Mosaicos en la isla de ceniza I

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Los claveles guardados con agua sucia de los cajones se desparramaron cuando llegó la tormenta.

Estaba escondido en una casa llena de moho y tierra; no quedaban cristales en ella, no quedaba nada para sorprenderme de madrugada cortándome las venas. Los claveles ya no tenían color, se amontonaba en los cajones y los escupía la cómoda de la entrada con eructos eléctricos. Llovía.

 

El bar donde estuve hace tres días era de una hermana con colmillos limados a conciencia. Ella los quería así, ella quería causar miedo, quería ser la mujer deseada, y quería ser la mujer temida. No entendía que eso era raro, que eso no tenía sentido; sólo era una tendencia gótica y oscura de una carretera de maricones y de maniquíes de cuero. Una burla posible y una demencia cada vez menos superable. En ese mismo bar había vuelto a recaer en la soledad de la droga, por momentos compartida con una prostituta con demasiado trabajo y con las piernas llenas de un pelo que parecía barro.

 

Sepultado en la tierra de esta casa creí que mi hermana se había ido a limar más esos dientes o a llamar a la policía (o a mis padres) para decirles que después de tres años por fin me había encontrado, y seguí imaginándome escenas, que iba a llegar una patrulla y que me iban a meter en un furgón y me iban a llevar a una casa con dos perros saboreando mi llegada, ladrando de felicidad por mi regreso y unas chicas que serían las primas de otro hermano olvidado me abrazarían llorando.

 

La tierra me ayudaba a imaginar esos abrazos.

 

Me acomodé y me senté en el suelo. No me quedaba nada de comida y lo que tenía en el cuerpo era una libélula blanca por mis intestinos que brillaba por cada voz grave que soltaba mi estómago. Me bajé los pantalones y cagué mierda de oveja. Con tanta tierra me confundió el verdadero olor de mi mierda. Comenzaba a ver los rostros que tenía la humedad y sopesé que iba a ser un milagro si mañana iba a poder despertarme. Le dije buenas noches a Paola.

 

Hacia el campo donde se encontraba la casa deduje que podría haber otras casas que no resbalaran entre la lluvia, como la mía, y partí a la busca de otra casa cuando paró un poco de azotar el viento. En el suelo se formaban charcos de un agua que sólo podrían beber los animales, y aún no había llegado a ese estado. Después de dar bastantes vueltas por el campo me di cuenta de que era la única casa de esta gran extensión de tierra. A varios kilómetros se encontraba el bar de mi hermana, y creí que iba a ser buena idea volver e intentar hablar con ella, si podía darme algo de comida o de dinero (mucho menos probable). Sabía que la lluvia me iba a coger en cualquier momento así que volví a la casa, arranqué parte del forro de una cama y me cubrí con él. Salí y me perdí entre el bosque. Había tantas ramas que me tocaban que me sentí algo querido por la naturaleza, incluso me puse a chupar alguna. Salí a una especie de camino que no reconocí de inmediato pero después de caminar un largo trecho me di cuenta que era uno de los que me llevarían hasta el bar de mi hermana.

 

Estaba cerrado.

 

Me tiré en la parte de atrás, donde tiraban la basura, y me dormí inundándome de agua. Al poco rato vi unas luces de un coche y pensé que era ella. Me levanté e hice señas para que parara, pero no paró: siguió acelerando y tuve que apartarme para que no me arrollara, tropecé y caí al suelo. Me llegó para escuchar el último alarido del coche alejándose por el camino hacia el bosque. Putos locos de mierda. Estaba empapado y cada vez tenía más hambre. La pierna derecha comenzaba a avisarme de una pequeña inflamación y sólo me quedaba rebuscar en las bolsas para ver si de casualidad alguien había tirado algún tipo de nutriente. Abrí la basura y sólo encontré cascos de botella y cristales, algún cenicero de metal estrujado y papel higiénico lleno de agua y sucio. En la segunda basura tuve más suerte al encontrarme unas bolsas de patatas sin terminar. Aproveché la mochila para adentrar en ella mi vergüenza, las comí un rato después sin mirar a otro sitio que no fuera el cielo. Cuando sentí que despejaba, y las nubes se marchaban en un carrusel agónico, me mentí diciéndome que no me había visto el conductor, que no se había dado cuenta de que yo era una persona, que era un individuo de esta tierra. Habitante. Las praderas que había caminado durante tres años fueron testigos de mi insulsa realidad y también testigos de mi imprudencia al inventarme una y otra vez nuevas realidades. Estaba enfermo, me dolía cada vez más la pierna, me costaba moverla, y nadie se acercaba a este bar.

