago, bajo el cielo protector, le mostraba un camino diferente para afrontar sus pequeñas desavenencias y hacerla sentir mejor. Pero en esta noche en especial, parecían no llegar las ideas a su cabeza, parecía su mente vagar descalza por los ignotos páramos del subconsciente sin saber siquiera por dónde empezar. Los últimos días habían sido realmente agotadores, y la incomprensión de todas las cosas que estaban pasando la abrumaba y la sobrecogía. ¿Y si nada volviera a ser como antes? Es cierto que los niños, cuando sienten que algo está mal, tienden a exagerar en desmedida la realidad que les abarca, y su mundo cambia por completo, la culpa de que esto sea así la tienen en ocasiones los adultos, que para no preocuparlos con motivos que creen que no pueden entender, les ocultan la verdad, y esto despierta de una forma tenebrosa su imaginación, pues ellos dan consistencia a las más aciagas ideas en su cabeza por no comprender lo que ocurre.
Su madre, antes siempre con una sonrisa en los labios para ella, parecía no notar su presencia cuando trataba de llamar su atención; demacrado su rostro por las continuas noches en vela, dando vueltas en la cama como un espíritu que no halla la anhelada paz. Su padre, apenas aparecía por casa, y cuando lo hacía apenas hablaba con nadie, absorto como se encontraba en sus propios asuntos, o pasaba las horas del alba durmiendo como si no lo hubiese hecho durante siglos. Siempre había sido un hombre fuerte, vigoroso y tenaz; capaz de hacer caer el abeto más grueso con un par de golpes de su hacha, acarrear docenas de sacos de leña a casa para prevenir el frío invierno y aun así, después de una dura jornada, jugar con ella hasta caer rendido; sin embargo, ahora parecía desnutrido y enfermizo. Era como si llevase días sin comer, sin descansar, se encontraba pálido y macilento, su rostro parecía enflaquecer por momentos, y su cuerpo ágil y enérgico menguaba cada día. Hacía semanas que no la cogía en brazos ni la llevaba de la mano a pasear por el bosque para explicarle los secretos que guardan los animales y las plantas que lo pueblan. Hacía al menos un mes que no habían ido juntos a coger las bayas con las que luego su madre le preparaba las deliciosas tartas que a ella tanto le gustaba devorar. Laura no podía comprender lo que le estaba pasando.
Y su abuela, siempre en su mecedora, rezando el rosario junto al fuego hasta que se quedaba dormida. Sin embargo, era la única que de vez en cuando parecía hablar con ella, aunque sus conversaciones eran extrañas, pues la abuela cambiaba de un tema a otro sin responder a lo que la niña preguntaba, como si más que mantener una conversación, repitiese en voz alta sus propias turbaciones y pensamientos; y cuando parecía que había tenido suficiente, volvía a abstraerse en sus rezos, y desatendía sus palabras. Laura se preguntaba si de verdad la escuchaba.
El único que no la dejaba en ningún momento era Canuflo, siempre fiel a ella la acompañaba a cualquier lugar; y en las profundidades del bosque, o en su habitación, lloraba ella y dejaba que la pena saliese de muy adentro mientras apretaba cariñosamente el cuerpecito del gato contra su pecho. Sólo quería que esto acabase, que todo volviese a la normalidad.