 

Pensé en mi hermana sin colmillos, cuando era joven y vivía en una nebulosa de sexo podrido. La vi acercándose a abrir por primera vez este bar, su sonrisa, sus maneras de andar. Vi cómo abría la puerta de un infierno con mil números. Me vi dentro. Me vi tomando un líquido carmín y pegajoso, y me vi hablando con una gente vestida como fantasmas de sábanas blancas roídas. La llanura que había pisado tenía más identidad que cualquier rostro que se me aparecía y desaparecía en el local de mi hermana. Olí un chocolate hecho por unas manos metálicas. Y desperté.

 

Qué haces aquí, dijo.

 

Cuando entramos lo primero que hizo fue tragarse unas pastillas transparentes e irse al servicio. Yo reflexioné una vez más por la cordura de este mundo y de los pedazos de tierra que quedaban. Las lámparas del techo parecían de aceite. Volvió y me dio tres pastillas que miré como si fueran manchitas de poliuretano sobre mi mano. Las abrí y vertieron polvo. ¿Agua? Me señaló el baño, fui hacia allí y me mojé las manos para luego chupármelas. El efecto tardó muy poco. Las siluetas danzaron terribles sobre mí y caí al abismo resbalando entre baldosas de hielo.

 

Me desperté con mi hermana en el suelo. La miré con la boca entreabierta mostrando esos colmillos, me asusté de la estupidez humana. Al recobrar el sentido el apetito me volvió a llamar. Fui a la pequeña cocina y encontré sólo tarros de champiñones y una freidora con un aceite negro. Abrí tres tarros y los puse a freír. Después de un rato ya se estaban retorciendo y el olor me hacía creer que aún me quedaba saliva y oportunidades. Los comí lentamente mirando el cuerpo de mi hermana en el extremo del local. Destacaba su melena pelirroja entre tanta oscuridad. Pálida y perdida como yo. Saqué a Paola de mi mochila y la puse en la barra. Seguía igual que hacía dos años, no veía ningún cambio aparente en la calavera.

 

Cogí unas servilletas y la limpié acariciando cada parte con precisión.

 

¿Encontraste algo?

Casas que resbalaban en el barro, a más de siete kilómetros de aquí.

¿Había gente?

No.

 

Se levantó y estiró sus brazos, se acercó como diciendo que su verdadero deseo era querer morirse.

 

¿Por qué te pusiste esos colmillos?

Otra vez me vas a hacer ese tipo de preguntas; me he convertido.

Te has convertido.

Sí, como si la carne podrida se convierte en carne cruda.

 

Hacía tiempo que ya no entendía a nadie, y hablar con la gente era como hablar con los pensamientos. Solía hablar en las montañas a gritos para que me contestara el eco, y me sentía más a gusto así. Hablar con las personas que habitaban mi mundo era tirar de la cadena. Algunas cosas se tienen que olvidar, eso es así, siempre lo fue; yo olvidé cómo Paola acabó siendo un objeto de significados en mi mochila, cómo cada vez que quería comer tenía que volver al bar de mi hermana por los restos, cómo el silencio y la duda eran los compañeros, olvidé cómo fue posible haber sobrevivido.

 

Yo soy fango.

 

A las seis horas vinieron desperdicios de hombres a beber. Mi hermana volvió a su estado de alerta y se metió detrás de la barra. Los conocía. Sin embrago, se puso el cinturón con el revólver. Pidieron lo que le quedaba, algo de ron y whisky, lo bebieron sin hablar y le dejaron en la barra mendrugos de pan y tarros de champiñones y zanahorias. Luego se marcharon. Mi hermana no dijo nada.

 

Volvió a llover, las luces temblaban. Se puso a cocinar uno de los tarros de champiñones y me lo puso en una cacerola. Para ella se hizo miga de pan frita con las zanahorias. Comimos.

 

No hay comida.

No hay nada.

¿No viste animales?

No.

Esta zona está muerta.