De pronto, ensimismada como se encontraba debatiendo todos estos pensamientos en su cabeza, algo en la profundidad del bosque llamó su atención. Un movimiento incandescente que podía adivinarse en la cerrazón y que dibujaba inciertas formas en torno a ella, apareciendo y desapareciendo de la vista con un leve contoneo que despertó su curiosidad. Animada por la atracción, y decidida a descubrir la naturaleza de tan extraña entidad, la niña se evadió de todos los pensamientos que la abrumaban y se levantó con prudencia para no hacer ningún ruido. El movimiento desperezó a Canuflo que se debatía entre la realidad y la ponzoñosa gravedad del sueño. Tras un bostezo, el felino saltó desde las faldas de la niña para acompañarla en su aventura sin saber muy bien qué estaba ocurriendo. Con el mayor sigilo posible entre la espesura del bosque lleno de ramas y hojarascas, la niña se fue acercando hasta aquella misteriosa luz que parecía atraerla de forma irrevocable hacia su seno. Canuflo, en ocasiones enrollándose entre sus pies, la seguía devoto y curioso por conocer los vericuetos del lugar al que su dueña le guiaba. La luz seguía una dirección inequívoca y recta, sin duda alguna quienquiera que portase la flameante llama sabía bien a dónde se dirigía, y tras esa persona podía distinguir las siluetas de al menos siete personas más que caminaban por paso precavido, pero firme hacia algún emplazamiento desconocido. Laura decidió acercarse un poco más, y tomando la dirección que seguía la macabra comitiva, se adelantó en el camino para esperarlos a su paso unos metros más allá. Canuflo dudó por un momento, olisqueaba el aire a su alrededor y miraba hacia ambos lados con recelo como si un ente invisible se cerniese sobre ellos, Laura. pareció notar también aquella presencia y, aunque el miedo acudió a su corazón, la curiosidad era más grande que su precaución. Volvió a emprender la marcha, y esta vez sí, como ahuyentado por algo, Canuflo corrió hasta alcanzarla. Llegaron así hasta un inhóspito sendero que atravesaba el bosque entre los árboles. Por más que había recorrido hasta los más recónditos recovecos de aquellas brozas, Laura no recordaba haber visto jamás esa travesía. Parecía como si una zarpa colosal e ilusoria lo hubiese trazado a conciencia en un santiamén, pues daba la sensación de que un halo fantasmagórico lo cubriese del uno al otro costado, y observándolo a lo largo, en la distancia, parecía desvanecerse como niebla sacudida por el viento. Se apostaron entre la maleza, pegados a un flanco del camino, y pacientes aguardaron bajo la luna menguante que ahora sí podían ver en todo su esplendor, su imagen más grande y fulgurante de lo que fuera antes. No corría viento alguno, y parecía no haber vida en la frondosidad del bosque más que la suya propia, pero pronto la tenue luz comenzó a acercarse, y oyeron el ligero murmullo que la acompañaba. La voces que emitían parecían irreales, gruñidos más que sonidos articulados y concordantes. Se acercaban, y conforme lo hacían, el bosque parecía ceñirse sobre ellos. Los altos abetos ondeaban cerrándose sobre el camino a pesar de que Laura seguía sin sentir el más mínimo golpe de viento, y parecía el bosque engullirse a sí mismo de una forma irreal. La niña sintió un fuerte roce en su pierna, Canuflo estaba inquieto, muy inquieto, y comenzó a dar vueltas en círculo como si persiguiera algo, luego se estuvo quieto de repente, y clavó su mirada en algún lugar en el espacio por encima de ellos, como si observara algo con mucha atención. Laura siguió la dirección de su mirada, ella no podía distinguir nada, sin embargo Canuflo mantenía la mirada sobre el mismo punto entre las ramas del árbol justo sobre ellos, inmutable, vigilando con sus iris ambarinos lo que quiera que fuese que había allí. La atmósfera comenzó entonces a llenarse con un inconfundible olor a cera quemada.