No sé cómo he podido seguir viviendo. Cada vez vienen más hombres y muchos no me dejan ya nada.

¿Entonces?

Vienen a mirarme.

¿Nada más?

También se tocan mirándome y se corren en el suelo.

Ya.

Pero algunos aún pueden hacer algún tipo de trueque.

¿No vino ninguna mujer?

No.

Esta zona está muerta.

Me voy a ir al este, caminaré durante tres días para ver que hay hacia allí.

Ya fuiste y no había nada.

¿Entonces?

Puedes seguir viniendo hasta aquí, mientras queden tarros y pan.

Ya no te queda nada para ofrecer.

Aún me quedan cosas. Después de decir eso se rió.

¿Dónde viven los hombres que vienen a beber aquí?

En el bosque.

Fui al bosque y dormí en una de las casas. No vi las otras.

Lo sé.

No hay ninguna casa con el tejado entero.

Ya.

 

Ahora en este mundo uno tenía suerte si acababa en la cárcel, ahora se había convertido en grandes dormitorios con sus propias reglas y vigiladas por los propios usuarios. La cárcel era una esperanza, tenía tejado, seguridad y alimento. Un alimento conservado en tarros y a un nuevo modo de vacío; tenían carne había oído, pero no las albóndigas o el chorizo que acompañan las latas de habas o garbanzos sino carne de animales, vaca, cordero o cerdo antes de la infección. La cárcel era donde tenía que ir.

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Patapalo
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Poblador desde: 25/01/2009
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Me ha resultado sugerente como comienzo, pero excesivamente fragmentario. Creo que dejas demasiado espacio para que el lector construya y el ritmo se resiente. En cualquier caso, apunta bien, y espero con interés la siguiente entrega.

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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Léolo
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Poblador desde: 09/05/2009
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Una lectura de lo más sugerente. Me encanta la decadencia que trasmite, la locura hecha carne y tierra. Es sexo corrompido y humedad con ganas de comer. Te felicito, compañero, y yo también espero con ganas la siguiente entrega.

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Félix Royo
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Poblador desde: 26/01/2009
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Cuando lo leí me pareció poéticamente sugerente y sucio, como si estuviera descrito en blanco y negro.

El genio se compone del dos por ciento de talento y del noventa y ocho por ciento de perseverante aplicación ¦

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Mauro Alexis
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Poblador desde: 14/02/2009
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Uy, ¡qué decir! Es un relato con una estructura muy extraña, un estilo muy particular, lo cual para mí es buenísimo, valoro mucho la originalidad en los relatos y en los autores. Pero no termino de comprender muy bien la trama y algunas descripciones, sea culpa mía por leerlo sólo una vez y ser quizá un poco ignorante, pero bueno. De todos modos, nunca antes había leído algo parecido, en cuanto a idiolecto y estilo se refiere.

 

"Habla de tu aldea y serás universal."

 

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Nachob
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Poblador desde: 26/01/2009
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Coíncido con los anteriores comentarios.

Sugerente, extraño, a veces hipnótico. Transmite emociones de decadencia, de podredumbre, y crees intuir que tras esto hay un mundo en descomposición.

Pero a la vez resulta algo confuso, caótico, extraño, lo que rompe la magia.

Puede que haya historias que sólo se pueden contar de una manera, y que esta sea una de esas. Puede que incluso haya nuevas formas de narrar, o que de este modo consigas que el lector se implique aún más, al tener que poner de su parte más de lo normal.

En fin, una de cal y otra de arena. O, más bien, la sensación de que es algo distinto, intenso y prometedor, pero, a la vez, de quedarte a medias, de no cuajar del todo la cosa.

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PedroEscudero
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Quizás un tanto críptico y confuso para mi gusto, aunque le reconozco que es muy visual y algunos pasajes tiene mucha fuerza, pero no me ha convencido, quizás con las continuaciones todo cobre sentido...

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Douglas
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Llevo haciendo el camino de Santiago y he estado perdido contemplando paisajes, a mi entender creo que aún le falta bastante para que sea algo de calidad estos Mosaicos, pero me voy a seguir esforzando en darle otra dimensión. Gracias por vuetros comentarios, ya estoy preparado para seguir escribiendo que vengo con mucho material del camino en la cabeza!!!

El primer párrafo es el último disfrazado.

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