La intensidad del murmullo fue en aumento, la comitiva ya casi había alcanzado el punto del sendero donde ellos se encontraban. La pequeña podía distinguir ahora las formas que la componían, y lo que veía era algo sobrecogedor. A su frente, un individuo marcaba el ritmo del cortejo, ataviado con una túnica blanca portaba sobre su famélica mano derecha una cruz de madera de un color pardo y negruzco, su rostro se ocultaba siniestro bajo una capucha del mismo color níveo que la túnica, pero la débil luz que la luna arrojaba sobre él delataba las facciones de un mentón familiar. Bajo esa misma luz, la túnica parecía cobrar una vida agonizante y tibia, y sobre su pecho resplandecían unos bordados de color dorado y argento que resaltaban sobre un fondo violáceo profundo. Su paso era lento y artero, pero inquebrantable. El insólito individuo, iba flanqueado a su derecha por una vieja de largos cabellos canosos y enmarañados, la palidez caduca de su rostro sugería el agotamiento con que la muerte arraiga en los corazones de aquellos que han vivido y sufrido durante largos años, y sobre sus pliegos se profetizaba un incipiente castigo que pronto daría paso a la vida eterna. Su túnica era de un color difícil de definir, negro como las entrañas del diablo, con los destellos rojizos y enlutados que se muestran en el aciago crepúsculo vespertino, y que parecen hablarnos de un mundo que se extiende mucho más allá de nuestra vida y nuestro entendimiento. A la izquierda del primero, otra figura que por su paso daba la sensación de agotada y a punto de desplomarse, pero que caminaba inexorable. Su rostro también se hallaba oculto por una capucha parda que caía sobre su semblante sin dejar entrever facción alguna, mas quizá fuese la muerte misma, pues sobre su escuálida mano tendida, parecía portar una leve llama que ardiera sin artificio alguno, como si la misma brotase de su propia carne. Era ésta la luz que Laura había visto desde la lejanía, ahora deseaba no haber ido a su encuentro. No haberse acercado a aquel fúnebre peregrinaje.
Tras éstos que la encabezaban, iban al menos otras diez personas, cada cual ataviado con las más variadas prendas; casi todos ellos daban la sensación de ser, o haber sido gente pobre, pues sus ropas se encontraban hechas jirones, rasgadas hasta la última costura, remendadas y zurcidas con desdén. Algunos de ellos vestían sandalias con las que proteger sus pies de los guijarros del camino, otros sin embargo iban completamente descalzos o llevaban viejas vendas liadas hasta los tobillos. Parecían rezar, o gruñir un dolor ininteligible al viento, que ahora sí había hecho su aparición, y era frío como Laura nunca lo había sentido antes. Todos ellos mantenían la misma distancia entre sí, como si cada uno de sus pasos y su rumbo ya hubiesen sido definidos. Pero, a pesar de dar la sensación de saber a dónde se dirigían, ninguno de ellos parecía mirar hacia delante, como si no tuviesen ansía alguna por llegar ese lugar.
La niña sintió un retemblido a sus pies al tiempo que el grueso de la comparsa pasaba justo por su lado, y del sobresalto soltó un pequeño alarido. Canuflo había dado un respingo, y con un maullido sepulcral, espantado por algún ente diabólico, brincó justo antes de que la pequeña pudiese alcanzarlo, y se embutió entre las sombras que dominaban la profundidad del bosque.
De repente, una punzada de frío helado pareció atravesar su brazo izquierdo, y al volverse sintió un pánico atroz al ver que uno de los miembros de la macabra procesión, habiéndose percatado de su presencia, había saltado sobre ella asiéndole el brazo con una fuerza descomunal. Su rostro era el de una vieja, que se acercaba a ella atisbándola desde el fondo de sus ojos azul grisáceos, unos ojos errantes que le inferían la sensación de que la vieja podía sentirla más que verla, pues parecía su color el color de los ojos ciegos y sin vida que adquieren los ancianos después de muchos años. La niña trató de zafarse, pero la vieja la asía aún con mayor fuerza con sus manos lechosas, arrugadas y llenas de puyas, hasta que tirando de ella la sacó de su escondite entre las zarzas para unirla a la comitiva.
La arrastró hasta el corazón de la misma, y con una benevolente mirada, la invitó a ocupar su lugar junto al resto. Laura, asustada y a punto de gritar, escudriñaba a su alrededor tratando de encontrar un resquicio por el que escapar entre la masa de peregrinos. La mirada de uno de uno de ellos atrapó la suya en su periplo. Era un hombre joven, de unos treinta años, su cabello era negro y unas largas barbas cubrían su semblante, pero resplandecía ésta nacarada como si miles de diminutos copos de nieve hubiesen caído y arraigado sobre ella. Sus ojos eran de un color marrón verdoso, pero una aureola de rojo fuego nimbaba sus pupilas de una forma completamente aterradora, a pesar de que su mirada era ciertamente compasiva. Cuando Laura, completamente excitada por la situación estaba ya a punto de echar a correr, sintió una mano sobre sus cabellos que, más que perturbarla y hacerla gritar de miedo, pareció infundirle una calma inexplicable. Levantó la vista, y observó que la misma vieja que la había forzado a sumarse al grupo, la contemplaba desde el fondo de sus ojos vacíos con gran empatía. Acarició su melena una vez más, y una leve sonrisa asomó a su rostro, la niña se sintió mejor, parecía que no había nada malo dentro de ella, al contrario, diría que intentaba protegerla. Entonces, la vieja alargó su otra mano para tenderle a la niña una vela de color violeta; era gruesa y pesada, así que Laura hubo de sostenerla con ambas manos, y de repente, como por arte de magia, se encendió una chispa de la que brotó una leve llama, que fue adquiriendo intensidad gradualmente hasta brillar por encima de la espesa negrura de la noche. La vieja volvió a acariciar el pelo de la niña, y como animándola a seguir adelante le transmitió sosiego con un gesto de bondad, y luego volvió a fijar su mirada en ninguna parte.
Caminaron un buen trecho, y Laura, aunque más tranquila ahora, y dejándose llevar, miraba hacia todos lados tratando de descubrir cual era naturaleza de lo enigmático que había en todo aquello. Observaba a cada uno de los peregrinos, de los cuales no podría haber dicho si se encontraban totalmente abstraídos, o concentrados en un pensamiento muy profundo que les hacía parecer tan ajenos a la realidad. Nadie, sin embargo, se fijaba en ella. Sólo la vieja, y aquel hombre joven que ya no había vuelto a mirarla desde la primera vez. Se preguntaba quienes serían y a dónde se dirigían, pues su marcha parecía no tener fin. No supo durante cuanto tiempo estuvo caminando, todo era tan irreal como los sueños que recordaba al despertar repentinamente en su confortable cama por culpa de un trueno de tormenta o porque Canuflo había trepado algún objeto de su mesilla de noche mientras jugaba entre las sombras o perseguía algún ratón imaginario. Canuflo, dónde estaría, su gato había escapado justo antes de que ella hubiese sido atrapada y ahora debía hallarse muy lejos, agazapado entre las sombras, junto al lago, o tal vez había regresado a casa y la esperaría tendido en su cama. Se sentiría mucho mejor si estuviese junto a ella, se sentía muy sola entre tanto extraño, en una situación tan turbadora, necesitaba a su amigo para que le hiciese compañía. Trataba de imaginarlo entre las sombras que flanqueaban el camino, en ocasiones le parecía adivinar formas movedizas entre las zarzas o caminando sobre las peñas, y movía su vela para alumbrar en su dirección, pero para cuando lo hacía, la sombra ya se había ido. Canuflo era muy listo, y muy hábil, si estaba ahí se aseguraría de que nadie percibiese su presencia, ni aún ella. Talvez la estuviese acompañando para protegerla.
Caminaron durante largo rato, hasta que la pequeña sintió que se encontraba en un lugar familiar. A pesar de la inmensa negrura a su alrededor le parecía reconocer el páramo. Observó los sauces llorones a ambos lados del camino, y los montículos de piedra caliza que se apostaban de manera intermitente cada ciertos metros y resplandecían al paso de las velas, y por fin una enorme cruz que hizo saltar la respuesta a su memoria. Recordaba aquellos sauces, pues no se encontraban en ningún otro lugar en la villa, y su abuela le había dicho que lloraban por aquellos que se habían ido; y recordaba también los montículos de piedra porque su padre le había dicho que la piedra caliza brillaba por efecto de la luz lunar, y así decía la leyenda que si en la noche de todos los santos, cuando las almas de los muertos dejan sus tumbas para salir a pasear, alguno, buscando el camino hasta su hogar para volver a ver a su familia se perdiera, las rocas resplandecerían para mostrarle el camino de vuelta al cementerio antes del crepúsculo. Lo recordaba bien porque ella había pensado en qué pasaría si la noche estaba nublada, o la luna nueva no se dejaba ver en el firmamento. Trató de imaginar cómo encontrarían entonces las almas el camino de vuelta, si tendrían algún modo de reconocerlo, o se quedarían vagando por el bosque hasta que la luna hiciera su aparición en los días siguientes para mostrárselo. Aquel pensamiento le dio repelús, pues a ella le gustaba ir al lago cada noche; y al año siguiente, por si acaso, después de la noche de todos los santos se cercioró de que la luna brillaba bien alta antes de bajar al lago con Canuflo porque no quería encontrarse con un alma perdida, no habría sabido qué hacer.
Pero lo que la ayudó a desentrañar sin lugar a dudas los entresijos del lugar en el que se hallaba, fue la gran cruz, aquella que daba la bienvenida al cementerio. Al verla, un largo escalofrío sacudió su cuerpecito subiendo por toda su espalda hasta la nuca, pero pronto se le pasó. No le daba miedo el cementerio, el único día que había ido, cuando su padre y su abuela le desentrañaron los misterios de los enigmáticos sauces llorones y las pilas de piedras calizas, fue el día siguiente al de la muerte de su abuelo, y lo recordaba como un lugar tranquilo donde sólo se oía el murmullo del viento filtrándose entre aquellos sauces y el combate que libraban sus ramas al chocar las unas contra las otras en sus fieras sacudidas. Aquella sensación era parecida a la se sentía en la noche junto al lago, y eso no podía ser malo. Sin embargo, al doblar un recodo del sendero y encontrarse con la desvencijada verja que limbaba el mundo de los vivos con el de los muertos, se paró en seco.
No sabía si lo que sentía era miedo, recelo, inquietud, o solamente precaución. Miró a su alrededor a los otros miembros de la comitiva, todos se habían detenido al hacerlo ella, y ahora la observaban con detenimiento, como instándola a continuar. Las pupilas enrojecidas del joven de pelo negro que se apostaba junto a ella, cobraron una vaga intensidad, y la vieja que la había traído se inclinó para susurrarle al oído: “Ya casi estamos allí”. Esto hizo que Laura sintiera que debía continuar, pronto todo habría terminado, y mirando al frente observó como la figura que encabezaba la marcha retiraba los postigos de la verja y la invitaba a entrar. Casi sin quererlo, pero con seguridad, la pequeña dio un paso más, y luego otro, hasta rebasar la entrada al camposanto.
Todo estaba tan calmo, y el silencio, dueño y señor del lugar, se alzaba con tal religiosidad, que la niña sintió que estaba en el lugar adecuado. Los nichos se elevaban del suelo apilados como majestuosas reliquias de tiempos ancestrales, y al pasar junto a ellos, la luz de la luna, que ahora volvía a ver resplandecer en las alturas, brillaba sobre las lápidas y los jarros plateados que enjugaban las flores frescas. A Laura le pareció un espectáculo precioso. Sobre una de las formas de mármol, la niña reconoció un retrato familiar, aquel era el nicho de su abuelo, no podía olvidarlo, y al pasar junto a él, le sonrió, y sintió que alguien la saludaba desde dentro, se sintió feliz.
Se había levantado algo de viento, y los altos sauces marcaban un macabro compás en sus sacudidas, como una banda funesta y altruista dirigida por una fuerza mayestática que desde otro mundo le diese la bienvenida. Continuaron su camino, ella seguía observando los diferentes colores que decoraban las lápidas y leyendo sus inscripciones, todo aquello le resultaba cada vez más familiar. Por un momento, le pareció que una sombra se movía en lo alto de los nichos, trató de seguirla con la mirada, pero ésta menguó hasta formar parte de la propia oscuridad, tal vez habrían sido imaginaciones suyas.
Doblaron por fin la última esquina, el camino en esta parte parecía aplanarse, ser más consistente, y el paso del grupo se volvió más firme. Al final del tétrico pasillo de la necrópolis se distinguían varios nichos, pero tan sólo dos de ellos parecían tener dueño, aquel muro debía ser muy nuevo, pues apenas estaba habitado. Laura reconoció una lápida de mármol negro sobre la que destacaban unas letras plateadas que sugerían un nombre, una fecha, y un epitafio. Tres nichos más allá, una bella lápida de alabastro llamó la atención de la niña, le pareció una lápida preciosa. Era de color blanco, contorneada por ejecuciones cinceladas que semejaban un círculo de mariposas y flores rodeando un estanque en calma. A Laura le encantaba el alabastro, tenía en su habitación montones de pequeños guijarros que había recogido cerca del lago, donde solía haber muchos. A la pequeña le encantaba su color vidrioso y su tacto, a un tiempo suave y áspero. Cuando cumplió seis años, su padre le regaló una pareja de gorriones tallados a mano sobre alabastro rosado que ahora decoraban su mesita de noche. Sintió ganas de estar en casa, arropada en la cama junto a Canuflo, observando sus pequeños gorriones y fantaseando con el juego de las luces y sombras que la luna, al pasar entre los árboles que lindaban su casa, dibujaba sobre las paredes de su habitación. Viendo las sombras moverse en el interior, trataba de imaginar lo que estaba ocurriendo fuera. Desde la vuelta de los pájaros al nido donde guarecerse de la lluvia, hasta las salamanquesas que discurrían por el cristal de su ventana a la caza de algún insecto Quería estar allí, le daba mucha pena estar tan lejos de casa, y de Canuflo. Y quería volver a abrazar a su madre, y que su padre la cogiese en brazos como solía hacerlo, y que su abuela volviese a contarle alguna de esas historias tan extravagantes que cuentan los viejos de noche junto al fuego y que a ella le divertían tanto. Recordaba que cuando su abuela comenzaba a moverse representando el papel de los personajes de la historia que contaba, su cómica silueta se recortaba contra el techo del salón, y a ella le parecía que fuese un ente monstruoso de otro mundo el que, reflejado en el techo, le contaba las leyendas de su mundo para después desaparecer hundido en el butaca. Ojalá su abuela volviese a contarle alguna de aquellas historias...
La comitiva se detuvo justo en este punto. Aquél que encabezaba la procesión dejó la cruz que portaba en su mano derecha sobre el nicho vacío situado junto al que se veía custodiado por la lápida de alabastro, y luego, dirigiéndose hacia éste, desprendió la lápida tirando de ella con todas sus fuerzas y la dejó apoyada en el suelo contra el muro. Entonces los demás se acercaron, Laura quedó detrás sin entender lo que estaba ocurriendo. Oyó un ruido sordo, el sonido de la madera pesada deslizándose sobre la piedra, y para cuando todos le abrieron paso, la pequeña se dio cuenta de que el ataúd que descansaba en el interior del nicho, se hallaba ahora en el suelo. Mientras todos la observaban, la siniestra silueta vestida de blanco, la invitó a acercarse. Laura no sabía qué hacer, y de pronto sintió unas profundas ganas de llorar. Observó a unos y a otros, todos esperaban a que se adelantase, y por fin, reuniendo todas sus fuerzas, se acercó hasta el individuo de la túnica blanca que la esperaba junto al ataúd. Al llegar junto a él, éste se arrodilló, y soltando los pestillos del féretro deslizó la tapa para mostrarle a la pequeña lo que yacía dentro.
Cuando la niña vio su pequeño cuerpo tendido en su interior, con los ojos cerrados, las manos sobre el pecho, el rostro angelical vestido de blanco, rompió a llorar como nunca lo había hecho antes. Ella lo sabía, lo sabía, de alguna manera, aunque no lo recordaba. Sus lágrimas rodaron inconsolables por sus mejillas, ahora estaba segura de que nada volvería a ser igual, que jamás regresaría a casa, que no volvería a ver a su familia, y su cuerpo se llenó de pena, y de deseos de que aquello no estuviese ocurriendo, ella no quería irse y dejar atrás todo lo que amaba. La silueta de la túnica blanca, al ser testigo del profundo dolor que colmaba el corazón de la pequeña, tendió sus manos sobre los hombros de ella, y al acercarse, la capucha se deslizó lo suficiente para que Laura pudiera reconocer la imagen cuyo mentón ya antes le había parecido tan familiar. Con una expresión de profunda compasión, la luz de la luna bañó el rostro de aquella figura para descubrir unos ojos llenos de amor y ternura, y luego la abrazó con tanta pasión que la pequeña sintió que le dolía el alma. Era su padre. Ella no sabía por qué, pero lo único que importaba era que estaba allí, y que había vuelto a estrecharla entre sus brazos justo antes de levantarla, y devolverla a su ataúd. Antes de cerrarlo, su padre cogió el crucifijo que antes portase en sus manos, y lo puso junto a ella. La pequeña aún lloraba, pero ya no se sentía tan mal. Mientras los miembros de la compaña volvían a deslizar el ataúd hasta el fondo del nicho con ella dentro, la niña pensó que ahora ya sabía lo que pasaba con las almas perdidas que no encontraban el camino de vuelta, la santa compaña los devolvía a su lugar.
Justo antes de colocar la lápida, una sombra negra y veloz saltó desde uno de los nichos próximos y se deslizó hábilmente hasta el interior, y una vez que el sepulcro quedó sellado comenzaron los cánticos en el exterior:
“Caminen los vivos al despuntar día,
sea la noche eterna, y sólo mía;
hallaréis pronto singular descanso,
ya en el monte se dibuja el ocaso”.
Laura oía estos cánticos, y aún sentía una profunda pena por todas las cosas y las personas a las que tanto iba a echar de menos. Pasear por el bosque junto a su padre, ayudar a su madre con las tartas de bayas silvestres y los zurcidos de las zapatillas que de tanto jugar tenían que remendar una y otra vez; las entretenidas historias de su abuela, el rumor del viento entre los árboles, el murmullo del agua, sus figuras de alabastro, las noches junto al lago. Sin embargo, había algo que no tendría que añorar. Justo antes de dormirse eternamente, la pequeña sintió unos golpes juguetones sobre el ataúd, y pronto un agradable ronroneo que le hacía saber que no estaría sola...
Afuera, poco a poco, los miembros de la santa compaña fueron ocupando cada uno su lugar en el camposanto. Todos excepto el padre de la pequeña, que por fin pudo regresar a casa junto a su esposa, y descansar. El día siguiente despertaría con esperanza e ilusiones renovadas, su vida debía volver a ser la de antes, y jamás recordaría nada de lo que había ocurrido aquella noche en que había devuelto el alma de su propia hija al lugar que le correspondía.
Un relato bien ejecutado y con unos cuantos guiños simpáticos, amén de un buen cierre. Quizás se dilata demasiado para lo que cuenta. Sí, va dejando algunas pistas a lo largo de la historia pero también da la impresión de haber mucho escrito para lo destilado. Supongo que ese fue uno de los puntos que le pesó, junto a la Santa Compaña, que fue una de los elementos más utilizados.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.